Cultura

La Isabel II de la televisión: cómo fascinar a quien no es monárquico ni conservador

Las ficciones audiovisuales reflejan como uno de los aspectos más fascinantes de Isabel II es justamente el haber resistido como una torre sólida en medio de un mundo extraordinariamente cambiante

¿Puede una serie de televisión decirnos la verdad de un personaje histórico tan esquivo como Isabel II? Depende, habría que responder diplomáticamente. Si tras los mandos está un escritor tan brillante y ecuánime como Peter Morgan, quizás sí. Al menos en parte. Lo que es indudable es que Morgan, que fue guionista de The Queen, la célebre película de Stephen Frears, y es el artífice, showrunner, de The Crown, la serie de Netflix, ha creado un personaje fascinante. Un personaje que no inventa el mito, pues ya existía, pero que lo engrandece y explica. Un icono del conservadurismo, como acertadamente la ha descrito el escritor Enrique García-Máiquez, capaz de seducir a públicos muy ajenos a su sensibilidad. Empezando por el propio Morgan, que no es precisamente un devoto de la corona británica, pero que, sin embargo, es capaz de explicarnos con acierto su valor, amén de mostrarnos con toda crudeza y honestidad sus miserias.

Lo primero que hay que aclarar es que no podemos saber a ciencia cierta cuánta verdad de la persona real se refleja en el relato. Hay tantos aspectos imposibles de conocer a ciencia cierta -especialmente los relativos al ámbito más privado- que hay que asumir que asistimos expresamente a ficciones. Pero ya sabemos que la ficción puede ser más cierta que la realidad. Y en el caso de la Isabel II de Peter Morgan asistimos a un retrato humano tan complejo, tan lleno de contradicciones y heridas, tan coherente con lo que sí conocemos de la reina, tan humano para bien y para mal, tan revelador, en fin, de sus grandezas y miserias, que estamos tentados a pensar que todo debió ocurrir exactamente como lo cuenta. Pero, incluso si fuera el caso, nunca deberíamos olvidar el poder embellecedor del relato. La reina Isabel II a la que han dado cuerpo y vida las actrices Helen Mirren, Claire Foy y Olivia Colman es más grande que la vida. Es casi imposible que el original esté a la altura de tantos matices.

La serie y la película nos ayudan a entender muchas cosas. Quizás justamente porque no están escritas desde la complicidad, sino desde una mirada crítica. ¿Qué fascina a Peter Morgan de la reina que acaba de fallecer? Parece innegable que el escritor detecta en ella, y a través suyo, el valor de la solidez, el valor de un sistema, la tradición, que va más allá de los deseos y caprichos individuales para imponer una visión colectiva. Morgan no ignora, y lo muestra también, que ese modelo puede causar mucho dolor, pues la singularidad debe someterse al molde y ese molde tiene tendencia a ser demasiado rígido.

Pero, quizás por ser hijo de estos tiempos líquidos a los que el sociólogo Zygmunt Bauman dio nombre, Morgan es capaz de valorar el valor de la estabilidad y de la continuidad que aporta la institución. Del mismo modo que es capaz de entender la parte de servicio y sacrificio -enorme en el caso de la reina- que se esconde tras la imagen de grandeza y lujo y los privilegios aparentes, y también ciertos, que disfruta la familia real.

Y aún podríamos añadir algo más, que Morgan intuyó ya en su primera aproximación a la monarca inglesa: Isabel II se encuentra atrapada de lleno por la gran mutación que han sufrido las sociedades occidentales en el siglo presente: la creciente sentimentalización de la vida pública, que el escritor Theodore Dalrymple denomina ‘sentimentalismo tóxico’ en su célebre ensayo de igual título, en el que, por cierto, dedica un apartado específico a uno de los momentos que mejor expresan ese cambio: la polémica por la falta de emociones expresada por la reina tras la muerte de Lady Di. Justo el tema que ocupaba The Queen.

