Cultura

La afilada navaja cibelina

Hace poco les contaba en otro artículo sobre símbolos y curiosidades que podíamos encontrar en nuestro Congreso de los Diputados, entre ellos, el de los famosos leones broncíneos hechos con los cañones tomados a los moros tras la batalla de Wad Ras.

Leones que no eran simplemente unos felinos puestos en plan ornamental como enanitos de jardín, aunque unos anteriores eran bastante mininos y acabaron, en efecto, en un jardín valenciano olvidados por muchos de su pasado. Sino parte de una leyenda que empieza hace eones, pues está involucrada la diosa madre por excelencia. Conocida de siempre y con tantos nombres como queramos darle, pero con uno bien popular: Cibeles

Pues si quieren verla de protagonista nada menos y como leitmotiv de una novela de intriga, crímenes y conocimiento hermético, están de suerte, ya que un gallego amante de Madrid nos va a llevar al momento en que el carro de la diosa va a llegar a Madrid, en un tiempo de cambios y con nuevo rey que llega de rebote desde Nápoles, tras dos hermanastros que le preceden en el trono, y que será nuestro Terzo Carolo.

Rey ilustrado y dicen que el mejor alcalde de Madrid, un Madrid que se quiere rehacer y reconvertir acorde a una nueva dinastía y a un siglo que querrá ser de las Luces. Un Madrid todavía casi poblachón manchego, más villa que corte, y donde no hiciera mucho que, casi como una ironía con la que se quisiera marcar ese cambio, el viejo Alcázar, residencia real desde hacía dos siglos, había quedado convertido en cenizas. ¡Fuera lo viejo y venga lo nuevo!

¿Lo nuevo?

José de Cora (Lugo 1951), recuperando un lenguaje ya olvidado, nos va a contar en su novela La Navaja Inglesa, qué de viejo hay en lo nuevo, y cómo lo nuevo no lo es tan tanto. Una novela impregnada de un encantador manierismo verbal, y donde el erotismo es tan palpable como en obra del Divino Marqués, al que esperas ver aparecer en cualquier momento a la salida tal vez del Oratorio del Caballero de Gracia yendo a un lance discreto en oculta y aparentemente honesta trastienda cercana a calle donde viviera la mujer de aquel montero famoso en los Madriles.

Pues quédense fuera de su lectura quienes pusilánimes accedan a ella, pues de sus afiladas páginas van a salir muchas más que medio centenar de lobregueces, pero también va a circular la sangre de mucho capón, y no precisamente para cumplimentar mesa de Navidad, ni para que cante como querube. Pues el plato que José nos aliña como un auténtico masterchef ahora tan de moda, son gallinejas y entresijos (como no podía esperarse cosa diferente en una tan castiza obra), y sobre todo, muchas criadillas.

Y no precisamente de cerdo o cornúpeta, aunque ahora que lo pienso…

Pues la cosa tiene sus migas y perendengues, y nos vamos a encontrar con casquería suficiente para que Telecinco y su discreta parrilla se pusieran como no digan dueñas haciéndosele a más de un presentador los dedos huéspedes si se pudieran teletransportar a ese momento histórico, y en el que las presuntas escandalosas revistas jovinas o ulanbatoras (ustedes seguro que coligen a cuáles me refiero) quedarían como hoja parroquial con lo que se vive y se intuye en ese dieciochesco siglo donde costumbres licenciosas y libertinas, andan como francés en Italia o italiano en Francia, que tanto me da como que me da lo mismo.

Y hay periodistas en el ajo. Que el elenco de esta trama está tan sazonado de tipos variados, que van de testas coronadas a majos; de mancebos a altos funcionarios; de carboneros a manolas. Y policías que son perros de presa y que encajan quijadas como bulldog británico. Y religiosos resabiados que nos darán luz a lo que en la oscuridad quiere permanecer. Y hay muertos y matados, que no siempre son sinónimos. Y una conjura que parece tener la complacencia divina de la más guapa madrileña que va a salir de las canteras de Montesclaros.

Una novela histórica pero no lo es

Deléitense con el sabor de una novela histórica que no lo es, aunque la rezume por todas sus letras, y con una novela que sería thriller y novela negra si no fuera porque sus neblinas son las del alba madrileña, esa fresca que hiela sin niebla, y donde se respirará el misterio como olor de especias prohibidas en secreta abacería. Y que es a la vez, todo lo que he negado sea.

De forillo, ese nuevo Madrid que empieza a colegirse desde el atochal de Nuestra Señora hacia ese prado que nos dirige recto a los recoletos monacales y que quieren expandirse en su levante más allá de la ridícula verja de tiempos del Rey Planeta Felipe el Cuarto. Con un nuevo centro que pareciera heliocéntrico al tener a Apolo entre uno y otro dios (el otro acuáticamente más silente), pero que, como vemos hoy en día, queda el de la diosa como centro de una ciudad excéntrica en todos los sentidos, en una fuente que ha logrado ayuntarse a su vera hasta a la corporación municipal, y que quiere ser el alma y la guardiana celosa de un Madrid que guarda a la vista tantos secretos.

No creo que la vuelvan a ver con iguales ojos tras leer este libro que debemos a Cora, cuando pasen cerca o se la topen por cualquier razón o medio, sabiendo el que guarda, al filo de la navaja, la imperturbable Cibeles.

Javier Santamarta del Pozo

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