Todo sucede en la trastienda de una cervecería madrileña y es tan intenso que genera una mezcla de tensión y carcajadas. Definir con exactitud lo que ocurre sobre el escenario resulta difícil. Podría decirse que es ‘humor gonzo’, pero tampoco es así. Es quizás una mezcla entre Andy Kaufman y G.G. Allin, aunque sin parecerse excesivamente a ninguno de los dos. El espectáculo lo protagoniza Ignatius Farray (Juan Ignacio Delgado Alemany) y resulta, cuanto menos, singular. No hay algo similar en la capital del país.
El cómico se desnuda sobre el escenario. Lo hace de forma literal y figurada. Enseña el pene a los cuarenta asistentes y ríe como si hubiera enloquecido mientras se golpea el pecho con el micrófono. También relata su separación, su mudanza desde Móstoles hasta el barrio de Malasaña y el juicio por la custodia de su hijo. “Estamos aquí para tocar fondo”, afirma, antes de contar que lleva tres semanas sin beber tras haber sufrido un problema con el alcohol.
Quien acude a su espectáculo sabe que puede ser ridiculizado por este monologuista. Hay quien, de hecho, lo busca, con una actitud masoquista. O sádica, quién sabe. Es la búsqueda de la libertad en lo excesivo y en lo incorrecto. Una especie de terapia de choque que se encuentra en las antípodas del discurso polite. El que conduce peligrosamente al pensamiento único.
Ignatius Farray lo explica en su espectáculo: “Si la vida es una mierda, nada debería importante excesivamente y tienes la oportunidad de reírte de lo que te salga de los huevos (…). Que nadie nos robe la gilipollez”. Por tanto, como reclama la libertad de decir lo que le da la gana, grita: “Viva Hitler”.
Quizás como lo grotesco ha quedado desterrado de la publicidad, los escaparates y las obras comerciales, se ha pasado por alto un detalle, y es que la humillación provoca una extraña forma de placer. Es un mecanismo mental extraño. Hay una chica que durante la actuación se levanta al baño y, sin que nadie le pregunte, se gira hacia el cómico y afirma: “Seguro que ahora que me voy, te vas a meter conmigo”. Ignatius, responde: “¿Pero cómo puedes pensar eso?”. Cuando ella se dispone a abandonar la sala, le culpa de querer ausentarse para hacer una felación en el baño. Al volver, le acusa de ser experta en la materia. Y en ello invierte diez minutos de su show.
Poco antes un muchacho había acudido a por cerveza y, antes de que volviera, Ignatius le preguntó a su novia: “¿Tú le quieres? Porque te diré que a mí me ha caído mal. No me gusta su cara”.
A un tipo que está sentado en la primera fila le mira fijamente antes de llamarle “subnormal” varias veces. Después, se burla porque -cree- se ha asustado cuando el cómico ha amenazado con bajarse los pantalones.
Humor salvaje
Es todo tan disparatado que sorprende y hace entrar al espectador en tensión, pues cualquiera puede ser el próximo en ser humillado. Farray juega con ventaja porque es el más ridículo de todos y el que sale peor parado. Bromea con su enfermedad coronaria -la que mató a su padre-, con la flacidez de su pene -culpa de los ansiolíticos-, con su torpeza y con los fracasos que acumula en la vida.
Porque su personaje -o él, pues no se sabe dónde empieza y dónde termina- es un fracasado. Su actuación en Madrid se aplazó varias semanas porque la ansiedad y cierta depresión le condujeron a una situación mental y personal compleja. Recuerda a Mickey Rourke en El luchador. O a Toro Salvaje. O a uno de esos payasos tristes que intentaban hacer reír y llorar en el mismo espectáculo. Aquí no hay lágrimas, pero hay líneas de su discurso que están escritas en tono dramático. Transmiten un enorme patetismo.
Su psiquiatra opina que la ansiedad le lleva a tener comportamientos compulsivos y que por eso bebía mucho más de lo recomendable
Porque su psiquiatra concluye que la ansiedad le lleva a tener comportamientos compulsivos y que, por esa razón, bebía mucho más de lo recomendable. El tratamiento le ha quitado las erecciones y cierta rapidez mental, aunque no su osadía para saltarse, uno por uno, casi todos los puntos de la agenda biempensante dominante. Cuando se ha metido con “los gitanos”, los “sudamericanos”, los políticos, los yihadistas y con sus propios padres, afirma: “Antes de terminar, quería contar una cosa del feminismo”. La guinda al pastel.
Habrá quien piense que Ignatius Farray es un genio. También habrá quien crea que simboliza la total pérdida de rumbo del arte y de la sociedad. Lo cierto es que se alimenta de la incomodidad y parece que a veces esa actitud se le indigesta, pues afloran varias debilidades interiores en su espectáculo que son una prolongación de lo que siente. Y está claro que hay espacio para este humor, aunque no sea masivo, pues siempre cuelga el cartel de 'no hay billetes'. ¿Se juega la cancelación, como dirían los especialistas en las nuevas cazas de brujas? Se la juega en cada palabra.
No es el suyo un espectáculo para puristas, para puritanos ni para inseguros. En esos casos, es algo tóxico y peligroso. Pero quien experimente cierto placer con lo macabro, pensará lo contrario. Y se divertirá.
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