Cultura

La jaula fascista y la fobia de las izquierdas hacia la plebe

Hemos desterrado al ámbito de lo inimaginable lo único que nos puede salvar: la soberanía popular, que se sustituye por parte de la izquierda por una concepción de la soberanía antidemocrática y estamental, llamada soberanía global o cogobernanza

El ciclón de las extremas derechas que amenaza con inundar Europa de votos tras la reciente victoria de Giorgia Meloni en ltalia está haciendo que las izquierdas activen una y otra vez las alertas antifascistas. Según el plebéfobo relato oficial, las gentes que antaño votaban a la izquierda se han vuelto de la noche a la mañana racistas, homófobas, supremacistas, e incluso defensoras de una cultura de la violación, y ahora, empujadas por sus instintos más irracionales, apoyan a partidos neofascistas que ponen en riesgo la pervivencia de los “grandes valores europeos” y amenazan con devolvernos a una Europa previa a 1945.

Si bien es cierto que las extremas-derechas presentan características que podríamos definir como fascistas (aunque por motivos diferentes a los publicitados por las izquierdas) no tiene base alguna argumentar que la mayor parte de la gente las vota por su ideología reaccionaria. Es muy posible que esté sucediendo exactamente lo contrario, y que cada vez más ciudadanos depositen en la extrema derecha toda la dosis de escepticismo que supone un voto, por ser esta la única opción que, disfrazándose de conservadora, mantiene a nivel retórico una agenda republicana de mínimos.

Cierto que se trata de un republicanismo grotesco, pues si la extrema derecha de Trump, Meloni u Orban tiene éxito es porque mantiene vivo el espíritu (que no la forma, excepto en casos como el polaco) de la exigua política social que definía al fascismo clásico, pero haciéndola pasar por una política económicamente progresista en el justo momento en que la izquierda ha renunciado a las políticas de redistribución de la riqueza que siempre la caracterizaron y las ha sustituido por leyes de pobres que cronifican la desigualdad (renta mínima, bono único de 200 euros, etcétera). En esta farsa ideológica en la que los papeles parecen invertirse, no es de extrañar que sea la extrema derecha -no ya la derecha liberal- la que diga querer defender las libertades básicas e inalienables de todo individuo, para combatir así el aluvión de políticas punitivistas defendidas por las izquierdas en su nuevo papel de vanguardia revolucionaria (política identitaria de por medio) del capitalismo. Este republicanismo de extrema derecha es trágico porque, presentándose como el único posible, invisibiliza cualquier alternativa a nuestro inquietante presente y convierte lo que antes era reaccionario en una falsa señal de progreso.

Estamos, pues, confinados en una enorme jaula fascista que las estructuras de gobernanza mundial han ido construyendo para impulsar el tránsito de una sociedad neoliberal con apariencia democrática a una sociedad tecnocrática abiertamente autoritaria. En este escenario corremos el riesgo de creer que para huir del fascismo de vanguardia que las izquierdas defienden, debemos atender a los cantos de sirena del fascismo clásico que promueven los viejos carceleros de las derechas extremas. Pero no debemos engañarnos. En ambos casos se destierra al ámbito de lo inimaginable lo único que nos puede salvar, la soberanía popular, que se sustituye por parte de la izquierda por una concepción de la soberanía antidemocrática y estamental, llamada soberanía global o cogobernanza, y por parte de las extremas derechas por una perversa versión de la soberanía nacional.

En medio de esta lucha de modelos fascistas es de justicia reconocer que el fascismo de vanguardia de las izquierdas, enfrentadas a muerte con la mayoría social a la que debieran representar, supone hoy en día el auténtico peligro social, al apostar por la creación de un hombre nuevo que rompa por completo con el pasado y obedezca a los anhelos de una tecnocracia global posthumana que, no solo anula toda división de poderes, sino que nos lleva, en nuestro contexto de capitalismo verde y digitalización forzada, a una sociedad estamental.

