Cultura

El respiro hípster de Taylor Swift

Folklore huye del pop chispeante de estadio

La crítica pop ha muerto. Queda claro cuando veinticuatro horas después del lanzamiento de Folklore desayunas con la prensa llena de titulares diciendo que estamos ante el mejor álbum de Taylor Swift. Para empezar, no se puede hacer la reseña de un disco en un solo día, ya que es una tarea que exige escucharlo varias veces, repasar sus recovecos, empaparte de él. No es como una película o una serie, algo que ves una vez en la vida, sino más bien como una mascota o un medicamento, que te hacen compañía y te cambian el carácter de maneras que solo se pueden juzgar tras un tiempo razonable de convivencia. Swift publicó su disco por sorpresa y eso también estimula el efecto sobrevaloración: recordemos las hipérboles vertidas en 2007 alrededor de In Rainbows (Radiohead), un álbum que hoy apenas nadie cita, recomienda o recuerda.

¿Por qué se proclama que este es el mejor disco de la estrella estadounidense? Cuando escribes contrarreloj, es mejor decir que todo bien, ya que poner ‘peros’ exige justificarlos. Más importante: esta vez Swift colabora con dos de los músicos fetiche de la prensa musical cool, Justin Vernon (Bon Iver) y Aaron Dessner (The National). Se trata de los típicos compositores melancólicos, depresivos y nostálgicos que enamoran a quienes confunden tristeza con intensidad, los que piensan que una canción melancólica siempre es más profunda que una alegre. La primera impresión al escuchar el nuevo material de Swift es que de ninguna manera está por encima del contagioso 1989 o del chispeante Lover, publicado hace menos de doce meses. Que Folklore suene más introspectivo y lánguido no lo convierte en superior a sus hermanos.

La habilidad natural de Swift para que cualquier canción suene irresistiblemente ‘mona’ es una ventaja y a la vez un obstáculo hacia la grandeza

¿Estamos ante un mal disco? En absoluto, pero tampoco ante un salto de calidad. Después de tanto dedicarse al pop de estadio, el de confeti y fuegos artificiales, es normal que Swift tenga la necesidad de refugiarse en registros más reflexivos. La impresión -después de tres días de escucha-  es que no brilla tanto en estos como en los himnos de radiofórmula, pepinazos indiscutibles como “Shake It Off”, “Me!” y “We Are Never Ever Getting Back Togheter”. Lo que ofrece Folklore es una especie de diario íntimo sobre sensaciones y relaciones, una recapitulación emocional de una artista que afronta su treinta cumpleaños.

Reflexiones y rupturas

 “The Last Great American Dinasty” es una canción cuidada y entretenida sobre la clase alta estadounidense, que se deja escuchar sin más. “The 1”, señalada por algunos como la joya del álbum, no pasa de discreto y previsible ’flashback’ amoroso. La sorpresa agradable es “Cardigan”, una agridulce descripción de esas relaciones donde uno está perdidamente enamorado y el otro te considera un bonito complemento para su ‘look’. Esta pieza, maliciosa y templada, recuerda al grupo de culto británico Black Box Recorder. También vuela muy alto “Betty”, la melodía más popera, extremadamente pegadiza desde el comeinzo hasta el final. Arranca con una armónica que es un guiño a Bruce Springsteen y esconde un verso que suena a tributo al clásico “American pie” de Don McLean, además de estallar en un estribillo ideal para incendiar grandes recintos. Apuesto a que la seguirá tocando dentro de diez años.

“Exile”, la colaboración con Bon Iver, es una elegía bonita y previsible, donde los artistas discuten una ruptura al estilo de unos Pimpinela indie folk. En general, estamos ante un disco de tres estrellas y media, que pasa sin apenas sobresaltos, para bien y para mal. Algunos cortes, caso de “Epiphany”, se disuelven en su propia solemnidad, otras en su irrelevancia. La habilidad natural de Swift para que cualquier canción suene irresistiblemente ‘mona’ es una ventaja y a la vez un obstáculo hacia la grandeza. Se ve claro en "August", con su aire a The Corrs, que se despliega con fuerza pero termina ahogada en su propio caramelo. Las dieciséis canciones se podrían quedar en diez y el disco saldría ganando.

Taylor Swift es una figura central en el planeta pop del siglo XXI. Se ha ganado su puesto con trabajo y buenas canciones, ya desde su etapa inicial en Nashville. También ha destacado por una entereza que la llevó a enfrentarse de la manera más digna a enemigos tan diversos como Kanye West, Spotify o su primera discográfica, Big Machine Label Group. En los últimos tiempos, ha conseguido enamorar a ‘gourmets’ del pop tan cualificados como Bret Easton Ellis, que la considera una artista fascinante. Dicho esto, parece claro que no ha llegado todavía a la altura de los realmente grandes del pop, la liga de Elton John, Madonna y Stevie Wonder. Ni por su repertorio, ni por su impacto social, a pesar de los esfuerzos por convertirse en una especie de diva pop antiTrump, dedicada a convencer a los jóvenes de la necesidad de echarle de la Casa Blanca. A su edad, tiene tiempo de dar un estirón artístico, pero para eso necesita algo mucho más sustancial que Folklore. Ojalá llegue en el próximo álbum.

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