Jorge Freire (Madrid, 1985) es un filósofo tan brillante como atípico. Su expresión está más próxima a la de un camarero, a la de un albañil, a la de un librero que a la jerga casi esotérica de esos académicos que aspiran, quizá con todo el sentido del mundo, a que no los lea nadie. Si algunos de sus colegas parecen proponerse, ejem, instruir torturando, él pretende, con Horacio, algo mucho más noble: «instruir deleitando». La amenidad, opina Freire, debería ser la cortesía del filósofo. En su último ensayo, La banalidad del bien (Páginas de Espuma, 2023), nuestro autor acomete la ingrata tarea de desmentir algunos de los mitos que vertebran esta época: el de los valores, por ejemplo, y el del consenso, también.
Pregunta. ¿Por qué La banalidad del bien? ¿Por qué decide escribir este libro?
Respuesta. Creo que hay que dar una batalla contra un bien que se ha ido trivializando. Ha degenerado
en bienes a granel, en bienes al peso, en bienes manufacturados, en bienes industrializados. Es el momento de empuñar la espada.
P. Eso no quiere decir, no obstante, que su obra sea necesaria.
R. Ya he dicho en alguna ocasión que estoy en contra de semejante petulancia. Ningún libro es necesario; todos somos contingentes. Mi máxima aspiración con La banalidad del bien es cumplir el famoso dictum de Horacio: instruir deleitando. Es decir, que la gente aprenda algo y, además, se lo pase bien. Nada ha hecho más daño que esa concepción de la literatura según la cual el lector tiene que sufrir, pasarlo mal. Hay que escribir con la cortesía de la amenidad, con voluntad de estilo. Y si los lectores aprenden algo, miel sobre hojuelas.
P. Tampoco escribe usted, como tantos otros, porque le embargue la imperiosa necesidad de expresarse.
R. Nunca he entendido a esas personas que necesitan expresarse. Ese prurito de que los demás los conozcan… ¡Yo no quiero que los demás me conozcan! Por eso estoy ausente en mis libros, por eso uso la primera persona lo justo y necesario. Podríamos calar a mucha gente si le dijésemos aquello de Rilke: «Si podéis vivir sin escribir, no escribáis». Si tú puedes vivir sin escribir, mejor no escribas. A lo mejor lo que te gusta es ir a las fiestas, a los
canapés, que te reconozcan por la calle, ligar… En fin, si es esto último, mejor vete al gimnasio, consigue un six pack y déjate de libritos. Ahora bien, debo hacer una precisión…
P. Adelante.
R. Los que escribimos mostramos una parte de nosotros inaccesible en otros contextos. Al escritor sólo lo conocen de verdad sus lectores. Porque muchas veces lo que decimos para hacernos los graciosos o para llenar el silencio después de tres copas, a las dos de la mañana, no es lo que realmente pensamos. Y, por el contrario, lo que hemos rehusado y matizado durante meses en un libro sí se acerca más a la verdad. Me gustan mucho estos versos de Bergamín: «Amigo que no me lee / amigo que no es amigo / porque yo no estoy en mí / salvo en aquello que escribo». Es verdad. Nosotros sólo somos nosotros verdaderamente en aquello que escribimos.
P. Dice que el primer propósito de La banalidad del bien radica en denunciar la sofisticación de la moral. Acaso esto requiera explicación; habrá quien se pregunte qué hay de malo en tal cosa.
R. Hay que volver al concepto de sofisticación como sofistiqués, es decir, como «sofistería», esto es, como la pretensión de hacer pasar una cosa por otra. Como la pretensión de hacer pasar lo exhibicionista por bueno, lo aparente por noble. Eso es una sofisticación. Es curioso: en inglés, todavía existe el concepto de sophisticated, que alude al libro trucado, al libro que tiene páginas de otro libro. Volvemos a lo mismo: algo que quiere pasar por una cosa que no es.
P. ¿Qué tiene eso que ver con nuestro tiempo?
R. En el fondo, mucho. En cuántas ocasiones se impone la palabrería a los actos. Cuántas veces queremos hacernos pasar por algo que no somos. La banalidad del bien no sería posible sin la sofisticación, es decir, sin la perversión del lenguaje. Si las palabras no se hubieran ido desdibujando con el tiempo, si no hubieran sufrido una cierta inflación, la moral no se habría devaluado tanto. Toda perversión moral deriva de una perversión del lenguaje.
P. Lamenta la sustitución del término «virtudes» por el de «valores».
R. Yo no afirmo que los valores sean malos; me limito a negar su existencia. Pese a lo que dice su nombre, no valen nada. Los valores son, en el mejor de los casos, valores especulativos. Lo digo en un doble sentido: especulativos en el sentido de abstractos, pero, sobre todo, en el sentido de especulación, es decir, de inversión, de búsqueda del rendimiento, del beneficio.
