Este mismo mes de agosto, el artista británico Bansky (que sigue operando de forma anónima) realizó nueve obras sobre animales en distintos lugares de Londres. Los medios lo cubrieron como siempre, con especial entusiasmo los progresistas, pero el interés del público fue mínimo y no se produjo ningún debate sustancial. Una cabra cerca del puente Kew, un cabina de policía convertida en pecera para pirañas, dos siluetas de elefantes en las ventanas tapiadas de una casa en Chelsea… Ninguna provocó una reacción especial. De hecho, uno de los dibujos sirve como confirmación de lo inofensivo que se ha vuelto Banksy. El artista se coló en el zoo de Londres para plantarles una imagen donde un gorila ayuda a escapar a los pájaros. Los responsables del zoo la retiraron, pero no por rechazo sino para conservarla, estudiando cuál puede ser su mejor uso promocional. “Queremos preservar adecuadamente este momento de nuestra historia”, declararon. Uno se pregunta cuál fue la última idea realmente inquietante o estimulante que presentó el artista urbano y la verdad es que cuesta imaginar hacia dónde puede ir a partir de ahora, cuando parece haber gastado los trucos de una propuesta más bien simple. ¿Estamos viviendo la decadencia del creador?
Algo que queda claro con esta serie es la naturaleza del activismo de Banksy. Se confirman las sospechosas que plantearon sus escasos (y lúcidos) detractores: que estamos ante ese tipo de animalismo (el más común) que se acaba traduciendo en desprecio por los seres humanos. Como la famosa frase que dice “cuanto más conozco a los animales, más quiero a mi perro”. “Durante años, Banksy ha usado su stencil (técnica de grabado callejero) para pintar montones de ratas. ¿Sabes lo que simbolizaban esas ratas, no? A ti, a mí, a todos nosotros. A todas las abejas trabajadoras sin cerebro del capitalismo tardío”, denuncia el periodista Brendan O’Neill, responsable de la sección de Política en la revista satírica Spiked. Para O’Neill, Bansky es producto de la clásica arrogancia de la clase media británica, que se siente oprimida por las élites pero mira con máximo desprecio a la plebe. Argumenta que todas las ideas de Bansky responden al ideario del pijerío progre: “El Brexit es un negativo, Israel es una locura, los paparazzi son basura, votar tory es malo, el capitalismo es una carrera de ratas y debemos salvar el planeta”, escribe.
La pregunta podría plantearse de la siguiente manera: ¿Creen ustedes que es más tonto el votante de derecha que no conecta con el arte de Banksy o, por el contrario,el devoto progresista que entra en la web Postmodern Vandal para pagar más de 400 euros por Cut it out, el libro donde Banksy describe a la clase obrera británica como un conjunto de ratas que se han rendido en la lucha política para dedicarse a ingerir comida basura a tiempo completo?
Las posiciones de Banksy han sido siempre antipopulares, por ejemplo su proyecto Dismaland (2015), donde desborda humor cáustico contra Disneylandia y los millones de personas que la disfrutan. O su feroz posición en favor de la Unión Europea, que no solo le llevó a oponerse al Brexit sino a pintar una obra melancólica donde una mujer descosía una estrella de la bandera, sin duda simbolizando la tristeza de la élites que querían permanecer en la institución. A Banksy, cada vez más, se le considera un trustafarian, palabra que designa a los hijos de clase alta que deciden dedicarse a fumar porros, escuchar música jamaicana y criticar las estructuras sociales (algo a medio camino entre ‘perroflauta’ y ‘pijiprogre’). La verdad es que sus principales defensores siempre han sido los profesionales del mundo del arte, columnistas de la prensa de izquierda y los universitarios respondones. Con ellos ha conseguido hacerse famoso y amasar una considerable fortuna.
Banksy ha llegado al lugar donde hace años viven U2: el de usar los conflictos sociales para ganar estatus y hacer caja
Por supuesto, Banksy también se ha posicionado a favor de la emigración ilegal. En el último festival de Glastonbury, realizó una performance por la que introdujo entre el público una barca hinchable durante el concierto del grupo izquierdista Idles. Lo hizo mientras la banda de Bristol interpretaba “Danny Nedelko”, su canción contra las políticas migratorias del gobierno, que consideran demasiado restrictivas. Dentro de la barca, colocaron varios muñecos que simbolizaban a los emigrantes ilegales. Muchos asistentes pensaron que era parte del espectáculo de Idles, pero ellos aclararon desde el escenario que se trataba de una iniciativa de Banksy, confirmando que estaban al corriente y que la complicidad entre ambos era total. En realidad, las preguntas salen solas: ¿de qué sirven políticamente este tipo de acciones? ¿no ha llegado Banksy al lugar, donde hace años que viven artistas como U2, en que las denuncias sociales sirven más para hacer caja que para animar al debate? ¿hasta cuándo va a permitirse que Banksy ejerza como una especie de agencia de publicidad de las ‘causas justas’, presuntamente justas, con eco en todos los periódicos, radios y telediarios de Occidente?
Está claro que el formato de sus dibujos y performances no está pensando para aportar algo sustancial en el plano artístico sino para maximizar el impacto mediático, que llena dos minutos de cualquier informativo con algo tan vistoso como insustancial. ¿Hasta cuándo habrá que soportar este muermo?
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