Cultura

J. M. Coetzee: el retrato de un Nobel en un matadero de cristal

El Nobel John Maxwell Coetzee es poco amigo de entrevistas e intervenciones públicas, pero ha aceptado la invitación del Museo Reina Sofía para participar en el ciclo Capital Animal.

El aspecto de John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) es tan espartano como su prosa. Hay algo de pan duro en sus modales de hombre que envejece. Hay también sobriedad y desafección en su rostro, cuarteado como si durante años hubiese atravesado el mismo desierto. J.M Coetzee no ha cambiado de postura en toda su intervención. El premio Nobel de Literatura ha leído de pie durante 70 minutos en los que solo se detuvo en una ocasión, para beber agua. El auditorio del Museo Reina Sofía está abarrotado. Un público entre desconcertado y acalambrado llena esta sala y una adicional donde se retransmite la conferencia. Algunos de quienes han acudido parecen no haberlo leído jamás, otros son fieles feligreses que se reconocen entre sí por los ejemplares del sudafricano que llevan bajo el brazo.

Coetzee ha venido a Madrid a dictar una conferencia. Quienes asisten esta tarde, saldrán oliendo como aquello que ya se pudre en su interior.

Coetzee ha visitado Madrid este jueves para cerrar el ciclo Capital Animal, un encuentro que ha servido a vegetarianos y activistas para denunciar el maltrato contra pollos, cerdos, cabras, perros, toros. Para eso ha venido Coetzee. Un aroma militante impregna el ambiente. Por petición expresa del Nobel no se puede grabar, tampoco hacer fotos, ni volver a entrar a la sala una vez que se ha decidido abandonarla. Se respira un vapor tenso que en Coetzee resulta vital. Deletrear la violencia en sus muchas formas exige cierta atención. El selfie y el Periscope no son propicios para rebañar la propia casquería. Porque hemos venido a eso: a restregarnos con el humor de las cosas que cuelgan de un gancho. Quienes asisten esta tarde, saldrán oliendo como aquello que ya se pudre en su interior.

Violencia contra… los animales, pero acaso también otra. Un tipo de crueldad por la que nadie blande nada esta tarde: la que ejercen unos seres contra otros. De eso ha venido a hablar este hombre. Coetzee, dos puntos. Alguien que no concede entrevistas, no imparte conferencias ni da opiniones ante ninguna tribuna; lo que piensa está en sus libros. Coetzee, dos puntos. Alguien que rehúye a la prensa, hasta tal punto de no comparecer ante los medios cuando se le concedió el Nobel de Literatura, en 2003. Coetzee, dos puntos. Un hombre que para hablar esta tarde ha decidido usar la voz de Elizabeth Costello, la anciana escritora australiana –su alter ego, dicen algunos- que da nombre al libro publicado hace ya más de una década, y que aparece nuevamente en La vida de los animales (1999) y Hombre lento (2005). Con ella, Coetzee rompe el silencio esta tarde. Con ella se abre paso en una sala oscura que comienza a oler a sudor. "La gente tolera el sacrificio animal porque no llega a verlo, oírlo u olerlo", lee.

Los folios que sostiene Coetzee apoyado en un atril son inéditos. En ellos, el Nobel recrea y alarga un diálogo entre la anciana Elizabeth Costello y su hijo John. La situación parte de la trama de Elizabeth Costello, ese libro en el que la escritora australiana que da nombre a la obra viaja a Estados Unidos para recibir un premio e impartir una serie de charlas en las que denuncia con vehemencia –excesiva vehemencia- la crueldad de los seres humanos contra los animales. La acción que pone en marcha el texto comienza con una llamada telefónica. Elizabeth ha tenido una idea y desea contarla a John . Quiere construir un matadero de cristal en medio de la ciudad, uno en el que las personas puedan ver morir a los animales que se llevarán a la boca.

-¿Cuánto crees que costaría, John, construir un matadero? No uno grande, solo como demostración (…) Si hubiera un matadero de cristal en medio de la ciudad, un matadero al que la gente pudiera acercarse a escuchar a los animales chillar, a ver cómo son masacrados sin piedad, quizá cambiarían de idea.