P. Es una palabra, «valores», que el F.C. Barcelona utiliza a menudo.
R. Ahí empezó su declive, cuando asumieron la retórica de los valors. ¡Qué descaro! Aun patrocinándote una petromonarquía que asesina a periodistas y cuelga de grúas a disidentes, tienes el cuajo de presumir de unos valors que, evidentemente, no te obligan a nada. Los principios, en cambio, sí obligan. Siempre. Te obligan a una conducta intachable, te obligan a renunciar a ciertas cosas, te obligan a dar ejemplo. Los ideales, a su vez, te fuerzan a moverte hacia un destino que nunca vas a alcanzar, cierto, pero al que te conviene acercarte al máximo.
P: ¿Tienen que ver los valores con una ética exhibicionista?
R. Son puro exhibicionismo. Y, además, son estrictamente mercuriales: te impelen a ser fluctuante, dúctil, a no tener ataduras, a dejarte arrastrar por la corriente… En cambio, la virtud te invita a la costumbre. Que, además, está relacionada con algo que hemos olvidado: la educación sentimental. Los sentimientos siempre pueden educarse. En muchas ocasiones, cuando hablamos de la ética, lo hacemos desde una perspectiva estrictamente mental o analítica que, por desgracia, no se ajusta a la realidad. El hombre no es exclusivamente analítico; casi todas nuestras acciones surgen de un sentimiento. El filósofo David Cerdá dice que necesitamos corazones bien educados.
P. ¡Kant no la aceptaría!
R. La ética kantiana nos obliga a renunciar a nuestra dimensión sentimental para que tomemos decisiones estrictamente racionales. ¡Qué imbecilidad! He ahí un pietismo filosófico que nos conduce a callejones sin salida. Nuestro cometido es, en cambio, edificar una moral razonable sobre sentimientos educados.
P. Con tanto énfasis en los sentimientos, alguien podría acusarle de emotivista.
R. Es muy importante distinguir entre emoción y sentimiento. Una emoción es una reacción casi fisiológica, la que tenemos, por ejemplo, cuando nos dan un susto. Un sentimiento, al contrario, se forja en el tiempo, está arraigado en nuestro corazón y, por tanto, puede educarse. A todos cuantos critican ―con brocha muy gorda― el sentimentalismo los invitaría a hacer una prueba: que se arrimen a un amigo merengón e intenten sobornarlo con una jugosa cantidad de dinero y una invitación para el palco del Camp Nou. Nos imaginamos su respuesta, ¿verdad? Pues eso. Hay pocas cosas peores que reírse de los sentimientos ajenos.
P. Más que en una época sentimentalista, vivimos entonces en una emotivista.
R. Efectivamente. Creemos que, cuanto más sentimos, mejores personas somos. Dickens hablaba de la filantropía telescópica, un concepto muy parecido al de empatía: yo soy mejor persona que tú porque tengo una sensibilidad a flor de piel y experimento una picazón moral por el destino de gentes recónditas. Pues no, ¡en absoluto! Por mucho que tú sientas intensamente la suerte de las afganas bajo el régimen talibán y firmes un manifiesto o te conduelas en redes, no eres mejor que yo. Probablemente peor, por eso de la impostura.
P. ¿De qué sirven esas condolencias si luego uno se despreocupa de la suerte de los más cercanos?
R. Hay que reconocer, con Hume, que la empatía funciona como un círculo, como un radio que se va ampliando. No nos puede importar lo mismo lo que le sucede al panadero de enfrente que lo que le sucede al de una ciudad lejana. Quien dice lo contrario, miente.
P. A la empatía le opone la compasión y al amor a la humanidad le opone el amor al prójimo.
R. Por supuesto. El problema es que, para que exista amor al prójimo, antes tiene que haber prójimo. Cuando cunde la anomia, cuando aumenta la soledad, eso de la projimidad parece cada vez más cuestionable. Hoy vamos al supermercado y ya no nos atiende una cajera, sino un encargado que nos dirige, casi empuja, a una caja de autocobro.
P. Un encargado que cava su propia tumba, podríamos añadir.
R. Sí. Porque se nos dice que es para quitarles trabajo a los empleados, pero ésa es una información harta discutible que, con el tiempo, podremos contrastar. Si no existe el prójimo, si no hay un tendero con el que discutir o comentar el partido de ayer, difícilmente podemos amarlo.
