Juan Ramón Lucas llegó a la novela tras cuarenta años de periodismo. Debutó con La maldición de la Casa Grande (Espasa, 2018), en cuyas páginas recreó la vida de Miguel Zapata, el Tío Lobo, el implacable dueño de las minas de Sierra Minera de Cartagena-La Unión. Ahora presenta Agua de luna (Espasa), en la que explora las redes de captación de jóvenes europeas para convertirlas en esposas o esclavas sexuales de los yihadistas de Siria e Irak.
Escrita en cuatro partes, Agua de luna narra la historia de Greta, hija única del matrimonio entre un famoso actor y una destacada periodista. Eclipsada acaso por la notoriedad de sus padres, Greta se repliega sobre sí misma y, tras un encuentro aparentemente casual, comienza a relacionarse con personas ligadas al radicalismo religioso musulmán sin que sus padres sean capaces de notarlo. Tras la desaparición de Greta, Julio Noriega, su padre, inicia un viaje para encontrarla.
Contada en la primera persona del padre y la voz de un narrador omnisciente, Agua de luna explora la depredación, una palabra que no es del todo casual en la biografía de Juan Ramón Lucas. Nacido en Madrid, pero criado en Noriega, Asturias, Lucas recuerda las historias que su padre, un pastor de ovejas, le contaba de niño: sus relatos sobre los ojos brillantes del lobo que acechaba al rebaño. Esa presencia amenazante está reflejada tanto en su profesión como sus novelas, historias en las que algo o alguien merodea, amenazante: ya sea la fiebre del oro que se desató en la España de los siglos XIX y XX, o los fundamentalismos que acaban por destruir la vida de los seres a los que reclutan.
Juan Ramón Lucas quiso ser cineasta y acabó de periodista, oficio que ejerció desde muy pronto en la redacción del diario Pueblo, en los ochenta. De ahí pasó a la radio y la televisión: el Matinal SER y Hora 14; los informativos de Onda Cero y los Informativos Telecinco. Trabajó en Antena 3, Telemadrid y Televisión Española. Actualmente dirige La Brújula, en Onda Cero, y mantiene una columna en el diario La Razón. Ha sido reconocido con dos Premios Ondas, uno de ellos a toda su trayectoria, un Premio de la Academia de Televisión como mejor presentador, así como el Micrófono y la Antena de Oro.
Ha descrito ésta como una novela sobre el mal y el yihadismo. Una chica que es captada por una célula islámica sin que sus padres lleguen siquiera a sospecharlo. ¿Es una novela sobre el mal o sobre la depredación?
Estos sujetos son lobos. Cuando hablamos de lobos solitarios que actúan escondidos y camuflados, y lo siento por el lobo, hablamos de depredadores. La captación es una depredación sutil y cuando llegan a esas chicas son literalmente devoradas. En esta novela también hay un sutil desgaste en la pareja. Cuando la cuestión estalla, el mundo de todos desaparece. Esa propia devastación es depredación, porque lo que hace el terrorismo islámico con sus víctimas es eso: depredarlos.
Si Miguel Zapata, el Tío Lobo, acecha a los desesperados de la sierra La Unión, el yihadismo lo hace con los más vulnerables. ¿El asunto en su obra va de depredación?
El animal que yo más admiro es un animal cuya vida se basa en defenderse precisamente de la depredación. El caballo es un ser depredado y todo su universo funciona así. Mis dos novelas hablan de eso. Hay en el fondo algo que traspasa el subconsciente y llega a mi literatura. A lo mejor en mi mundo hay un miedo a la depredación, a ser depredado.
¿Por qué o por quién se siente amenazado Juan Ramón Lucas?
