Cultura

Jorge Freire: "Me asquea el culto a los libros"

El filósofo publica 'Hazte quien eres', que define como "un código de costumbres virtuosas para conducirnos en la época del narcisismo identitario"

Javier Gomá lo considera "el más joven de nuestros clásicos2 y El Cultural se refiere a él como uno de los diez filósofos "cuyas reflexiones marcarán el pensamiento y los debates de las próximas décadas". Se cumpla o no el vaticinio de nuestros colegas, que ojalá sí porque bien nos iría, hay algo que uno puede afirmar sin temor a equivocarse: Jorge Freire es uno de los grandes pensadores contemporáneos. Cuanto escribe en sus artículos y en sus libros reúne el esplendor de la forma ―cuida el estilo como si su quehacer fuera más literario que filosófico― y la densidad de un fondo exento de tópicos y pletórico de verdades a las que nosotros, sus contemporáneos, somos de algún modo insensibles. Vozpópuli conversa con él a propósito de la publicación de su nuevo libro, Hazte quien eres, "un código de costumbres virtuosas para conducirnos en la época del narcisismo identitario".

Pregunta. ¿Por qué este libro? ¿Por qué Hazte quien eres?

Respuesta. Porque percibo un mal entre mis coetáneos: que, como no se han hecho a sí mismos, es la vida la que termina haciéndolos. Es simple. Si tú no te haces, la vida te hace. El otro día, viendo un vídeo en el que Jero García ―boxeador reconvertido a "hermano mayor"― reconvenía de malos modos a un chaval, me preguntaba: "¿Por qué no nos enseñan en la escuela a controlar nuestros impulsos? ¿Por qué no nos enseñan a dominarnos? ¿Por qué no nos enseñan a limar las aristas de nuestro carácter?". Lo que yo propongo es que la gente emprenda esa dura brega que, en el fondo, es una tarea escultórica. Porque es muy difícil cincelar el carácter, acabar con la materia mostrenca.

P. ¿Para qué hacerlo, si tan difícil es?

R. Es necesario para encontrar tu vocación. Es necesario para encontrar tu lugar en la vida. Es necesario para saber quién eres. Si no cincelas tu carácter, nunca vas a llegar a ser quien eres. 

P. Uno podría pensar que eso que él es no es otra cosa que su identidad, pero usted niega la mayor. ¿Por qué rechaza el concepto de identidad?

R. La identidad, a mi juicio, es un principio lógico, pero nunca un atributo de personas o de comunidades. Las personas están en devenir, se contradicen, nunca son iguales a sí mismas; una persona no precisa de ser igual a sí misma para ser. Recordemos aquel verso celebérrimo: "¿Qué culpa tiene la madera si se despierta convertida en violín?". ¿Qué culpa tengo yo si cuando tenía cinco meses me meaba en la cama? Ya no lo hago. ¿Qué culpa tengo por haber cambiado de opiniones? Sigo siendo yo, aunque haya cambiado todo en mí. Esto por un lado. 

P. ¿Y por el otro?

R. Que el identitarismo es una variante del narcisismo. Participa de esa mentalidad individualista según la cual te bastas y te sobras, según la cual eres por ti, según la cual a nadie le debes nada, según la cual eres el único artífice de tu ventura, según la cual te has hecho a ti mismo como el Adán renacentista, como el Adán de Pico della Mirandola. Cada uno es artista y artífice de sí mismo. Pues eso. Una gilipollez. 

El identitarismo es una variante del narcisismo. Participa de esa mentalidad individualista según la cual te bastas y te sobras

P. Ha afirmado que somos devenir. Pero ¿no debe haber acaso algo que permanezca? ¿Ese algo no es la identidad?

R. Yo creo que es el carácter. Éste nunca cambia. Lo que nosotros podemos matizar es el temperamento, aquellas aristas del carácter que con el tiempo podemos ir limando. Si uno lee una redacción que escribió en el colegio con trece años, se dará cuenta de que en lo sustancial piensa lo mismo. Hay cosas de las que no tenía ni puñetera idea y ahora sí, opiniones que antes defendía y ahora no, pero el carácter no cambia. Yo, con Heráclito, digo que el carácter es el destino. Aunque podamos modificarlo mínimamente, es igual de la cuna a la tumba. 