El chapuzas me gusta porque nos recuerda la base artesanal de nuestro trabajo. Es el antagonista del máquina, que todo lo hace como un robot.
P. Asegura en el libro que ya no basta el comercio local o de proximidad. Ahora hay que exigir un comercio personal, uno en el que haya un «tú» con el que podamos encontrarnos, aunque terminemos odiándolo.
R. Eso, eso. Aunque te escupa en el plato y tú termines mentándole a la madre. Conviene recordar que no somos islas y que crecemos en comunidad.
P. Decíamos al inicio de la entrevista que el primer propósito de La banalidad del bien estriba en denunciar la sofisticación de la moral. El segundo también lo indica en el exordio: refutar la utópica pretensión contemporánea de abolir el conflicto.
Se trata del mito en el que nuestra generación ha echado los dientes. Se funda en la idea de que el conflicto se ha superado, de que podemos vivir todos cogidos de la mano alrededor del fuego y de que el disenso, la fragmentación y la discrepancia son cosas malas que deben superarse. ¡Es profundamente antidemocrático! Me hace gracia que los columnistas lamenten la desunión reinante en el Parlamento. ¡Es como lamentar la misma política!
Cuando Max Weber habla de la lucha de dioses, se refiere a que hay una serie de valores en liza cuya desaparición no conviene a nadie. La alternativa a la discrepancia son los «cuarenta años de paz». Te cargas a tus enemigos y, entonces, efectivamente, hay un consenso.
P. Le disgusta ese término, «consenso».
R. No hay mayor chantaje. El consenso viene a sugerir que hay ideas que deben mantenerse intocadas, que no pueden someterse a discusión, que son, en definitiva, sagradas. Más que el espíritu del consenso, que es antidemocrático, conviene reivindicar el espíritu de la concordia, que consist la voluntad de reencontrarnos tras una desavenencia.
P.Da la impresión de que tras esta pretensión utópica subyace un olvido del pecado original y de la consecuente condición dramática de la realidad.
R.Es paradójico. Por un lado, nuestra cultura ha olvidado el pecado y, por otro, está obsesionada con el pecador. Átame esa mosca por el rabo. Un político, un periodista, es rehén de las tonterías que escribió en Twitter hace años porque no hay posibilidad de perdón. He ahí, creo, la base de la trivialización de nuestra vida pública. También están aquéllos que, como los miembros de Podemos, son pelagianos consigo mismos ―porque se consideran inmaculados, exentos de pecado original― y agustinianos con los demás ―porque los consideran pecadores―.
P. También habla en el libro de la generalización de la culpa.
Esto es muy interesante. Se diluye la culpa en una especie de mancha grupal. Nadie tiene culpa de nada porque todas las culpas son de todos. La lógica es la siguiente: tú no tienes la culpa de excarcelar a cientos de violadores porque, al fin y al cabo, todo varón occidental es un violador. Cuando todos somos culpables, nadie es culpable. Y, por supuesto, cuando nadie es culpable, nadie puede ser perdonado.
P. Además del consenso, denuncia la tecnocracia.
R. Me inquieta el retorno de esa idea gerencial según la cual uno debe despreocuparse de la política y permitir que se ocupe de ella un comité de expertos. La tecnocracia es el trabajo de zapa de la antipolítica. No se me ocurre nada más antidemocrático. Hay cuestiones de las que sólo puede encargarse la ciudadanía. De hecho, si nos damos cuenta, es la reversión de la esencia ilustrada.
P. ¿No es su consecuencia lógica?
No lo creo. La Ilustración está convencida de la naturaleza liberadora, emancipatoria del saber. Sin embargo, ahora lo que se nos dice es que los saberes son tan complejos que sólo los especialistas pueden ocuparse de ellos. Bien. Pues yo me niego a que cuestiones como el mercado laboral sean regalía exclusiva de los técnicos. También a que aparezca un chuflas en la tele para decirnos, coadyuvando una profecía autocumplida, que habrá una serie de trabajos que desaparecerán inevitablemente al calor de la cuarta revolución industrial. Todo
esto, en realidad, se apoya en un mito más confusionario que luminoso…
P. ¿Cuál?
R. El de la eficacia gerencial, es decir, que si lo dejamos todo en manos de expertos, las cosas van a ir mejor. Realmente, quien ha estado cerca del poder suele confesarte lo contrario: que las cosas salen adelante a despecho de la acción de las personas. Es inexplicable, por ejemplo, que España no haya implosionado todavía.
P. Quizá se deba a la pervivencia del chapuzas.
R. El chapuzas me gusta porque nos recuerda la base artesanal de nuestro trabajo. Es el antagonista del máquina, que todo lo hace como un robot.
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