La izquierda hobbessiana

Nos encontramos ante una mutación en toda regla en el genoma de la izquierda, que ha pasado de desconfiar de la naturaleza del poder a sospechar de la naturaleza humana y a considerar que es el poder (principalmente el poder económico de las grandes estructuras de gobernanza mundial) el que tiene que corregir a todos y cada uno de los ciudadanos (sobre todo si son de clase baja, pues serán machistas, homófobos, enemigos del planeta) y disciplinarlos hasta hacer coincidir sus comportamientos con los inalcanzables (e inhumanos, en tanto que asociales) ideales promovidos por la política identitaria y por la ideología posthumana.

Las nuevas izquierdas hobbesianas no solo blanquean este régimen, sino que son la avanzadilla del mismo

Esta izquierda hobbesiana, que hace apología por unos derechos formales que siempre han sido territorio del capitalismo y de su hipócrita defensa de la libertad individual (de ahí las monstruosidades contractuales de la política identitaria), sustituye las medidas de redistribución de la riqueza propias de las izquierdas históricas por todo un abanico de nuevos “delitos” (contra el prójimo, contra el planeta, contra los animales) que consideran al ciudadano común, por el mero hecho de existir y poseer una vida humana, como un delincuente al que es necesario someter a un régimen de continua imputación que acaba con sus derechos básicos. En este nuevo mundo orwelliano en el que hasta el habeas corpus parece peligrar, todo mecanismo social –familiar, de pareja, vecinal, etcétera- de solución de conflictos es presentado como señal de un arcaico pasado humano que hay que abandonar para entregar, tanto la autonomía personal como la soberanía popular, a un estado global que la gestione.

Estas políticas pseudo-éticas están normalizando la implantación de grandes reformas de carácter autoritario como el Digital Service Act (ya en vigor en la UE) o el proyecto del Human Rights Act Reform del Parlamento Británico, que defienden la supresión de derechos básicos en nombre de un inefable bien público que, como en todo régimen fascista, será determinado por una élite tecnócrata o, incluso, por grandes corporaciones digitales. Las nuevas izquierdas hobbesianas no solo blanquean este régimen, sino que son la avanzadilla del mismo, como demuestran las políticas impulsadas por socialistas neoliberales como Jacinda Ardern, quien ha aprobado la prohibición total de fumar bajo pena de casi 100.000 euros en Nueva Zelanda.

En este sentido, periodistas como Whitney Webb, Branko Marketic o Glenn Greenwald llevan tiempo alertando de que los EEUU han ya sustituido su genocida guerra global contra el terrorismo islámico por una guerra interna contra los ciudadanos que cuestionen las decisiones gubernamentales o el nuevo orden mundial, quienes son tachados de fascistas o supremacistas. Según este relato inquisitorial que la izquierda española está aceptando colonialmente como propio, no solo son peligrosos agentes de la extrema derecha todos aquellos que reclamen sus derechos (como por ejemplo los camioneros que convocaron en marzo de 2022 una huelga de transportes) sino que cualquier persona -tu pareja, tus hijos, tu vecino, tus padres- es sospechosa de formar parte de una peligrosa quinta columna de neofascistas.

Si, pese a las múltiples evidencias, alguien piensa que exagero, basta con leer la reacción del gurú neo-izquierdista Gerardo Tecé a la victoria electoral de Giorgia Meloni en la revista Ctxt: “Meloni es tu familiar que por WhatssApp envía chistes racistas sin que nadie le llame la atención por no generar un conflicto (…), es el compañero de trabajo que opina en el desayuno que la mujer está yendo demasiado lejos en el asunto de la igualdad (…), es el alumno que puede reventar la clase, insultar al profesor y acosar a sus compañeros sabiendo que la ley le protege, que nadie puede ponerle una mano encima.” En una retórica indudablemente fascista, Tecé no solo convierte en sujeto execrable a cualquier persona próxima a nosotros, sino que miente a sabiendas al decir que no hay protocolos y leyes que protejan a las víctimas de acoso escolar, para así reclamar la necesidad de tomarse la justicia por la mano y partirle la cara al adolescente problemático que, no solo pasa a ser un fascista, sino que encarna a todos los fascistas (cualquiera que disienta) a los que ahora sería necesario y legítimo darles una paliza.

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