No soy como esos columnistas que escriben sus artículos al esprint, como esos columnistas que están cómodos, casi felices, con la espada de Damocles del plazo de entrega pendiendo sobre sus cabezas. No. La proximidad del plazo de entrega me paraliza y ―¡a santo de qué ocultarlo!― me cuesta horrores parir un tema: que si la última novela de Arturo Pérez-Reverte, que si el bullicio de las ciudades modernas, que si la institucionalización de la fealdad. Cómo decidirse. Y no sólo. Cómo evitar que, una vez elegido el objeto del texto, una vez esbozados los contornos de una tesis, me embargue la perturbadora pregunta de si acaso no será aquél indigno de mis lectores, siempre tan generosos conmigo y yo tan cansino con ellos, o de si acaso no me abocará a escribir lo mismo de siempre y a disimularlo con alguna treta retórica.
Esa insuficiencia estructural mía, esa incapacidad para decantarme por un tema con la despreocupación con que un viandante tararea una canción pop, me fuerza a encarar la existencia al modo racionalista. Vivo cada momento con la inconfesable expectativa de sacar de él un artículo y, por tanto, no lo vivo realmente, sino que lo estudio, lo analizo, calculo sus posibilidades. Me ocurrió el otro día en la Feria del Libro. En lugar de entregarme a los quehaceres más propios ―escudriñar con expresión sesuda la contraportada de un libro, desdeñar a las muchedumbres formadas en fila para conseguir la dedicatoria de su autor de best sellers favorito―, anduve yo extraviado en las brumas de la abstracción, tan perdido, de hecho, que mi acompañante trató de arrastrarme varias veces a la concreción de lo real, como recordándome, ay, que aquél no era el lugar. Siento el aguijón de la culpa clavándose en mis entrañas de sólo recordarlo.
Ahí está nuestro vecino del quinto, deseoso de vivir experiencias para después compartirlas en la red social de turno y que sus seguidores mueran de envidia
Por supuesto, el remordimiento me da una tregua cuando reparo en que los articulistas no son los únicos que profanan con sus cábalas la vivencia concreta, en que la instrumentalización del momento es ―más bien― un mal endémico de la sociedad tecnológica que "nos hemos dado". Ahí está nuestro vecino del quinto, deseoso de vivir experiencias para después compartirlas en la red social de turno y que sus seguidores mueran de envidia. Ahí está también nuestra prima, que, si bien tiene ante sí un paisaje de ésos que podemos denominar propiamente bellos, un paisaje de ésos que no invitan sino a la contemplación, hace contorsiones corporales para salir bien en la foto que luego, cuando llegue a casa, compartirá en Instagram a cambio de unos estimulantes corazones rojos llamados likes.
Homero y Los Rodríguez
Aunque nos resulte evidente el mal que padecen el columnista y el instagramer, el mal de despojar de sentido propio el momento que están viviendo y concebirlo como una mera fuente de recursos, también entrevemos tras él la sombra de una verdad distorsionada. Siquiera oscuramente, ambos comprenden mejor que muchos otros la importancia de la palabra y de la imagen, que inmortalizan la vivencia y la dignifican. "Cantar es disparar contra el olvido", dicen Los Rodríguez en Todavía una canción de amor, con letra escrita por Joaquín Sabina. Nuestro columnista y nuestro instagramer, frívolos en apariencia, sospechan eso mismo y piensan secretamente que tal vez no merezca la pena visitar Roma si uno no puede describirles después a sus amigos la magnificencia del Coliseo, y también que incluso las mayores gestas pierden grandeza cuando no hay un Homero que las cante, un Velázquez que las pinte o un Miguel Ángel que las esculpa. En realidad, ¿cómo discrepar de ellos? Quizá, no, la cuestión no sea vivir para tener algo que contar, pero ―¡imposible negarlo!― sí lo es vivir primero y contar después (¡incluso cuando es otro quien cuenta!).
En A mí toda la gloria, el filósofo francés Fabrice Hadjadj se refiere a la estrecha unión entre los héroes, que viven, y a los poetas, que cantan:
"Los poetas y los héroes no sólo se yuxtaponen. Están íntimamente unidos en una comunidad natural, puesto que los unos no pueden existir sin los otros. Los poetas cantan las hazañas de los héroes y a los héroes no se les atribuiría gloria ninguna sin la fama que les proporcionan los poetas (…) Si las acciones más bellas no tuvieran una boca que las exaltase, se quedarían inexorablemente en la sombra del olvido y su brillo se marchitaría rápidamente".
El hombre captura como con una red el momento presente y luego lo libera en un diálogo, en un texto, en un dibujo, en una publicación de Instagram. Y ese regreso sobre lo vivido, sobre lo que ya no es sino en la memoria, contribuye a su vez a encender el entusiasmo ajeno. Si amamos la vida, es en parte porque antes alguien nos la ha presentado como buena. Deseamos tomar unas cervezas en una taberna porque antes hemos leído a Chesterton, o quizá escuchado a nuestro padre, ensalzar ese acto que nos resulta, ejem, tan banal y que es realmente tan humano. Deseamos contemplar un paisaje hermoso porque antes hemos podido contemplar uno en el lienzo de un pintor impresionista o en las publicaciones de nuestro influencer de cabecera. Deseamos la vivencia, en fin, porque antes nos ha conmovido la palabra.
Dice Hadjadj que el héroe necesita al poeta para seguir siendo héroe. Yo subo la apuesta y afirmo que el hombre contemporáneo lo necesita para seguir siendo humano. Al poeta, al pintor, al columnista, al músico, al hombre que vive y lo cuenta. En la era de las pirotecnias virtuales, nada contribuye más a nuestra humanidad que un hombre que paladea la bella sencillez de lo real y la sublima para todos con su arte, por precario que éste sea.
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