La viuda literaria es la única especie que nace con la muerte, dice el periodista mexicano Marcos Eymar. Y lleva toda la razón, excepto por un matiz: hay viudos y viudas –los grandes escritores muertos no han sido sólo hombres -, pero ... a lo que vamos. Según Eymar, la desaparición física del autor hace que su deudo –la viuda, dice él- se metamorfosee, convirtiéndose en una "criatura temible, omnipresente, dispuesta a despedazar a quien se atreva a tocar el legado del difunto".
La afirmación, excesiva a todas luces, tiene sin embargo su punto cierto, demoledoramente cierto. Es una idea, que nos viene a todos a la cabeza, y nos remite a la palabra ‘viuda’ escrita con uve de Yoko Ono y vive, por ejemplo, bajo la larga sombra de sospecha que tuvo que cargar durante toda su vida el escritor Ted Hugues como el culpable del suicidio de su mujer Silvya Plath, quien se mató poco después de que él la dejarla por otra escritora: Assia Wevill.
Como viudo, Hughes se convirtió en el ejecutor de los bienes personales y literarios de Plath. Fue él quien supervisó la publicación de sus manuscritos, incluyendo Ariel (1966), también el volumen The collected poems, publicado en 1981. Con el paso de los años, a la vez que alimentaba una obra personal, Ted Hughes se vio perseguido por la sombra de Plath. Sus lecturas y conferencias, como cuenta Eduardo Lago en algunas de sus crónicas periodísticas, se veían habitualmente interrumpidas por el grito de asesino.
Enfermo de cáncer y consciente de que moriría, Hughes publicó Birthday Letters (1998), un libro dedicado a Plath.
Ya enfermo de cáncer y consciente de que moriría, Hughes publicó Birthday Letters (1998), un libro dedicado a su esposa y a los dos hijos comunes. En sus páginas, Hughes evoca su relación desde el momento mismo de su encuentro, en una fiesta. "Eras un nuevo mundo. Mi nuevo mundo. Así que ésta es América, me maravillé. Hermosa, hermosa América", rezan los últimos versos del poema que rememora la primera vez que hicieron el amor. Después de años de silencio, el poeta contó en ese libro las intimidades, las tensiones y progresivo deterioro de una de las relaciones literarias más trágicas.
Pero seamos sensatos y coloquemos las cosas en su sitio. Algunos se refieren -mayoritariamente a las esposas de los escritores muertos- como viudas con derecho de autor, porque, en efecto, las regalías suponen una posesión literaria y económica en cuyo nombre se puede desde arruinar la divulgación de una obra y matar de hambre a los otros herederos, hasta conseguir, en cambio, que un autor brille, que no desaparezca editorialmente, como lo hizo en vida Aurora Bernárdez, la mujer de Julio Cortázar, o Pilar del Río, esposa del fallecido premio Nobel José Saramago, a quien lo de la viudez como título no le gusta nada. Ella es Pilar del Río, no la viuda de alguien.
Sin embargo, así como existen albaceas que contribuyen a engrandecer a un autor, están las y los que, trepadas y trepados a la imagen –fetichizada- del novelista, el narrador o el poeta, actúan como depositarios y guardianes únicos de todo de cuanto ese escritor se diga o se divulgue.
María Kodama, primero la alumna, durante dos meses la esposa y ahora la eterna viuda de Borges.
Ocurrió –y ocurre por ejemplo- con María Kodama, primero la alumna, durante dos meses la esposa y finalmente la eterna viuda de Borges –se casaron por poderes, en 1986, poco antes de la muerte del escritor-. El episodio más reciente lo tuvo con Agustín Fernández Mallo. Cuando el autor español publicó lo que él llamó un remake de El Hacedor de Borges, a Kodama no le gustó un pelo -en realidad le acusó de plagio- y obligó a retirar el libro –que a día de hoy no se consigue-.
Ni hablar de las peleas de Marina Castaño, segunda mujer de Cela, quien se batió en una lucha a cuchillo con Camilo José Cela Conde, hijo del nobel gallego, a causa de la herencia del autor de La colmena. Hace casi un mes, la justicia reconoció el derecho de Cela Conde a las dos terceras partes de la herencia de su padre (5,2 millones de euros). A Castaño, a quien siempre le han rodeado las críticas, le tocó al poco tiempo recibir otro golpe: la imputación por posibles delitos de malversación y fraude de la Fundación Camilo José Cela. Así, no hay memoria que resista.
También por dinero, la que libran María Asunción Mateo, viuda de Rafael Alberti -40 años menor que él-, y la única hija del poeta, Aitana Alberti (fruto de la unión del escritor con María Teresa León). El origen de la discordía estaba, claro, en el testamento. pero no uno cualquiera, sino uno no especialmente -que Alberti firmó solo seis días antes de cumplir 94 años- y en el que la mayor rebenficiada es Mateo.
Otras veces, los desacuerdos surgen al momento de ajustar cuentas con la vida privada. Ocurrió con Carolina López, públicamente reconocida como viuda del escritor Roberto Bolaño. Sin embargo, alrededor del chileno orbita Carmen Pérez de Vega, su pareja en los últimos años y quien acompañó al autor de Los detectives salvajes en sus días finales. ¿Quién es, realmente, su viuda? En el estrecho pasillo de las relaciones humanas, el problema no son los derechos de autor - López es la heredera legal- sino esa otra deuda moral y afectiva que no entra en los testamentos.
Los hay que sacan pecho y levantan polémica al querer retratarse como parte de la obra que cuidan. Eva Gabrielsson, la esposa del sueco Stieg Larsson, reconoció en sus memorias que ayudó a su compañeros durante 32 años a escribir los tres volúmenes de la saga Millenium, una trilogía que vendió más de 30 millones de ejemplares en todo el mundo. Pero no fue Gabrielsson la única en sobrevolar -con una cierta elipsis carroñera- la figura del escritor. El periodista Kurdo Baksi aprovechó no sólo para vender un libro -Mi amigo Stieg Larsson (Destino)-, también para arrojar estiércol sobre Gabrielsson al aludir las tensiones entre ella y el padre y el hermano de Larsson.
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