Isabel II: interpretar una farsa

“Puede que la reina sintiera pena por la muerte de su exnuera o puede que no: si la sentía, sin duda estaba en su derecho de hacerlo en privado. Se crio en una época en la que la no manifestación de los sentimientos en público era una cuestión de decencia y no una reacción culturalmente reprobable y psicológicamente dañina”. Y añade Dalrymple: “Pero, en el caso de que no sintiera ninguna pena por su exnuera, la exigencia de la multitud de que se mostrase apenada era, en realidad, una exigencia de que mintiera, de que interpretarse una farsa”. Releer el ensayo de Dalrymple (escrito en 2010 y traducido al español en 2016) a la luz de los acontecimientos actuales es revelador. Queda claro que los excesos sentimentales, y el exhibicionismo moral de nuestro tiempo, están en el origen de fenómenos como la ‘cultura de la cancelación’, entre otros.

Sin embargo, Morgan parece apostar por el valor de la hipocresía y del fingimiento, a los que coloca como una parte más de la mochila de sacrificios que la reina se ve obligada a hacer para cumplir su misión esencial: servir a su pueblo, lo que exige, en cierto modo, estar en sintonía con él. Hay una escena en The Crown especialmente memorable en este sentido. Se trata de la conversación imaginada entre el primer ministro laborista Harold Wilson y la reina después de que ésta, en contra de sus primeras intenciones, accediera a visitar, y consolar, a los habitantes de un pueblo minero, Aberfan, donde un desprendimiento de tierras provocó 144 muertes, 116 de ellas niños en edad escolar.

Isabel II, siendo leal a su deber de continuidad y estabilidad, es mucho más capaz que su entorno para entender cuándo hay que abrir paso a lo nuevo, e incluso sacrificar asentadas tradiciones

En uno de esos arrebatos de sinceridad que propicia la ficción, y que no sabemos si ocurrieron en la realidad, la reina confiesa su drama: es incapaz de expresar emociones, de llorar. No es que no las tenga, sino que se le quedan dentro. “Desde hace tiempo se que hay algo mal en mí”, asegura la Isabel II de la ficción. Y el Harold Wilson de Peter Morgan, después de confesarle sus propias contradicciones -representa a la clase obrera, pero nunca ha realizado un trabajo manual y es, en realidad, un académico de gustos burgueses- explica: “No podemos contentar a todos y seguir siendo nosotros mismos. Hacemos lo que debemos como líderes. Esa es nuestra labor. Nuestro trabajo es aliviar más crisis de las que creamos. Y usted lo hace excepcionalmente bien”.

Es la misma idea que Morgan puso en boca de Tony Blair en The Queen. Un Blair admirado por su capacidad para traicionarse a sí misma con el fin de seguir cumpliendo su servicio esencial: la corona. Y en otro de sus parlamentos, quizás se resuma en gran medida la fascinación que la figura de Isabel II despierta en el escritor y, a través suyo, en tantos espectadores. Blair ve cómo en su entorno todos se burlan de la ‘inhumana frialdad’ de la monarca y estalla: “Esa mujer ha dedicado toda su vida a servir a su pueblo. Cincuenta años haciendo un trabajo que nunca deseó. Un trabajo que vio cómo mataba a su padre. Lo ha realizado con honor, dignidad y, hasta donde yo sé, sin una sola mácula. Y ahora todos pedimos su cabeza”.

Soberana sin derechos

Esa idea de servicio, y de patriotismo, es una de las esenciales del personaje y una de las que, más probablemente, retratan al personaje real. En los primeros capítulos de The Crown vemos como su abuela paterna, uno de sus familiares más queridos, le explica en una carta, tras la muerte de su padre, cuál es el deber que le espera, a partir de ahora, como reina: “Debes dejar tus sentimientos aparte; el deber te llama. Mientras lloras por tu padre, debes llorar por otra persona, Isabel Mountbatten (su nombre como casada). Las dos isabeles estarán frecuentemente en conflicto, pero lo importante es que la corona debe ganar. Siempre debe ganar”. Y muy pronto asistiremos a muchas de esas batallas, en las que la joven monarca debe ceder en su criterio y gusto en favor de la estabilidad, continuidad y solidez de la institución que encarna.

Esa misma abuela, María, le enseñará otra gran lección: su trabajo como monarca consiste, en realidad, en no hacer nada. “No me parece un trabajo”, replica la joven reina. “No hacer nada es el trabajo más duro de todos y requerirá todas las energías que poseas”, responde su abuela. “Ser imparcial no es natural, no es humano. La gente querrá que sonrías, o asientas o frunzas el ceño, y en cuanto lo hagas habrás declarado una posición, un punto de vista. Y eso es lo único como soberana a lo que no tienes ningún derecho”. “Eso está bien para la soberana, pero ¿qué me deja a mí?”, replica la Isabel II de la ficción.