-La gente no quiere que le recuerden de qué forma la comida llega a su plato –responde su hijo-. La sangre que sale a borbotones del cuello de un cerdo degollado es pegajosa. Apestosa. Atrae a las moscas. Ninguna autoridad permitiría un río de esa sangre en medio de su ciudad.

-No serían ríos sangre, sino una demostración (…) Podríamos llegar a un acuerdo con los restaurantes de la zona, para hacérselos llegar. Comida recién asesinada

Quien escucha en la oscuridad siente el cosquilleo de los temas que incomodan. Y todo en Coetzee es incómodo: una anciana en un mundo sin viejos, un matadero en un planeta celíaco, la muerte en una sociedad en la que nadie quiere morir. En la penumbra de la sala, algo está a punto de estallar. Algo da vértigo. Como quien se detiene ante esas zanjas que separan a los creyentes de los ateos, a los colonos de sus colonizadores, a los vivos de los muertos. Una especie de frontera que se levanta en el mostrador de una carnicería imaginaria en la que unos declinan el pollo o la ternera, mientras otros se preguntan cuánto tarda en desangrarse un ser humano con la cabeza atravesada por un machete. Estamos en territorio Coetzee, un lugar donde algo siempre a punto de estallar.

Quien escucha en la oscuridad siente el cosquilleo de los temas que incomodan. Y todo en Coetzee es incómodo. Algo da vértigo, como quien se detiene ante una zanja

El Nobel sudafricano es alguien capaz de salpicarnos con la sangre de un pastor alemán que muere de un balazo que le descerrajan unos asaltantes que queman la cabeza de un individuo mientras violan a su hija o de mostrarnos a un hombre arrodillado, con el brazo lleno de mierda, ante un retrete atascado. Coetzee nos ha dado paladas de tierra fresca y agusanada; tierra que se hace cal al contacto con lapiel lectora. Lo hizo en Desgracia (1999) con el profesor David Lurie, expulsado de la Universidad por forzar a una alumna a tener relaciones sexuales. En una Ciudad del Cabo castigada por el apartheid, Lurie dejará su entorno de clase media educada y se marchará a casa de su hija. Será un largo viaje de penitencia y extrañamiento, una travesía con postales en las que el lector verá a Lurie aplicando eutanasia a los animales que sufren o sorprendiéndose ante una mujer que decide vivir en un lugar hostil y amenazante, un sitio en el que la gente se detesta porque las separa algo más fuerte. En esa travesía, Lurie será él y será otro: apartado y periférico en su propia contradicción .Porque en Coetzee la palabra apartado lo es todo: esa distancia que acerca y separa a quienes infligen y reciben dolor.

No aclarará estas dudas J.M Coetzee. No esta tarde. Este matemático y sin duda el mejor novelista contemporáneo vivo, creció en el África del Apartheid. Esa larga sombra de segregación y violencia, de ultraje simbólico y real, que se extiende sobre su obra como una tormenta. En sus historias, Coetzee opone al individuo ante un mundo hostil, uno que envilece y en el que el instinto mueve a quienes lo habitan. A veces, Coetzee concede a sus personajes el dolor de otros para llegar al suyo. Por eso sus libros incendian. Poco de esto se adivina en las frases de tres palabras con las que el Nobel contesta un turno irregular de preguntas hechas a brochazos. Una ensalada de tópicos. Una discusión servida con una cubertería de plástico con la que sería imposible cortar una costilla o llegar al nervio de lo que el sangrante filete de la crueldad supone.

Porque en Coetzee la palabra apartado lo es todo: esa distancia que acerca y separa a quienes infligen y reciben dolor

Las pocas palabras de Coetzee están desprovistas de toda generosidad para quienes preguntan en la oscuridad. "La crueldad contra los animales no tiene ninguna función, aunque a veces es representativa". Siguiente pregunta. "No es eso de lo que hablo en el texto". Siguiente pregunta. "No entiendo lo que dice". Siguiente pregunta. Hierático, tieso como un ídolo de madera policromada, cualquiera podría pensar que J.M Coetzee desprecia a las personas y que preferiría vivir en un mundo sin ellas. Sí, alguien podría pensarlo, si no fuera porque sus historias están protagonizadas por las versiones más cercanas y genuinas de la naturaleza humana.