P. ¿Nuestro carácter marca nuestra vocación? ¿Ésta se descubre más que se construye? ¿Podemos elegirla o se nos impone?

R. La vocación, como tantas otras cosas, no se descubre ―porque se descubre  y no se construye― mientras no se emprenda ese camino tan arduo que es el autoconocimiento.

P. ¿Por qué es arduo?

R. Porque mirarse al espejo es difícil. Siempre hay zonas sombrías que soslayamos o que preferiríamos soslayar. Recuerdo ahora la pregunta de Nietzsche: "¿Cuánta verdad puede soportar el espíritu humano?". Pues muy poquita. Hay cosas de mí prefiero obviar, otras que idealizo, otras que embellezco. 

P. ¿Entonces?

R. Que, si tú no te conoces a ti mismo, no vas a saber cuál es el sentido de tu vida, cuál es tu lugar en el mundo, para qué has nacido. Eso es la vocación. ¿Qué estamos llamados a hacer con nuestra vida? 

P. Hay ocasiones en que la vocación no se corresponde con el oficio.

R. Es muy difícil responder a la llamada en un país en el que el paro juvenil está desatado. Uno puede concluir que su oficio no se corresponde con su vocación. Puede suceder, claro, pero por lo menos uno escucha esa llamada. Hete aquí algo que mucha gente no está haciendo. Ya no se trata de realizar la propia vocación, sino de tener éxito. 

P. ¿En qué sentido?

R. Muchas veces acabamos siendo presas ―sobre todo ahora, que importamos toda la chatarrita averiada de ultramar― de la epidemia de perfeccionismo sobre la que han escrito Haidt y otros autores estadounidenses. Uno se encuentra con padres que quieren hijos perfectos, hijos hechos a su medida. Padres que, alentados por ese deseo, hacen los deberes con ellos para que sean los mejores en clase, accedan a no sé qué universidad de élite y demás gilipolleces. Lo que sucede al final es que proyectan sobre los hijos una serie de expectativas que, como una carga onerosa, los acaba hundiendo. Pero ocurre algo más perverso. 

P. ¿Qué?

R. A lo mejor uno descubre su vocación y hay quien se aprovecha de ello. Alguien que le diga: "Como esto te hace feliz, y es tu vocación, y lo harías gratuitamente… ¡Pues lo harás gratuitamente! Y cobrarás en repercusión y en prestigio". El explotador ya no es un patrón con monóculo, sino un tipo muy enrollado que se las da de coleguita. 

P. ¿Se ha difuminado la frontera entre ocio y negocio?

R. Recordemos que negocio deriva de neg-otium ,"no-ocio". Respondiendo a la pregunta, creo que sí, y que eso ha provocado que todo sea negocio. Tendíamos a rechazar la visión fordista o taylorista: eso de entrar por la mañana y fichar, salir a las cinco de la tarde y volver a fichar e irte a tu casa era un atavismo que debía superarse. Bien. ¿Qué ha supuesto superarlo? Que el negocio ha colonizado todos los ámbitos de nuestra vida. Ha supuesto que a las once de la noche andemos recibiendo llamadas y a las dos de la mañana contestando emails. El ocio ha degenerado en parte del negocio. 

El negocio ha colonizado todos los ámbitos de nuestra vida. Ha supuesto que a las once de la noche andemos recibiendo llamadas y a las dos de la mañana contestando emails.

P: En ese momento en el que recuperamos fuerzas para regresar al negocio. 

R: Y en el que seguimos pensando en el negocio. 

P: Porque cuando hablamos de desconectar en verano, o de recargar las pilas, asumimos tácitamente que el negocio es el centro de todo y que el ocio está a su servicio. 

R: Bueno, esto podemos relacionarlo con el principio evangélico de que no está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre. Ahora es al revés. Efectivamente. 

P: Volviendo a la cuestión del autoconocimiento, ¿constituyen las redes un óbice para él?

