Algo en José Luis Moraza (Vitoria, 1960) invita a la desconfianza. Acaso porque una de sus comisuras delata un rictus irónico, de cierta jactancia; eso que traviste una sonrisa en una sonrisita. Sin embargo, la potencia de su obra corrige cualquier mueca, porque se alza con fuerza y sin esquirlas. Redonda e hiriente como un balazo con puntería. El trabajo de Moraza es escultórico aunque coincide con la instalación, el performance y el arte conceptual. Irónico; crítico pero no panfletario; mordaz pero no procaz. Un trabajo que reniega de la obviedad, que teje discurso por sí mismo y en sí mismo. Ahí donde la mayoría haría un manifiesto, él construye una enorme metáfora que aguijonea en el momento, pero todavía más al día siguiente. Eso es lo que presenta el artista vasco en el Museo de Arte Contemporáneo Gas Natural de Coruña, donde se exhibe, hasta marzo de 2017, Trabajo absoluto, una exposición que reúne una amplia selección de obras, tanto de series anteriores como de nueva creación, realizadas específicamente para esta muestra
La trayectoria artística de José Luis Moraza se ha desarrollado especialmente en el campo de la escultura, concebida como un campo abierto de posibilidades capaces de integrar pinturas, objetos, instalaciones y creación audiovisual en diferentes formatos, técnicas y contextos. Sin embargo hay algo más, un mensaje que se resitúa y se amplifica con el paso del tiempo. Eso es lo que propone el concepto de Trabajo Absoluto, esa idea según la cual la noción de producción se aplica indistintamente a cualquier aspecto de nuestra existencia: "Trabajamos las emociones, trabajamos nuestro cuerpo, trabajamos nuestras relaciones, nuestra imagen e incluso nuestro descanso, convirtiendo la laboriosidad natural en una capitalización instrumental y acelerada de la experiencia".
En Trabajo Absoluto, Moraza “desconfía del papel que la sociedad atribuye a sus individuos”, obligándolos a ser productivos incluso “hasta en el descanso”. La crítica se dirige a la obligatoriedad de competir en un mercado donde cualquier experiencia es plenamente “cotizable”, siendo considerada una forma de pereza si no contribuye a la riqueza. Un año donde los 365 días son primero de mayo; la confusión entre el oficio y la herramienta, aquello que aliena y desconoce en la repetición: brocas de taladro convertidas en bustos de mármol; cascos de fábrica resituados como coronas; un martillo cuyo mazo es un corazón o un hígado… Hay poesía y mala baba. Todo eso es lo que plantea esta exposición.
La muestra está organizada siete secciones, siete puntos de vista que interpelan a la sociedad actual: Tug of Work, una cuerda destinada a hacer pulso, a competir, y que resignifica exhibida como un mecate deshilachado, un delta de fibras abiertas, la sumatoria analítica del todo y las partes; Erosis, el desgaste como testimonio del oficio desempeñado –ese bosque de tizas; el carboncillo consumido-; Calendario de fiestas laborales, un año entero convertido en un festivo que no es tal y que introduce frases de almanaque travestidas en poemas intervenidos, frases de Goya o versos de Baudelaire; República, una sección que transforma una un ensamblaje de cajas transparentes como cajas chinas –la plusvalía del trabajo, invisible, desangrándose en los impuesto- o una urna de mármol en la que el voto parece una bala fallida; Software, el espíritu que anima a las herramientas de trabajo -un corazón convertido en mazo del martillo, dos tornillos que se besan, inmunes a su inanimada naturaleza-; Anormatividad, una reflexión sobre la flexibilización de la regla en una sociedad y La fiesta como oficio, acaso la que posee obras más antiguas, una tragaperras fenomenológica que juega al cadáver exquisito, la parodia y la resignificación como propuesta.
La muestra reúne el espíritu de República, la individual que Moraza tuvo hace dos años en el museo Reina Sofía. Trabajo absoluto, aunque apunta los modos discursivos de una retrospectiva, no es tal cosa. Se trata más bien de un ejercicio de recolocación, de confrontación entre el discurso de Moraza y la realidad donde esas ideas se amplifican y redirigen. Una línea atraviesa la exposición: la guerra equiparada con el trabajo; el oficio como una batalla continua donde los individuos son, al mismo tiempo, parte y pelotón, cuerda y fibra, día de asueto y año esclavo, oficio y oficiante. El peso demoledor de todo cuanto es sensible de ser cuantificado. Es ese el lugar donde Moraza hinca el diente. Por eso, si el sistema contemporáneo arrebata libertad, él se desquita. Saquea a conciencia y con enjundia. Convierte la obra en la punta de una lanza que apunta con su filo a la víctima y victimario, esa síntesis de quienes producen… valor.
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