Cultura

Los grandes escritores viajeros

La literatura occidental nació unida a la idea del viaje, el de Ulises en La Odisea. El Romanticismo fue el momento de las grandes aventuras y el XX el de las guerras y las revelaciones.

Respira en la nuca de quienes hablaremos el aliento de Julio Verne, Herman Melville, Stevenson, Jack London o Joseph Conrad. Si quienes se movían en los siglos XVIII y XIX lo hacían empujados por la aventura, el nacimiento de otras ciencias o el nuevo mapa del comercio, en el XX lo harían, acaso, movidos por el paso urgente de la guerra y el exilio, pero también calzando las botas del reportero, las gruesas gafas del aviador o la americana presuntuosa del vividor.

Tras un accidente a bordo de un Caudron C-630 Simoun n7041, durante un vuelo París-Saigón, Antoine Saint-Exupéry tuvo un aterrizaje forzoso en el desierto del Sáhara. Estuvo cuatro días sin alimento ni agua hasta que un beduino lo rescató a él y su ayudante André Prevot. Esa historia, que narra en Tierra de hombres, ha sido, para muchos el detonante vital de El pequeño príncipe.

Soldado a los 19 y corresponsal extranjero a los 20, Ernest Hemingway dejó páginas memorables sobre la guerra, que es, a su manera otro viaje: Ulises intentando volver vivo a Ítaca. Adiós a la armas y Por quién doblan las campanas son las novelas más emblemáticas del Hemingway al que la historia nos tiene acostumbrados: un hombre aficionado a retratarse entre leones y hombres muertos a sus pies. Extraño y cruel; excesivo y feroz. Corresponsal perfecto en páginas pasajeras. En la estirpe del corresponsal escritor se suceden las páginas de Ryszard Kapuscinski a lo largo de toda su obra: El Imperio, El ocaso del imperio, Ébano

Para viajes, también, los que emprendió Faulkner por el Mississippi o el mismísimo Truman Capote, que viajó mucho en sus inicios. Siendo apenas un jovencillo de piel blanquecina y mirada reptil, cumplió una etapa errante por Italia, España, Tánger y Haití de la que dan fe los escritos recogidos en Los perros ladran, un libro editado en España por Anagrama, y en el que incluye también un documento excepcional sobre la Rusia soviética que conoció en 1956.

 Otro viajero literario, cómo dudarlo, Nuestro hombre en la habana,  Graham Greene, quien conoció bien el mundo del espionaje y escenarios como Suráfrica para escribir El factor humano, también dio vida a páginas sensacionales como Caminos sin ley (1938), una crónica periodística donde retrata un México afectado por la explotación petrolera.

Siendo apenas un jovencillo, el neoyorquino Paul Bowles, autor de El Cielo Protector, compró un billete de ida a París. A partir de ahí no se detuvo, ni siquiera cuando se estableció, en Tánger, con su esposa, la magnífica novelista Jane Bowles. Los viajes fueron su quehacer y el motor de sus páginas. También Malcolm Lowry fue marinero y viajó a Extremo Oriente, no paró de moverse entre Nueva York, México, Hollywood y la Columbia Británica hasta su triste y prematura muerte.

Lo foráneo. Lo exótico. Lo desconocido. Lawrence Durrell sitúa en Alejandría su clásico Cuarteto, y deja libros como Visión de Provenza o Reflexiones sobre una Venus marina. También en Grecia, y justamente en un viaje para visitar a Durrell,  Henry Miller encontró el material necesario para su magnífico Coloso de Marusi.

Margueritte Duràs nació en la Indochina Francesa, un lugar del que brotarían los conflictos y elementos esenciales de su obra, una de las más autobiográficas, quizás, la primeriza Un dique contra el pacífico. Paul Theroux viaja en tren por China y escribe En el gallo de hierro, El gran bazar del ferrocarril, y un Retorno a la Patagonia a medias con Bruce Chatwin, maestro en el género.

Raro cultivador de novelas de aventuras en nuestro siglo, Pierre Loti, pseudónimo de Julien Viaud, dejó escritos libros de viajes sobre Japón o Marruecos. Paul Morand dejaría en páginas impresas su visión de Bucarest (1935), también La Europa galante y una colección de Venecias, volumen publicado en 1970.  

Las letras españolas cuentan con importantes -y numerosos- volúmenes de viaje. Los que más destacan, quizás por su cantidad, fueron los de Camilo José Cela. El gallego publicó cerca de una docena de libros sobre el tema, entre ellos El Viaje a la Alcarria (1984), del que escribió una segunda entrega en 1986. Mucho más hermoso y potente, sin duda, el Viaje en autobús, en cuyas páginas  Josep Pla conduce a los  lectores por los pueblos de la Costa Brava de los años cincuenta. «Uno, pues, de tarde en tarde, viaja por el país», entona el catalán.

Quien recorrió España de punta a punta fue Azorín, uno de sus primeros viajes y el más importante, fue el que realizó junto con Baroja a Toledo, en el que en el que descubrió al Greco y que recogió algunos apuntes en La Voluntad y Castilla (1912). Sus descripciones de paisajes están presentes en todas sus obras pero especialmente en: La ruta de Don Quijote (1905), El paisaje de España visto por los españoles (1917), El libro de Levante (1929), Valencia (1941) y Madrid (1941).

Voces periodísticas cultivaron también la literatura de viajes: Manuel Leguineche, Luis Carandell y Manuel Chávez Nogales, pero también –algo más cercanos en el tiempo- Javier Reverte, Pérez de Albéniz o Rosa Regàs, esta última con Viaje a la luz del Cham (1995). Egipto inspiró además a Terenci Moix para El sueño de Alejandría y Enrique Vila-Matas ha coqueteado –muy a su manera- con el género en Doctor Pasavento o El viaje vertical.

Imposible no mencionar De viaje por los países socialistas, de Gabriel García Márquez; a su manera, la Rayuela de Cortázar;  la Guía triste de París, de Bryce Echenique; El hablador o, más reciente, El sueño del Celta, de Mario Vargas Llosa; El arpa y la sombra, de Carpentier;  los viajes de Neruda reflejados en su Estravagario … Una bitácora desigual y arbitraria la que presentamos. Un ir y venir que, como el viajero, podría haber ido más lejos o regresar antes.

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