Antes de comenzar la Carta desde Comala de esta semana, hay que decir dos cosas. La primera: Javier Santamarta me debe un partido de fútbol. La segunda: estamos en tiempo Champions, práticamente en su recta final, por lo que resulta imposible no convertirse, como dicen los amigos de Libros del K.O, en hooligans ilustrados; o al menos uno con ciertas pretensiones literarias.
Sobre el primer asunto he decir que nuestro colaborador y bloguero Santamarta no tiene escapatoria: en algún momento tendrá que aceptar el reto y descubrir que, a diferencia de lo que él piensa, las mujeres sí sabemos lo que es un fuera de juego. En cuanto a lo segundo, toca disculparme. Procuraré comportarme como es debido; sin estridencias ni euforias. Sólo una duda, que cuanto más rápido despachemos mejor: ¿existe una novela canónica sobre el fútbol?
Esa pregunta comencé a hacérmela hace dos o tres años, cuando leí El miedo del portero al penalty, de Peter Handke. No me pareció, en absoluto, una historia de fútbol. Lo sería de otra cosa, pero de fútbol no. Ocurrió lo mismo con El delantero centro será asesinado al atardecer, de Vázquez Montalbán. Ahí las cosas se complicaron un poco más; había más Carvalho que balónpie.
La duda fue creciendo, de a poco, en cada libro de fútbol que leía: desde los cuentos que dedicaron Benedetti o Soriano hasta Fútbol a sol y sombra o Dios es redondo. Eran historias, sí, pero todas ellas o breves relatos o textos de no ficción. El asunto estalló finalmente en una conferencia literaria entre escritores futboleros –y, para más señas, suramericanos-. Ocurrió en Casa de América. En aquella ocasión Edmundo Paz Soldán respondía mansa y educadamente a las preguntas que el escritor argentino Rodrigo Fresán no hacía sobre Norte, entonces la última novela del boliviano.
Daba vueltas Fresán, hacía piruetas muy suyas –ágiles, rápidas, inteligentes- pero sin llegar a ningún lado. Aquello era todo menos la presentación de una novela. En esas estaba el argentino cuando interpeló a Paz Soldán sobre la beca de fútbol que lo llevó a la Alabama de Faulkner. No sabía si reírme o no. ¿Una beca para jugar fútbol en el único país pagano, excluido de la religión mundial, como dice John Carlin? Pues sí.
Era el año 1988, Edmundo Paz Soldán cursaba Estudios Internacionales en Buenos Aires y era hincha del Boca. El aún no novelista tenía 21 años, mucho tiempo libre y un amigo en una universidad de Alabama cuyo equipo de fútbol -el entrenador era ruso, para más señas- ofrecía becas a extranjeros para pagarles los estudios a cambio de jugar por la Universidad. Paz Soldán no hablaba inglés. No conocía los Estados Unidos y, dice él, que tampoco jugaba lo suficientemente bien. Pero se fue. Al menos eso contó a Fresán ante un auditorio no mayor de 20 personas . Rasguñando en Internet, encontré, sin embargo, una narración bastante más decorosa del quehacer futbolístico de Paz Soldán, quien, en efecto, jugó durante tres años en la Universidad de Alabama, donde terminó Ciencias Políticas a la vez que leía a Orwell y se iba, a hurtadillas, a conocer la casa de William Faulkner:
"Así fue que llegué a los Estados Unidos. Jugaba de mediocampista ofensivo. Como casi todos los chicos de mi generación, a los doce soñé con dedicarme al fútbol profesional. Luego me di cuenta –me hicieron dar cuenta- que mi nivel no daba para la primera división; sin embargo, era suficiente para destacar a nivel colegial y universitario. Llegué a Huntsville, Alabama, como una estrella, pero no duré mucho así: mi juego parsimonioso, gambeteador, no funcionaba en medio del estilo norteamericano, que privilegiaba el juego agresivamente físico al estilo de los europeos (pero sin su elegancia). Tuve un primer semestre deprimente, de partidos en estadios con tribunas vacías, de juegos donde lo que más se aplaudía eran las jugadas defensivas y espectaculares –digamos, cuando el líbero del equipo contrario barría sin contemplaciones a uno de nuestros atacantes. Muchas veces pensé en volverme a Buenos Aires, sobre todo cuando sentía que esa gran diversión que era para mí el fútbol se había tornado en un trabajo (las mañanas que debí levantarme a las seis de la mañana, las sesiones interminables de entrenamiento bajo el sol agotador del fin del verano sureño). No lo hice porque, bueno, debía asumirlo: el fútbol era un trabajo para mí esos años. Me pagaba los estudios".
Si Machado, Pablo Neruda, Miguel Delibes, Mario Benedetti, Roberto Arlt, Horacio Quiroga, Julio Ramón Rybeyro, Augusto Roa Bastos, Osvaldo Soriano, Eduardo Galeano, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Rodrigo Fresán, Javier Marías, Ray Loriga, Enric González o Luis García Montero (entre muchísimos otros)… han dado a la literatura hispanomericana páginas magníficas dedicadas al fútbol, también es cierto que no ha sido escrita, todavía, una novela canónica al respecto. La tarea, a juicio de Fresán, debe caer en un argentino –quizás tenga razón, son los únicos que pueden jactarse de tener a Messi y Borges-.Pero yo ahí no me meto. Volvamos al tema. No hay, en efecto, una novela que recoja en sus páginas, las pasiones y despechos que los estadios aprisionan entre sus gradas. Existe Fever Pitch, de Nick Hornby, vale. Pero él, por británico, no cuenta para nuestra pesquisa.
Abundan en la literatura hispanoamericana crónicas, reportajes, poemas, textos breves, ensayos, todos magníficos –¡Ah, Fontanarrosa!-, pero no una novela cuyo centro sea, enteramente, el fútbol. Quitando a nuestro centrocampista en Yoknapatawpha - Paz Soldán quiero decir-, habría que preguntarse cuántas novelas sobre fútbol quedan por escribir y más concretamente por qué ninguna ha tomado forma entre autores hispanoamericanos, siendo además América Latina y España tierras dadas a la palabra y, cómo no, al balón. De momento, Santamarta todavía me debe un partido y el Bayern-Barcelona ha coincidido con La Noche de los Libros, arruinándole la presentación a más de un escritor –varios de ellos culés-. Habrá quien diga que el Tiempo Champions es perfecto. Eso está todavía por verse.
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