R: Creo que estamos muy obsesionados con la imagen que proyectamos de nosotros mismos ante los demás, lo cual tiene más que ver con la identidad que con el carácter. Ilustrémoslo con un ejemplo. Las nuevas generaciones de adolescentes son reacias a hablar por teléfono, a recibir llamadas. Hay quien dice que esto se debe a que están acostumbrados a procesar y a filtrar todo lo que envían. Me explico: toda foto que suben debe tener ochocientos mil filtros para que pegue el cantazo, todo mensaje está mil veces meditado, toda nota de voz concienzudamente editada. A los adolescentes no les apetece hablar por teléfono porque es una forma de comunicación directa, espontánea, natural. Vivimos obsesionados con la propia imagen y, en gran medida, es responsabilidad de las redes sociales. 

P: ¿Este desvelo por la propia imagen homogeniza? De algún modo, todos los adolescentes se afanan en imitar los mismos modelos. 

R: Se da esta paradoja. Nunca ha habido una época tan obsesionada por la diversidad que fuera tan homogénea como la nuestra. Lévi-Strauss hablaba hace seis décadas de una la producción de una civilización en masa, manufacturada. Ese proceso culmina en nuestro tiempo. Vas a cualquier país y te encuentras con las mismas opciones culturales, las mismas posturas morales, y ¡hasta las mismas caras! La gente es igual. Yo digo entre bromas y veras que el españolito medio ya no es Alfredo Landa, sino Rafa Mora, el tronista de «Mujeres, Hombres y Viceversa». ¿Cuál es el nuevo canon de belleza? Lo turbonormal: las pestañas magnéticas, el pelo turco, el cutis de bebé, el culo de Kim Kardashian. Los chicos se obsesionan con alcanzar un ideal que es inalcanzable. 

Nunca ha habido una época tan obsesionada por la diversidad que fuera tan homogénea como la nuestra

P: Dice en el libro: "Huye de lo turbonormal y busca la belleza".

R: Creo que hemos de refinar nuestro gusto. Los ilustrados insistían en esa necesidad. Ortega, por su parte, señalaba: "Dime cómo te diviertes y te diré quién eres". ¿De qué sirve que a los chavales les expliquemos trigonometría, química inorgánica y no sé cuántas cosas más si luego dedican sus tardes a ver, escuchar y comer mierda? ¿De qué sirve estudiar grandes cuestiones por obligación si luego nos consagramos a la cuestionable tarea de idiotizarnos en nuestros ratos libres so pretexto de no darle muchas vueltas a la cabeza? "Es que no quiero darle vueltas a la cabeza" se dice frecuentemente. ¡Yo tampoco quiero dárselas!

P: Hay que darle vueltas a la cabeza, ¿o no?

R: ¡No! Yo creo que tampoco. Ése es un error filosófico. A veces los adolescentes nos acusan a los filósofos de "rayarnos mucho". No debería ser así. Pensar que la verdad se corresponde con la machaconería o la terquedad con que uno acomete una investigación es un error. En realidad, en la profundidad sólo está el barro. Muchas veces la verdad se encuentra en un vislumbre; no hace falta reflexionar demasiado. Sin embargo, el extremo opuesto tampoco me convence: idiotizarse para no "darle muchas vueltas a la cabeza" es un dislate. 

 P: Así como darle vueltas a la cabeza no tiene por qué ser bueno en sí mismo, tampoco tiene por qué serlo leer. Señala en el libro que hay analfabetos muy listos y lectores que no lo son tanto.

R: Dos de las personas más sabias que conozco han leído pocos libros en su vida. El culto al libro, eso de convertirlo en un fetiche soteriológico que nos salva si lo compramos y nos hacemos una fotito con él, me parece absolutamente asqueroso. 

P: La idea también asquearía a Platón. 

R: Efectivamente. Erasmo decía algo así como que quien no maltrata un libro no lo lee. ¡No te hagas fotitos con el libro! Subráyalo, arráncalo, quémalo. Discútelo. Y, si lees un clásico, piérdele el respeto. No lo trates con esa unción sacral, por el amor de Dios. 

P: Esa veneración impostada. 

R: Es que me parece un sacrilegio. ¿¡Qué es esto de deificar los libros!? Y, por supuesto, es siempre impostado. Sin duda. 

P: Se obvia, además, el pequeño detalle de que hay libros que merecen ser leídos y libros que, en cambio, no merecen más que ser desechados. 

R: Ya sabe lo que dice en El Quijote el bachiller Sansón Carrasco: "No hay libro malo que no contenga algo bueno". "Seguro que sí, pero ¡léaselo usted!", replico yo. El tiempo es finito. Llevando yo ya cuatrocientas páginas de Los detectives salvajes, sus defensores me decían: "No, pero léelo hasta el final, que merece la pena" "Léetelo tú y vete a tomar por culo", me daban ganas de responder a mí.