Ese es el registro de Coetzee. La furia y el vértigo de lo que hiede, lo que ensucia, lo que se pudre. El autor de libros esenciales como Esperando a los bárbaros es ahora ese hombre que lee sobre un escenario desierto. Es el que ocupa un espacio pequeño que lo escala en su humanidad como las naves de un matadero escalan a las vacas que van a morir. ¿Llegará el Nobel a quienes los escuchan cortadito en bandejas de poliespán, servido como la carne de añojo? ¿O acaso a las librerías en esas ediciones de bolsillo que muchos quieren llevar firmadas a casa? Da igual... En este matadero de cristal, quien afila el cuchillo es él. Un escritor que arranca a tiras la piel de los hombres y mujeres que al leerlo se reconocen en la pudrición de seres inventados. Para eso las coloca ahí Coetzee, para que seamos capaces de calzar nuestras miserias en las suyas. Leyéndolo, somos el pollo hacinado, la síntesis entre el matador y el toro, el rastro adolorido de un mundo que no será mejor porque él lo escriba. O sí.

esperando una entrevista de prensa

Una larga fila se derrama por las escaleras que comunican el escenario con las butacas del auditorio. Después de hora y media de conferencia, J.M Coetzee tiene tiempo para "hablar con quienes deseen acercarse a saludarlo". Al menos así lo anuncia el profesor José Carlos Miralles, la persona encargada de moderar la charla. Coetzee aguarda a un lado del escenario. Sobrelleva el besamanos con amabilidad y distancia. Algo extraño hay en este hombre de piel ajada y prosa amarga, algo que se resiste a lo fugaz. Coetzee recibe a las personas de pie. Evita la imagen del autor que, sentado en una mesa llena de ejemplares para la venta, ensaya una dedicatoria miope rematada con la estampa de su firma. Pero ese no es el caso. Él no es el autor enjaulado en su celebridad. Se resiste Coetzee a ser el animal autorizado para desenvolver en un hábitat, pero no en el mundo. Es como si, al escuchar, saliera de uno y entrara en otro.

Algo del espíritu de Diario de un año malo se desprende de los gestos de Coetzee. Él, como su narrador, parece adoptar el papel de todos aquellos que padecen el abandono. Coetzee escucha. Habla poco, pero escucha. Quienes se acercan llevan sin embargo los ejemplares de algunas de sus doce novelas para que las firme: Esperando a los bárbaros (1980), Vida y época de Michael K (1983), El maestro de Petersburgo (1994), Desgracia (1999), La infancia de Jesús. También se ve, entre los muchos volúmenes, Infancia, la primera parte de las memorias noveladas que se completan con Juventud y Verano.

Una activista contra el maltrato animal espera su turno. Para acortar la espera da un poco de charla. No ha leído nada del sudafricano, asegura, pero necesita hablar con él. Al escuchar los brochazos de las mejores escenas de sus novelas, la mujer luce incómoda. Incluso dibuja un gesto de incredulidad y terror. Tiene los ojos como platos. Parece no gustarle nada cómo en los libros de Coetzee las cabras se desangran y los perros mueren. Cuando llega su turno resulta imposible saber qué le dice ella a él. El vértigo silencia algunas escenas, esta incluida.

Llegado el turno de quien escribe, toca lo que toca: pedir una entrevista. El asunto tiene algo recitativo y embarazoso. Sí, señor Coetzee, es sabido que usted no concede entrevistas, pero quizá, tal vez, una pregunta. El sudafricano acepta una libreta y garabatea en ella su correo electrónico. "Puedo contestar a sus preguntas por escrito". Quien examina su letra contrahecha y ve sus pecas resecas murmura un agradecimiento. Hay que marcharse a toda prisa. Salir a la calle fantaseando con un buzón de entrada al que habrán ido a estrellarse las plegarias de quienes esperan algo. Algo que existe, lejos, en otro lugar. Como una promesa o una derrota en la cual quedarse a vivir.

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