Los versos de Goytisolo que elegí para la novela forman parte de la canción ‘Lobito bueno’, que le cantaba a mis hijos y que supone algo así como el mundo al revés. ¿Qué hace que un lector detecte en mis dos novelas un torrente subterráneo de la depredación? ¿Qué me da miedo a mí? ¿A qué temo? Al abandono, a la pérdida, al desarraigo, al olvido, al desamor. Me produce un especial desosiego la desaparición de una persona, sobre todo un hijo, sin conocer las circunstancias. Una de las maldiciones de la casa sangre es el olvido. Miguel Zapata es un olvidado y eso también conecta con esto.
Usted es padre. Le transfiere a su personaje Julio Noriega el miedo y la culpa por no haberse dado cuenta de que su hija estaba en peligro.
Julio Noriega se siente responsable por haber permitido el asalto a su hija. No es una emoción de la que sea consciente en la relación con mis hijos, pero es un miedo que siento. Mis hijos son fruto de dos matrimonios fracasados. Más que al desamor, siempre temí la posibilidad de perder a mis hijos al surgir la distancia con la madre.
El matrimonio de su novela, que está en crisis, procura mantenerse unido. Pero la tragedia que viven los destruye por completo.
Si una situación como esa ocurre en un universo más o menos estable pueden aguantar, pero cuando ocurre en una pareja como ésta, todo estalla y se revienta en pedacitos con la frustración.
La voz del padre como testimonio en primera persona da voz a la víctima. El omnisciente permite comprender que en algún momento el verdugo también ha sido víctima. ¿Cuál es el fiel de la balanza, en ese caso?
Es el depredador. No puedes humanizar al depredador.
Pero un lector puede desarrollar empatía por un asesino o un ladrón. Es una de las posibilidades que ofrece a novela como género.
Sí, te lo puedes llegar a preguntar. Sin embargo, creo que más que justificarlos, me detengo a escuchar sus voces. De hecho, Greta interpreta la voz de los terroristas. Normalmente escuchamos la voz del que ha sido terrorista y que explica cómo ha comido de la semilla del mal. Greta permite que se abra paso esa voz, que puede llegar a generar empatía con el terrorista. Es un riesgo que quise correr para darle verosimilitud a la historia.
Hay mucho más periodismo del que creemos en sus novelas. ¿Cómo llegó esta historia a usted?
Comencé a trabajar la novela en 2018. Unos meses antes había leído la historia de una chica inglesa que se había ido al Estado islámico y que no podía volver con sus dos hijos porque le habían quitado la nacionalidad. Eso me pareció brutal.
¿Cómo fue el proceso de documentación?
Investigué mucho con personas cercanas a este tipo de situaciones. En esta historia hay una depredación, claro, pero también una renuncia. Hay gente que vive situaciones como las de Greta, que son víctimas de depredadores, y luego otras que para evitar que actúen esos lobos se pone delante y dicen ‘yo primero’. He hablado con personas que han estado infiltradas por ejemplo en el Estado islámico, que es algo que deben mantener en secreto. Su universo personal desaparece porque no se puede saber nada de lo que hacen. Hablé primero con la policía, fiscales y sumarios, y a partir de ahí comienzo a armar la estructura de la novela. Al igual que Tío Lobo, Agua de Luna es una historia de ficción con personajes reales.
Eso no excluye el pacto de ficción que establece el autor y el lector.
Uno de los problemas que suelen tener quienes hacen periodismo y se dedican a escribir ficción, es que lastra la realidad, los hechos y el compromiso con esa verdad. En ocasiones me siento culpable de engañar al lector.
Manuel Jabois dice que la novela le da la libertad que no puede tomarse en el periodismo, ¿le pasa lo mismo?
Escribir ficción me libera del relato de la realidad, pero todavía no me he quitado las armaduras del periodismo, que es la búsqueda de la verdad. No he llegado a ese punto de lucidez de Jabois, tendría que volar libre. El día en que sea capaz de hacerlo, podré escribir una obra en la que, basándome en elementos de realidad, construya un mundo fantástico.
