Se cree que era un hombre que esperaba sentado en las escaleras de un banco de la ciudad japonesa de Hiroshima. De ser así, lo último que vio y sintió en su vida fue lo más parecido a la fuerza de un sol creada por el ser humano. Eran las 8:15 de la mañana cuando un Boeing B-29 arrojó la primera y penúltima bomba atómica utilizada por el ser humano en un conflicto bélico. La zona cero de la explosión se encontraba a unos 260 metros del banco y en ese instante aquella persona falleció al momento y se convirtió en una huella en el suelo como la más conocidas de las “sombras de Hiroshima”.
En el Enola Gay, Robert A. Lewis, el copiloto de la nave que acababa de arrojar el arma más mortífera, exclamaba: "Dios mío, ¿qué hemos hecho". En la parte trasera de la nave, el artillero de cola, Bob Caron, que tomó alguna de las fotografías más conocidas de la explosión, la describió así: "Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... catorce, quince... es imposible. Son demasiados para poder contarlos. (...) La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso".
Ciertamente, debajo de aquella tormenta de llamaradas había una ciudad en la que acababan de fallecer unas 70.000 personas al instante. Aquellos militares acababan de conseguir un nada honorable récord, vigente hasta la fecha, al protagonizar el acto humano que más muertes ha generado en un menor espacio de tiempo.
La potencia atómica se sustanciaba como arma letal que solo volvería a ser utilizada tres días más tarde en la también japonesa Nagasaki. La bomba convirtió Hiroshima en un solar en el que únicamente quedaron en pie 6.000 de los 76.000 edificios de la ciudad. Las temperaturas se acercaron a los 4.000 grados centígrados y provocaron curiosas anomalías como el fenómeno del “efecto sombra”. En muchas zonas de la ciudad como el del banco que comentábamos al principio quedaron grabadas las siluetas de personas, plantas, animales o cualquier otro objeto que se interpuso entre la dirección de la explosión y el objeto en cuestión.
Las expediciones militares americanas y británicas, que documentaron los efectos de la bomba en las dos ciudades unas semanas después, registraron decenas de estas “sombras”. Dichas siluetas quedaron estampadas en suelos y paredes porque los objetos que se encontraban delante de ellos bloquearon el impacto de la luz y la energía irradiada por la bomba. En muchos casos, lo que vemos es el color que tenían dichos materiales en el momento previo, antes de quedar decolorados por la explosión.
El cuerpo del malogrado protagonista de nuestra historia en la entrada de la sucursal bancaria protegió aquellas escaleras con su cuerpo que absorbió la luz y el calor extremos que aclararon el área circundante. Es decir, al contrario de lo que pueda parecer, la “sombra” no son los restos físicos de aquella persona, sino el color original de aquellas escaleras, que desde 1971 se encuentran en el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima.
Humanizar la tragedia
Las sombras de Hiroshima o los moldes de los cuerpos calcinados en Pompeya hace dos milenios nos llevan de la mano al momento de la tragedia. Los fósiles de la ciudad romana con gestos tapándose el rostro, acurrucados o gateando nos acercan más a la tragedia que la ristra de datos sobre los grados centígrados que desintegraron Hiroshima o las toneladas cúbicas de ceniza que enterraron Pompeya.
En una mezcla de curiosidad y algo de morbo, estos restos fascinan al público que consigue ponerse en los pies de aquel japonés. ¿Qué pensaría cuando vio esa luz cegadora?, ¿qué iba a hacer al banco?, ¿podía haber evitado estar ahí?, ¿se hubiera salvado de encontrarse en otro punto de la ciudad?
Los expertos en la divulgación de grandes tragedias o crímenes de la humanidad como el Holocausto insisten en que además de contar las cifras totales, conviene detenerse en historias personales con las que cualquier lector o espectador pueda empatizar más. Paradójicamente, el dato de las 70.000 personas muertas al instante en Hiroshima, las decenas de miles que fallecieron las semanas siguientes o los cientos de miles de afectados de por vida puedan transmitir menos que aquella sombra en las escaleras de un banco.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación