A veces nos referimos a un amigo del periódico como ‘el Gasolina’, un elemento de la época quinqui que compartió clase y colegueo con el susodicho. ‘El Gasolina’ estuvo metido en tropelías dignas del cine Eloy de la Iglesia y, como muchos en aquella época, no terminó bien. Los tiempos han cambiado, pero hay quienes se siguen proclamando “más de calle que ninguno”, en unas absurdas olimpiadas por ser el más malote.
Esta semana conocíamos el brutal desenlace de Sergio Delgado, un joven de 32 años que disfrutaba de una despedida de soltero con sus amigos en Burgos y al que un descerebrado mandó a la tumba por “ser de Valladolid”. Un brutal puñetazo acabó con su vida en el acto. Su muerte es también el fin de un amigo, de un hijo, de un familiar, de un vecino y de todas las cosas que pudo ser y ya no será Sergio Delgado.
La mano asesina es la de José Luis Novoa Ibáñez, un chico que a sus 23 años sigue jugando a las bandas callejeras. A esa edad lo normal es terminar la carrera universitaria –o formaciones análogas- y empezar a buscarse la vida o pensar a qué se quiere uno dedicar. Su mala cabeza lo llevará de cabeza al trullo.
Vivimos en un ecosistema de inmadurez reinante, y lo dice alguien que se sumergió de cabeza en la piscina de la edad del pavo y se revolcó en ella como cochino en el fango. He sido testigo en mi adolescencia de la pelea callejera al más puro estilo The Warriors. Los neonazis se zumbaban con los punkis cada fin de semana. Entre medias se metían los canis, los gitanos, los colombianos o los pijos. Daba para libro de Iñaki Domínguez.
En mi adolescencia, el respeto social se ganaba de dos maneras en las calles de Palencia: a base de golpes o de ligues. Era así de básico. Una sociedad brutalizada y digna de estudio por el mismísimo Charles Darwin. Si rehuías una pelea, eras un cobarde y el estigma te acompañaría el resto de tus días. Afortunadamente, para mí y mi familia, solo estuve presente en alguna escaramuza, pero he sido testigo de peleas a botellazo limpio, de enfrentamientos campales entre decenas de jóvenes que podían estar rodados por Peter Jackson, gente de aquella época acabó en el reformatorio o, directamente, en la cárcel…
En una ocasión, el que recibió fue este que les habla. Un puñetazo en las costillas me dejó malherido varios días y durmiendo mal. Aquella mole que me lo propinó es hoy portero en una discoteca de la ciudad. Quizá gracias a aquellos acontecimientos detesto la violencia con todo mi ser.
Esos niñatos estaban dispuestos a recibir puñaladas y perder dientes por ideologías que no comprendían y que llevaban muertas décadas. A otros les movía un absurdo código del honor que no valía la pena. A veces es mejor parecer un cobarde, como John Wayne en ‘El hombre tranquilo’, que demostrar ser un idiota.
Supongo que todos, en mayor o menor medida, hemos pasado por una etapa así en nuestras vidas. Todos hemos querido ser Marlon Brando a lomos de una Harley en ‘Salvaje’, queriendo parecer los más cínicos, hacer como si nada importase, enamorar mujeres y dar los golpes más fuertes. Con el paso de los años, la cosa cambia, Marlon Brando madura y dejan de interesarnos aquellas nimiedades.
Cuando miro a aquella etapa de mi vida lo que contemplo es una estupidez imperante. Una maldad acompañada de una profunda falta de sentido. Porque en el fondo todo es eso. Chavales que por formar parte de un grupo, por escapar de la soledad y la desidia se abrazan a una ideología, a una banda que creen familia. Personas ansiosas por aprender un estilo de vida que ordene un mundo que se desmorona. Muchos salen de eso con el tiempo, con la madurez, y otros sucumben al abismo para siempre.
No hay que pelear por la calle. En la calle hace frío. Mejor en casa, con los que te quieren de verdad. Hoy una madre ha perdido a un hijo para siempre y otra lo tendrá que ver en el talego. La estúpida ley de la calle.
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