Hay homenajes y guiños, por ejemplo: el apellido de Julio Noriega, que es su pueblo. Está la inspectora Celia Maza, como la corresponsal de Onda Cero en Reino Unido… ¿Ha dejado golosinas escondidas para que escribir no resultara tan duro?
Escribir no es duro, lo que es difícil es conseguir escribir lo que realmente deseas. Creo que esta novela es más novela que la anterior. En el proceso de documentación ha habido un trabajo paralelo de búsquedas para mejorar la técnica literaria.
Esta novela fue escrita en pandemia, un episodio que, haciéndonos pagar un precio muy alto, nos concedió cierta calma y recogimiento…
En mi caso no, porque tenía que hacer el programa. He ido a trabajar todos los días… ¿Sabes para qué me ha servido la pandemia en ese sentido? Para no tener que explicarle a Sandra, mi pareja, que no puedo acompañarla a los sitios porque tengo que escribir. Como no era posible salir, nos quedábamos los dos en casa.
Lleva 40 años como periodista. ¿Alguna vez había percibido un nivel de polarización como el actual? ¿Estamos perdiendo La Brújula?
No quiero pecar de abuelismo, pero creo que hay un uso de las redes sociales, una proximidad fingida, una realidad inventada de cercanía que nos lleva a creernos lo que no somos en un mundo que en realidad no es así. Pero como las redes sociales cada vez tienen más peso, el universo de los afectos se termina contaminando. Cuando llamamos amigo a uno que nos sigue en una red social, el valor del amigo se pierde. Somos víctimas de una tecnología que no hemos comprendido del todo y de una comunicación contaminada por el equívoco en las palabras y los conceptos y por el anonimato de los agresivos, de los depredadores y los lobos.
Desde que tengo la capacidad profesional de opinar y ejercer, nunca he visto una etapa tan frustrante y tan difícil. Por mucho cansancio e incertidumbre que llegase a sentir, nunca sentí ganas de dejar mi oficio. Ahora tengo ganas muchos días, porque este mundo que me toca contar no me gusta y no me gusta la gente y el diálogo público que se establece. No me gustan los dogmáticos, ni los que imponen su punto de vista. No me gustan los depredadores de la verdad… y hay muchos. Si alguien ha decidido que soy un facha, y me llama facha sin dar razones…
O que Trapiello es revisionista, por ejemplo.
¡Pero por Dios! ¡Por favor! Lo siguiente que harán entonces será quemar sus libros, que sí que lo harían los independentistas con los libros de Juan Marsé en Cataluña.
Usted vivió la época más feroz de ETA desde el periodismo…
En el final del franquismo hubo una ilusión, en la transición esa ilusión fue tornando en lo que fue el desencanto. Pero la aparición y la actuación de ETA hizo que la sociedad se uniera frente al terrorismo como gran enemigo. El problema es que ahora aquello lo estamos revisando y ETA viene a dar lecciones de democracia.
Si los medios hiciéramos autocrítica, ¿cuál cree que ha sido los errores fundamentales durante los últimos cinco años?
Nos hemos dejado arrastrar por ese movimiento de banalización de la realidad, de enfrentamiento, sino que no hemos hecho lo que teníamos que haber hecho para contenerlo. Al final, nos cuesta no entrar en la política de bandos, aunque sea sólo porque nos meten ahí. Procuro un pensamiento crítico, pero no los aceptan los sectarios de uno y otro lado. Una de las cosas que tiene la tecnología y este tipo de comunicación que hemos establecido es que la memoria es frágil y es uno de los problemas a los que nos enfrentamos. No estoy muy seguro de que los medios hayamos evitado no sólo la fragilidad de la memoria, sino la política de bloques.
¿Es la radio el medio que mejor ha conseguido mantenerse al margen de la polémica y los linchamientos públicos?
Pero no lo hemos evitado del todo. La naturaleza de la radio, un elemento que forma parte de ella, es que surfea los cambios y los aprovecha en beneficio propio. Por ejemplo: la capacidad de comunicación.
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