Si el Ricardo III de Shakespeare invocó el "invierno de nuestra desazón" en el primer acto de aquella tragedia, muchas otras obras, sobre todo las maestras, tienen lugar en medio de una borrasca física o personal, pero borrasca al fin y al cabo. No en vano Steinbeck retomó esa expresión para desentrañar las contradicciones de la clase media norteamericana. La nieve sepulta y propone una cierta carestía, al mismo tiempo que ilumina o destroza el destino de los hombres y mujeres, como el del Nikolái de Guerra y paz, que vuelve a casa en medio de un invierno en el que su familia se arruina.
En estos días en los que se desploman bloques de hielo de las cornisas y la nevada ha dejado a su paso un paisaje blanco que ahora se transforma en nieve sucia, convendría un repaso al asunto invernal en la literatura. La selección no incluye, ni mucho menos, todas aquellas obras que se valen del frío como escenario o metáfora. Más que un lista o una antología, se trata de un ramillete. Es imposible evocar el invierno sin pensar en la Fantine de Los miserables o en las pisadas de caballo aún frescas sobre la nieve que usó Umberto Eco en El nombre de la rosa.
No hay libro que evoque mejor el paisaje de invierno que La montaña mágica, de Thomas Mann, quien plantea la historia de un hospital como aquel lugar donde la vida se refugia a la vez que la congela. En sus páginas, Mann narra la vida de Hans Castorp, un joven que acude al Sanatorio Internacional Berghof, en los Alpes suizos, para ver a su primo Joachim Ziemssen, quien padece de tuberculosis.
Valiéndose de la precisión, e inspirándose en la estancia de su mujer Katia en un sanatorio de los Alpes, Mann describe un lugar en el que ingresan los miembros de la burguesía de toda Europa. A medida que avanzan los día, Castorp transformará su visita temporal en una reclusión de siete años. Las lentas caladas a los María Mancini –inolvidables esos cigarrillos- y la montaña nevada hacen las veces de escenario para reflexiones sobre la muerte, el tedio y la propia idea de la vida escabulléndose entre acantilados.
Hay escenas literarias memorables en la nieve, desde el cuento El príncipe feliz, de Oscar Wilde, o las caminatas del último de los Trotta en La marcha Radetzky, una novela en la que Joseph Roth desgrana la decadencia del imperio Austrohúngaro a través de la historia de una familia. En la ficción, el invierno entraña desesperación y desamparo. Endurece cualquier tragedia, pero también estructura la aventura, porque pone de manifiesto la lucha con la naturaleza y en contra de ella. Ese es uno de los temas que Jack London exprimió en su Colmillo blanco, una novela ambientada en Canadá, durante la fiebre del oro a fines del sigo XIX y que se vale del tema de la domesticación del perro lobo salvaje como metáfora de un mundo violento y depredador, el de la naturaleza, y ese otro que el ser humano levanta a su paso.
En la ficción el invierno entraña desesperación y desamparo. Endurece cualquier tragedia, pero también desata la aventura
Nieve es una palabra que conduce directamente al escritor suizo Robert Walser, el fantasma literario predilecto de muchos lectores y autores. Su vida y su obra están dotadas de una cierta fugacidad, una vocación de transparencia y evaporación, ejecutada con letra febril, apretada caligrafía a lápiz de la que quedan libros como Escrito a lápiz. En su afán de no desear nada y simplemente desaparecer, ingresó voluntariamente en el sanatorio de Herisau. Murió el día de navidad mientras daba uno de sus largos paseos por la nieve.
Pero en el hielo también ocurren incendios. "Cuando la tormenta de nieve aísle la ciudad, nada podrá evitar un acto desesperado...", escribió el premio Nobel turco Orhan Pamuk en Nieve (Alfaguara, 2005). En pleno invierno, un poeta y periodista regresa a la ciudad de Kars en la frontera de Turquía, después de largos años de exilio político en Europa Occidental. Ha ido allí para contar una ola de suicidios de chicas a las que se les ha prohibido llevar las cabezas cubiertas a la escuela. Una novela que combina política, religión y reflexión sobre la propia occidentalización y que ocurre en el amenazante y níveo paisaje de un hombre que regresa, acaso, en la peor estación.
Los relatos de Hans Christian Andersen echan mano del invierno como estampa cruel. El danés, atormentado por su infancia precaria y su alcoholismo, imprimió en sus relatos buena parte de los fantasmas que poblaron su vida real. Suyos son El patito feo, El traje nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El sastrecillo valiente... Uno de los más conocidos es La vendedora de cerillas, en cuyas páginas una niña descalza vende cerillas que nadie le compra. Sentada en el suelo y hecha un ovillo, en medio de la nieve, intenta encender una, luego otra y otra, mientras imagina aquellos lugares donde desearía estar. Al día siguiente la pequeña cerillera es encontrada en la misma acera, sola y muerta de frío.
Para novelas venidas del frío, qué mejor que País de nieve, la primera obra de Yasunari Kawabata, el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968. Su título es la traducción literal del japonés Yukiguni. El nombre procede del lugar donde transcurre la historia, la actual prefectura de Niigata, a donde llega Shimamura en tren a través de un largo túnel bajo las montañas entre las prefecturas de Gunma (Kozuke no kuni) y Niigata (Echigo no kuni). En sus páginas, Kawabata cuenta la historia de Shimamura, un hombre que regresa durante tres inviernos a la región más fría del país atraído por la belleza de la estación y el tradicional estilo de vida.
Diario de invierno sirvió a Paul Auster para escribir sobre la llegada de las primeras señales de la vejez. La edad como intemperie
Muchos autores contemporáneos se valieron del invierno y la intemperie como estampa anímica y estética. Lo hizo el escritor Thomas Bernhard en El frío, un texto que bebe de La montaña mágica, de Mann, y en el que narra el calvario de un enfermo, él mismo pues, entre hospitales, casas de reposo y sanatorios. Publicado como la cuarta entrega de su serie autobiográfica, es un libro congelado de rabia y soledad. Asimismo, Diario de invierno sirvió a Paul Auster para escribir sobre la llegada de las primeras señales de la vejez: la edad como intemperie. El invierno como metáfora también permitió a Cormac McCarthy escribir una historia tan desasosegaste como La carretera, la historia de un padre y un hijo en un mundo postapocalíptico donde apenas quedan supervivientes. Hace frío y buscan comida. Al igual que para Bernard alude a la desportección, Mc Carthy explota el frío en ese mundo en el que nada retoña, en el que todo luce yermo, carbonizado y amenazante.
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