Mientras España estaba a punto de estallar como una caldera a presión en julio del 36, los periódicos de Madrid publicaban sus “Ecos de sociedad” con la misma frivolidad que en los años felices de la Belle Époque:
- “El marqués de Casa Pombo y sus encantadoras sobrinas han regresado a Santander”.
- “Los vizcondes de Rocamora han viajado a Cannes, donde visitarán a don Juan de Borbón”.
- “Los condes de Ruiseñada se trasladan de Madrid a su residencia de Barcelona.
- “Los marqueses de Campo Fértil se van a pasar la temporada estival a su finca de Altea”.
- “El marqués de Quirós, primo de S.M. don Alfonso XIII, ha partido hacia Fuenterrabía para disfrutar de la estación de veraneo”.
La sensación que da leyendo la crónica social es que solamente disfrutaba del veraneo en las costas españolas la alta sociedad, y así era en efecto. Los baños de mar eran algo inventado para la realeza en el siglo XIX. Fueron los problemas de piel de la reina-niña Isabel II los que la llevaron al Cantábrico por consejo médico, y tras la soberana fue la aristocracia española, que se construyó palacetes e incluso auténticos palacios en los lugares de veraneo.
La clase media madrileña no viajaba tan lejos, pasaba las vacaciones en casitas de alquiler en la Sierra de Guadarrama, que decían que era tan fresca como el Norte. En cuanto a la clase trabajadora, por mucho Frente Popular que gobernase en 1936, no tenía ni atisbos de lo que era veranear.
Ese mes de julio no se iba a encontrar la tranquilidad en los lugares de veraneo, porque la Guerra Civil alcanzaría a toda España
Como un terrible contraste, en la vecina Francia, donde también había llegado al poder un gobierno de Frente Popular, se produjo en julio del 36 una revolución que, a diferencia de la española, no era sangrienta, sino amable: “Les congés payés” (las vacaciones pagadas). Por primera vez en la Historia los obreros se podían tomar 15 días de veraneo y los patronos tenían que pagárselos como si trabajasen. Esa “pequeña Revolución Francesa” iba a cambiar la sociedad universal y llevarnos al mundo que tenemos hoy día, mientras que las utopías libertarias que los anarquistas crearon en la España de 1936 quedarían en nada.
Viaje al norte
De todas maneras, ese mes de julio no se iba a encontrar la tranquilidad en los lugares de veraneo, porque la Guerra Civil alcanzaría a toda España. Un veraneante que salió en tren hacia Fuenterrabía el mismo 18 de julio, Ramón Sáinz de los Terreros, da testimonio directo en Horas críticas. Cuando el expreso del Norte llegó a Aranda, los pasajeros conocieron los primeros rumores del alzamiento militar. Luego en cada parada llegaban más noticias inquietantes, pese a lo cual el viaje fue “tranquilo y sin molestias”. Sin embargo era imposible telefonear a Madrid.
El domingo 19 de julio, los veraneantes fueron a misa como si nada, y luego a la playa, pero al caer la tarde se suspendió todo el transporte público, y comenzaron a requisar los automóviles de los de Madrid. En San Sebastián el Hotel María Cristina, emblema del turismo de lujo, fue ocupado por guardias de asalto, pero más inquietante aún fue que los milicianos se apoderaron de las armas del cuartel policial de la Brecha y empezaron a patrullar las calles de la capital donostiarra.
El 20 las milicias anarquistas y socialistas ocuparon Fuenterrabía, substituyeron a los carabineros en los puestos fronterizos, y se llevaban lo que querían de las tiendas pagando con vales. A la madrugada comenzó la detención de gente de derechas. Toda la colonia veraneante se sentía amenazada.
En San Sebastián el Hotel María Cristina, emblema del turismo de lujo, fue ocupado por guardias de asalto
El 29 los milicianos asaltaron las prisiones de San Sebastián, Fuenterrabía y Tolosa, sacaron a los detenidos y los fusilaron a mansalva. Pese a ello, la situación era aún peor en Madrid, y muchos de los que se habían ido de veraneo al Norte salvaron la vida por ello. Fue desde luego el caso del duque de la Vega, cuyo palacio madrileño fue, incendiado y varios criados asesinados. Al padre del duque, Manuel de Carvajal, marqués de Aguilafuerte, y a su tío, Cristóbal Colón, duque de Veragua, les dieron el “paseo”, es decir, se los llevaron en un coche a las afueras de Madrid, les pegaron un tiro en la nuca y los tiraron en la cuneta.
También tuvo suerte Juan Claudio Güell y Churruca, conde de Ruiseñada, conocido empresario catalán y activista monárquico. Se había ido de Madrid a Barcelona, donde fracasó la rebelión, pero logró escapar a Francia y fue a Cannes, donde convenció a don Juan de Borbón de que se uniera como combatiente a los alzados.
En cambio la idea de veranear en su Altea natal resultó fatal para José Beneyto Rostoll, marqués de Campofértil. Como en los años de la República no se había metido en política, pensó que no tenía nada que temer y se retiró a esperar que pasara la tormenta a su finca de la Nucia, un fértil valle de frutales a 4 kilómetros de Altea. En vez de pasar la tormenta, le pilló de lleno: allí mismo lo asesinaron.
Estos son algunos de los nombres citados en los ecos de sociedad. Pero ciertos aristócratas, que estaban en la conspiración, se buscaron un nuevo lugar de veraneo. Por ejemplo el marqués de las Marismas (hermano del conocido actor cómico Luís Escobar), Jorge Vigón, que era militar, y el intelectual monárquico Pedro Sainz Rodríguez, salieron de Madrid el 17 de julio en el coche del marqués. Iban como tres amigos de vacaciones al Norte, pero se quedaron en Burgos, donde el triunfo de la rebelión estaba asegurado. No tuvieron realmente veraneo porque el 18 de julio se incorporaron al alzamiento, pero salvaron la vida y así Sainz Rodríguez pudo ser el principal consejero de don Juan de Borbón en su exilio de Estoril, y el general Vigón sempiterno ministro de Obras Públicas con Franco.
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