P: Dice en el libro ―en otro sentido, claro― que hay tiempo para todo, pero en realidad no es así. El tiempo se nos escapa y no merece la pena perderlo. 

R: Por eso no hay que desconectar en verano; hay que conectarse a las fuentes de corriente alterna que nos suministran corriente continua para el resto del año. ¿Qué entiende por "desconectar"? Hacer zapping en YouTube, curiosear en las redes… Hacer el gilipollas. Lo que tiene que hacer es conectar en el sentido estricto de la palabra, conectarte con aquello que te da energía: leer, dormir, pasear con el perro, comer unos macarrones… Cosas que no puedes hacer a lo largo del año. 

P: Hablando de macarrones… Antes decía, citando a Ortega, que por su modo de divertirse conocemos a la persona. ¿También la conocemos por su modo de comer? En Hazte quien eres reivindica la comida casera, lenta, frente a la comida rápida. 

R: Parece una estupidez, pero eso también dice mucho de una civilización. Me parece especialmente ofensivo el imperialismo de la comida chatarra en el país del jamón, de la tortilla de patata… ¡Joder! Es muy grave que en el país de las ensaimadas todo el mundo desayune los donuts con toppings de diabetes y no sé qué mierdas más. ¡No puede ser! Si me dices que es un país que no tiene una tradición gastronómica como la nuestra, vale, lo acepto. Pero ¿en España? 

P: No se explica. 

R: Me gusta mucho el concepto de «comida chatarra» ―y no comida basura― porque le da ese cariz metálico, plastificado, de algo que no es biodegradable, de algo que no se consume. Debemos reivindicar la comida casera no por cuestiones nacionalistas e identitarias, sino por simple salud. 

P: También se trata de cómo se come lo que se come, ¿no? Porque yo puedo, qué sé yo, encargar algo en McDonald's y sentarme a la mesa con mi novia o hacer eso mismo y comerlo deprisa y corriendo mientras veo un vídeo de YouTube.

R: Naturalmente. Comedere significaba comer acompañado. Hoy comemos solos. Antes se comía en torno a la lumbre, al fuego del hogar, y hoy comemos solos porque nuestros vínculos se han desgajado. Terminamos comiendo mientras vemos un vídeo de YouTube en un rinconcito del McDonald´s. 

P: Ignoramos si se entregan a esta práctica los "expertos", prolijamente criticados en el libro. ¿Qué tiene contra ellos?

R: (Risas) Respondo con una cita de Mill: "Aquél que conoce sólo su parte del asunto conoce poco del asunto". Si uno es un experto, incurre en el mal de la especialización que tanto denunció Ortega. Si sólo sabes de tu parcelita, probablemente olvides la verdad de que el conocimiento rebasa los muros de las disciplinas. La frase "yo de eso no sé; yo sé de lo mío" es un síntoma de estulticia. Bueno, ¿y qué cojones es lo tuyo? "No, es que yo sé mucho de una cosa sobre la que hay bibliografía y…" ¡Que te vayas a tomar por culo! Que me da igual lo tuyo; háblame en general. Eso por un lado.

P: ¿Y por el otro?

R: Que, en la república platónica de los expertos en la que vivimos, éstos se arrogan la potestad de determinar una serie de cuestiones que, en realidad, sólo debería determinar la ciudadanía. Aparece un técnico que, como un arúspice etrusco que escruta las entrañas de las rocas, profetiza: "En las próximas décadas, al calor de la IV revolución industrial, hay trabajos que desaparecerán". Ineluctablemente. "Da igual lo que hagáis, porque están irremisiblemente condenados", viene a sugerir el propio.

P. ¿Dónde está el problema?

R. Bueno, para empezar, ¿quién diablos es él para hablarme de esto? Y, para terminar, que coadyuva a una profecía autocumplida. Al decir que esto va a ser así contribuye a que termine siendo así. Hay cuestiones, como la de los derechos laborales, que sólo dependen de la ciudadanía; ¡nunca de lo que diga un puñetero experto! En fin, todo mi desprecio por todos los de su ralea. 

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