Año 1925, Manuel Chaves Nogales no ha publicado aún La vuelta a Europa en avión ni Lo que ha quedado del imperio de los zares. Lenin ha muerto. Stalin y Trotski luchan por el poder del partido, pero quedan aún muchos años antes de que Ramón Merceder hunda el piolet en el cráneo del fundador de la Cuarta Internacional. Año 1925. Josep Pla tiene apenas veintiocho años, pero ya ha viajado por toda Europa. Aterriza en Moscú con una mirada limpia, aunque no por ello desinformada. ¿Qué lo llevó hasta ahí? El periodismo. Tenía una misión: dar cuenta de aquel fenómeno, saciar el interés que despertaba en el continente aquel engranaje político en construcción que suponía Rusia. La revolución había barrido con un orden completo e implantaba otro. A eso fue Pla a Rusia, a constatar la verdadera naturaleza de lo que ahí ocurría. El resultado de ese viaje fue un conjunto de textos, hasta ahora inéditos en castellano, que el sello Destino publica con el título Viaje a Rusia en 1925, un volumen traducido y prologado por Marta Rebón, una destacada traductora del ruso al castellano y catalán, entre cuya obra cabe destacar Vida y destino, de Vasili Grossman, Confesión de Lev Tolstói (Acantilado) o Envidia de Yuri Olesha (Acantilado).
"Cuando fui a Rusia, sabía de aquel país aproximadamente lo que sabe todo el mundo: prácticamente nada. De la revolución y de los años posteriores, sabía lo que habían dicho los diarios que había leído”, escribe Pla en un prólogo que escribió años después, en 1967, para la reedición de este libro. En aquel entonces, año 1925, el contexto histórico había cambiado desde los hechos de febrero y octubre de 1917. La Primera Guerra Mundial ha dejado a su paso fracturas en Europa, mientras que en España Primo de Rivera ha impuesto una dictadura, al mismo tiempo que un fervor revolucionario crepita, aunque la gente no tenga muy claro exactamente qué ocurre un Rusia. Josep Pla viene de sus años de corresponsal en París, entonces un hervidero de exilados rusos, príncipes, funcionarios, escritores.
“Cuando fui a Rusia, sabía de aquel país aproximadamente lo que sabe todo el mundo: prácticamente nada"
En las páginas de Viaje a Rusia en 1925, el lector encontrará a un Pla eléctrico. Tiene una encomienda muy clara: escribir para La Publicitat textos informativos, piezas que vuelquen con todo detalle la labor de reporterismo. Los lectores deben hacerse una idea de qué estaba ocurriendo allí. “Cuente lo que vea, me dijo el director”, explica Pla. En julio de ese año, la dirección del periódico entró en contacto con Andreu Nin, un sindicalista que aún mantenía relación con el Ateneo de Barcelona. Querían saber qué había que hacer y con qué presupuesto debía contar la persona encargada de ir a Rusia. Aunque Pla en un comienzo se negó –decía no sentirse capacitado, no poseer visa-, aterrizó en el hotel Lux de la Terskaia, el lugar donde vivía, junto a su familia, este político y sindicalista catalán que lo acogió en Moscú, y que años más tarde moriría trágicamente en manos estalinistas por su adscripción trotskista. A él dedica un perfil, incluido también en estas páginas.
"En el momento de ordenar las notas para la edición del libro, mis escrúpulos se han centuplicado. Aun así, sigo adelante. Tengo mis razones"
A este libro lo recorre una mirada acuciosa. Crónicas que se recrean en el detalle. Todo importa, desde el cadáver del líder bolchevique en la plaza Roja hasta la forma de los moscovitas de rasurarse la barba. "Entonces, Lenin ya estaba muerto. Su cuerpo yacía en el cenotafio –de madera- que se había construido en la plaza Roja, cerca de la puerta abierta de la muralla del Kremlin. Antes del atentado del que fue objeto, Lenin mandó instaurar la Nueva Política Económica –que parecía un aflojamiento del rigor y del racionalismo de la miseria-”. Continúa Pla en su narración detallada, que no recitativa ni ramplona, porque todo cuanto mira parece recubrirlo él con una fina película de escepticismo. Los detalles le permiten ser descreído y propiciar la paradoja –por ejemplo, el despacho sindical instalado en un antiguo edificio de una residencia de señoritas nobles -. El reporterismo lo aleja de cualquier exaltación. Está tan ocupado en acercarse lo más posible a lo que ve, que desecha cualquier lirismo.
"En Moscú iba a menudo al despacho que Andreu Nin tenía en el Profintern (Internacional Sindical Roja). Este organismo estaba instalado en un edificio muy grande, de estilo neoclásico, de color blanco, que había sido una residencia para señoritas de la nobleza. Había muchos empleados y todos iban vestidos del mismo modo: botas altas hasta la rodilla, pantalones abombados y una blusa de cuello cerrado encima de los pantalones y un cinturón de cuero. No se cubrían la cabeza. Se afeitaban la cara y llevaban el pero cortado al cero. (Entonces la admiración que había entre los comunistas por las maneras alemanas era muy visible y a veces sospeché si una de las primeras finalidades del partido no era dar a los rusos una disciplina en las cosas de la vida: la puntualidad, hablar poco y bajo, nada de hirsutismo, higiene, ningún síntoma de pintoresquismo, trabajo, eficacia, etc.)”.
"Los periodistas llevamos una vida desnuda y vivimos dentro de una reja, un entretejido muy amplio. ¿Se nos permitirá pedir un poco de respeto para nuestras ideas y nuestros sueños"
Él mismo lo explica así: "Las personas que leyeron los artículos o que leerán este libro verán que durante mi trabajo tuve muchos escrúpulos. La tarea era desproporcionada para mis exiguas fuerzas y escaso utillaje. En el momento de ordenar las notas para la edición del libro, mis escrúpulos se han centuplicado. Aun así, sigo adelante. Tengo mis razones (…) Mi opinión, pues, es que uno puede disponerse a comprender un poco la URSS con un criterio totalmente independiente de cualquier proselitismo transportable. No sé a santo de qué se puede hablar de Inglaterra, de Francia, o de Alemania sin proselitismo –con un puro deseo de comprensión y de información- y no se puede hablar de Rusia del mismo modo”.
En estas páginas refulge un periodismo aquilatado, engarzado en la prosa más sencilla y efectiva, una recuperación editorial que muestra a un Josep Pla eléctrico, joven y en estado de gracia, alguien que absorbe todo cuanto ve. "Los periodistas llevamos una vida desnuda y vivimos dentro de una reja, un entretejido muy amplio. ¿Se nos permitirá pedir un poco de respeto para nuestras ideas y nuestros sueños". Así se revelan estas páginas, acaso más modernas y desprejuiciadas que muchos de los lectores que, décadas después, se plantan ante ellas.
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