La serie The Crown no esconde los escándalos ni las meteduras de pata que han rodeado a la institución. Al contrario, forman parte esencial de la sustancia narrativa de la historia

A lo largo de la serie iremos viendo cómo aprende a buscar espacios para sí misma dentro del rígido corsé institucional en el que habita. Y veremos también, y quizás sea uno de los motivos de simpatía que Morgan muestra por el personaje, cómo Isabel II, siendo leal a su deber de continuidad y estabilidad, es mucho más capaz que su entorno para entender cuándo hay que abrir paso a lo nuevo, e incluso sacrificar asentadas tradiciones.
De hecho, uno de los aspectos más fascinantes de su figura es justamente el haber resistido como una torre sólida en medio de un mundo extraordinariamente cambiante. Si su reinado comienza en 1952, la última década de hegemonía cultural conservadora, enseguida se enfrentará con los cambios contraculturales de los 60 y 70 y las transformaciones siguientes. Y en medio de esa vorágine, y sin dejarse arrastrar por ella, Isabel II aparece como una figura que ejemplifica un cierto equilibrio en la tensión característica de cualquier conservador: la necesaria resistencia al cambio -para no dejarse arrastrar por las modas- y la aceptación de lo nuevo cuando ya forma parte de la realidad consolidada. Y todo ello, sin renunciar a sí misma. La reina no ignoraba que la sociedad británica de las últimas décadas era una sociedad laica, no creyente, pero, en su condición legal de cabeza de la Iglesia anglicana, nunca dejó de manifestar su fe sin eufemismos, especialmente en sus discursos navideños.

La serie The Crown no esconde los escándalos ni las meteduras de pata que han rodeado a la institución. Al contrario, forman parte esencial de la sustancia narrativa de la historia. Por sus capítulos desfilan las infidelidades de Felipe de Edimburgo, el marido de la reina; los vínculos con el nazismo de una parte de la familia; el resentimiento del duque de Windsor, el ex monarca que abdicó por amor; la presencia de espías rusos infiltrados en la casa real; los líos amorosos y desequilibrios emocionales de la infanta Margarita, la hermana de la reina; por no hablar del gran revuelo en torno a Lady Di y su matrimonio de tres con el príncipe Carlos, hoy rey. En todos estos casos, la gran virtud de la serie es ser capaz de explicar las razones de todo el mundo, sin justificarlas necesariamente, en un ejercicio de ecuanimidad que caracteriza a los grandes artistas. Sólo habría una excepción: Margaret Thatcher.

Aunque Morgan se esfuerza por ser fiel a la tónica de su proyecto, el retrato que realiza Gilliam Anderson (Expediente X) es probablemente el más antipático de todo el elenco del serial. The Crown permite comprender también la peculiaridad del sistema monárquico inglés. A través del instructor de la princesa Isabel, la futura reina, descubrimos que la Constitución británica de 1867 que rige el país se basa en dos elementos: la eficiencia, que le corresponde al Gobierno, que debe dar cuentas al pueblo y contrastarse en las urnas, y la solemnidad, que representa la monarquía y que tan sólo debe responder ante Dios. Esta es la razón por la que la reina es ungida, nos explica Peter Morgan.

Esta marcada conexión divina de la institución es objeto de muchas burlas dentro de la propia serie, pero el guionista es capaz de transmitirnos su verdad esencial: que la reina deba dar cuentas a Dios no es un subterfugio que permita la arbitrariedad o el capricho, sino lo contario; la mayor de las exigencias. A fin de cuentas, ello obliga a la monarca a responder ante el estricto juez de su más profunda y sincera conciencia. Lejos del tiempo y el espacio, el arquitecto Oscar Tusquets Blanca entendió perfectamente lo que esto supone. Y en su libro Dios lo ve invita a los profesionales, sean creyentes o no, a descubrir cómo esa ‘mirada de Dios’ puede ayudarles a no ser complacientes y alcanzar los mayores logros personales. Después de 70 años de reinado, parece que algo de esto ha terminado por convencer a sus súbditos, y a muchos en el resto del mundo, del valor testimonial de Isabel II.

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