Cultura

Ken Loach defiende el activismo de la esperanza en 'El viejo roble'

El cineasta británico se despide de la ficción con un relato en el que reivindica la convivencia y la solidaridad

Aunque siempre tiene el ojo puesto a las circunstancias sociales del presente, el cineasta británico Ken Loach, director de títulos como Tierra y libertad (1995), El viento que agita la cebada (2006) o Yo, William Blake (2016), destaca por buscar sin descanso la humanidad en sus personajes y convertirlos no solo en referentes de la bondad, sino en una prueba irrefutable de la esperanza en la sociedad. Si los puedes imaginar, existen, debe pensar el director inglés.

Durante su visita al Festival de San Sebastián en 2019, el cineasta británico señaló en declaraciones a los medios que la esencia del arte es, en parte, "celebrar, explicar y amar la vida". "Siempre hay algo que preguntarse", señaló a varios periodistas -entre ellos, esta redactora de Vozpópuli-, con motivo de la participación en el certamen donostiarra con su película Sorry, we missed you, en la que exploró las consecuencias familiares de la precariedad laboral y los daños colaterales en la relación de un padre y su familia.

Hace apenas unas semanas, los cines españoles estrenaron la que en teoría es su última película, aunque es cierto que no descarta rodar un documental. El viejo roble -un título un tanto cursi, para ser sinceros- no se separa ni un ápice de su misión y continúa con la aspiración de este cineasta, que en junio cumplió 87 años, y de su inseparable guionista, Paul Laverty: demostrar que ser una buena persona es lo único importante, incluso cuando todo lo demás se pone en contra. Querer y ser querido, pues, es la garantía de la felicidad, según el universo de Ken Loach.

Y este mensaje, que puede parecer ingenuo e inocente, vertebra también la trama de su nueva película, en la que un grupo de refugiados sirios llega a un pueblo minero del noreste de Reino Unido con la ambición de empezar una nueva vida para sacar adelante a sus familias. Sin embargo, no reciben el calor de una población que mira con recelo a los nuevos habitantes, en parte cansados por una pobreza acuciante ante el cierre consecutivo de las minas que durante generaciones les dieron de comer y ante la amenaza creciente de un mercado inmobiliario voraz.

En este pueblo sobrevive a duras penas The old oak, un pub regentado por TJ Ballantyne (interpretado por un brillante Dave Turner), que hace frente a sus deudas y a los gastos como puede, animado en parte por sacar adelante el único lugar público en el que los vecinos se pueden reunir, convertido en un lugar de resistencia ante los cambios. Al mismo tiempo, dedica sus horas libres a ayudar a los demás, y es en estas actividades altruistas cuando conoce a Yara (Ebla Mari), una joven siria amante de la fotografía que sirve de puente para estrechar lazos entre las dos comunidades.

Esta película, que se presentó en la pasada edición del Festival de Cannes, donde Ken Loach ha resultado ganador de la Palma de Oro en dos ocasiones, es una cinta más luminosa que sus anteriores trabajos y pone el foco en las posibilidades que existen cuando la convivencia funciona y cuando la solidaridad se convierte en la única alternativa. Con esta película, de corte social y que puede funcionar como una fábula, Ken Loach apuesta de nuevo por destacar por encima de las demás la verdadera cualidad ganadora: la generosidad.

Ken Loach: la pobreza en el país más rico

No hay verdaderos villanos en El viejo roble y, en su lugar, Ken Loach prefiere centrarse en todos los agravios a los que se enfrenta la población natural de esta localidad. "El pueblo forma parte de una comunidad más amplia. Tiene una larga tradición de enfrentarse a la explotación y a los ataques, inicialmente por parte de los primeros dueños de las minas y más recientemente por Margaret Thatcher y el cierre forzoso de las minas. Esas luchas mostraron la solidaridad y el valor del apoyo internacional, pero el debilitamiento del poder de los sindicatos dejó a los individuos solos y obligados a defenderse", señala el director en las notas de producción.

Las familias locales que retrata en esta película eligen entre dar de comer a sus hijos o poner la calefacción, algo impensable en uno de los países más ricos del mundo

Las familias locales que retrata en esta película eligen entre dar de comer a sus hijos o poner la calefacción, algo impensable en uno de los países más ricos del mundo y un problema sobre el que siempre ha llamado la atención en su cine, por lo que es fácil que el espectador empatice no con su respuesta ante la llegada del extranjero, pero si con su sentimiento de abandono en la sociedad.

La fórmula de Ken Loach es sencilla, pero funciona porque apela a la convivencia, y el eco de su propuesta resuena más allá del universo de esta historia. Lo cierto es que la lágrima llega y lo hace a borbotones, algo que quizás no es la mejor señal, si uno piensa en esos mecanismos perversos con los que cuentan los expertos en el audiovisual para estrujar el corazón del espectador.

En cualquier caso, y a pesar del extra de emoción con el que está condimentada la escena, de los lugares comunes en varios momentos del filme y del desarrollo un tanto obvio, parece justificada esa búsqueda de la emoción, si con eso consigue extrapolar la empatía, dirigirla a las heridas abiertas en el presente y hacer de la solidaridad y la bondad el único patrón que de verdad puede funcionar.

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