El mediodía del 15 de agosto de 1945, millones de japoneses sintonizaban la radio, algo insólito estaba a punto de ocurrir. Por primera vez en su vida, Hirohito, emperador de Japón, se dirigía directamente a sus súbditos a través de las ondas. Con un lenguaje arcaizante, que muchos nipones no entendieron, el emperador dijo a su pueblo: "Hemos dado orden a Nuestro gobierno de que comunique a los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética que nuestro Imperio acepta las disposiciones de su declaración conjunta".
En esta alocución en la que no se mencionó la palabra rendición, el emperador de una de las principales potencias del mundo comunicaba a su pueblo la claudicación del Imperio japonés. Terminaría así la Segunda Guerra Mundial.
Japón había tomado la firme decisión de luchar hasta el último momento. El Ejército imperial no consideraba la opción de rendirse, como lo dejaban claro las Instrucciones para el Servicio Militar del general Tojo: "No busques sobrevivir en la vergüenza de la prisión. Prefiere morir, asegurándote de no dejar tras de ti rastros de deshonra". El príncipe Konoe Fumimaro, un antiguo primer ministro, señaló más adelante que "el ejército había excavado cuevas en las montañas y su plan para continuar la lucha consistía en resistir desde cada agujero, desde cada recodo de las montañas".
Desde el invierno de 1944, un grupo de políticos japoneses había estado tratando de explorar vías para la paz, pero sus demandas en las negociaciones eran bastante ambiciosas y no concordaban con la realidad en la que Japón se encontraba. Por ejemplo, insistían en mantener el control sobre Corea y Manchuria, exigían que ninguna potencia extranjera ingresara en Japón y pedían que los tribunales japoneses juzgaran cualquier posible acto de guerra cometido por ciudadanos nipones.
En la conferencia de Yalta (febrero de 1945), la URSS se comprometió a entrar en guerra contra Japón, tres meses después de que se produjese la rendición alemana. Stalin no había sido enemigo de Japón durante la guerra y justo cuando se cumplieron los 90 días de la rendición alemana, la fuerza soviética arrasó a las tímidas defensas japonesas en Manchuria. Ese mismo día, Estados Unidos lanzaba la segunda bomba atómica sobre Nagasaki. El primer impacto había arrasado Hiroshima destruyendo 70.000 de los 76.000 edificios de la ciudad y se calcula que unas 70.000 personas murieron al instante. La cifra total se multiplicaría por dos por los efectos generados por la bomba. Fue el acto humano que más muertes ha causado en un espacio más corto de tiempo.
En esos tres días entre las dos bombas, Estados Unidos había advertido al gobierno japonés que si no presentaban inmediatamente la rendición, “podían esperar del cielo una lluvia de ruina y desgracias jamás vista en la tierra hasta ahora”.
El emperador Hirohito quedó profundamente impactado por la exterminadora potencia de la bomba. Sintió el peso abrumador de la devastación que había causado en las ciudades esta nueva y extraña arma, mientras simultáneamente la declaración de guerra de la URSS resonaba en sus pensamientos. En medio de esta abrumadora realidad, el emperador se encontró en una encrucijada que lo llevó a una decisión sin precedentes.
Esperar del cielo una lluvia de ruina y desgracias jamás vista en la tierra hasta ahoraUltimátum de Estados Unidos a Japón
Rendición de Japón
Por primera vez en su vida, Hirohito se dirigió a sus súbditos a través de las ondas radiofónicas. Sus palabras llevaban consigo la carga emocional que resonaría en los corazones de todo el pueblo, el Imperio, que durante tanto tiempo había resistido, finalmente se rendía, pero sin mencionar la ignominiosa palabra: "Hemos dado orden a Nuestro gobierno de que comunique a los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética que nuestro Imperio acepta las disposiciones de su declaración conjunta".
Dos semanas más tarde, desde la imponente cubierta del acorazado Missouri, el ministro de Exteriores nipón colocó su firma en el acta de rendición. La nación que había desarrollado un sanguinario imperialismo sometiendo a sus países vecinos, caía de rodillas cuatro años después de lanzar su ataque sorpresa sobre la base estadounidense de Pearl Harbor.
Era el fin de una era de conflicto, sufrimiento y sacrificio. La Segunda Guerra Mundial, ahora también en el Pacífico, había terminado. Japón quedó arrasada y fue ocupada por sus vencedores estadounidenses, que desde entonces y hasta la actualidad se convertirían en sus principales valedores. Una alianza que favoreció, que en apenas una generación después de las bombas nucleares, Japón se convirtiera en uno de los países más desarrollados y ricos del mundo.
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