Hace unos días el genial escritor Alberto Olmos condenaba en Twitter las llamadas telefónicas: «Qué manía tiene la gente con llamar por teléfono, de verdad». Lo mejor de los avances tecnológicos, pensé yo al instante, es que despiertan impensables pulsiones luditas. Lo mejor de que haya móviles es que cada vez más gente los rechaza. La existencia de algo tan cuestionable como los dispositivos digitales ha conllevado algo incuestionablemente bueno como el odio hacia algunos de sus usos.
Cuánto entiendo a Olmos. Yo, que gasto un conservadurismo natural, espontáneo, casi inconsciente, yo, que cada vez que otros reivindican una innovación arqueo la ceja por defecto, le doblo la apuesta y, más que la manía de llamar por teléfono, lamento la manía que tenemos todos de usarlo. Me incomodan las personas que caminan cabizbajas, los adolescentes que consumen TikTok, las madres que ven recetas en Instagram, las abuelas que saben de su prima Amparo por Facebook. Por incomodarme, me incomoda incluso el cultureta al que no le basta con leer ensayos políticos y en consecuencia escucha podcasts en «Spoti» y luego se los recomienda al mundo en Twitter. No podría hacer una objeción concreta contra el smartphone porque cualquiera me parecería reduccionista. No tengo un problema con algunos de los usos del móvil; lo tengo con los móviles en general.
De todos modos, asumiendo que el móvil hay que utilizarlo porque quién conservaría trabajo, amigos, mujer en caso de no hacerlo, asumiendo que uno está hoy forzado por las circunstancias a trasegar con el teléfono como el campesino estaba forzado a labrar la tierra, debo decir que prefiero las llamadas a cualquier otra forma de comunicación remota. La llamada tiene una ventaja que ni siquiera Olmos osará negar. Uno puede ignorarla sin que la persona que llama se dé cuenta de que eso hace, ignorar. No ocurre así, en cambio, en WhatsApp: lo tics azules y ese acusica «en línea» que aparece y desaparece repentinamente de la parte superior de la pantalla terminan delatándole a uno como un misántropo. Se puede esquivar al pesado que llama por teléfono ―«perdón, que soy un desastre con el móvil»―, pero no a ese otro que escribe WhatsApps y que tiene algo de defensa resabiado, correoso, italiano: cuando uno cree haberlo sorteado, cuando cree haberle regateado y tiene ya una interjección triunfal en la punta de la lengua, él se recompone para seguir perturbándole.
El revolucionario de hace lustros es ahora un intransigente conservador: no quiere reemplazar su revolución por otra, sino preservarla como él la concibió
La llamada telefónica pasa y he ahí su maravilla; transcurrido un tiempo, uno ya no está obligado a devolverla. Los mensajes, por el contrario, quedan ahí registrados, suplicando la debida respuesta, expectantes como el perrillo famélico que solloza para que su amo lo compadezca y le dé unas migajas.
Dice el gran Olmos que qué manía tiene la gente con llamar y a mí me sorprende bastante que lo diga. Considero que la única manía que tiene la gente al respecto es la contraria, la de no llamar. De hecho, tan desfasado está el telefonazo y tan de moda la mensajería instantánea que, cuando una persona llama a otra, ésta responde con extrañeza y preocupación: «¿Ocurre algo?». Es como si sólo se pudiese llamar en caso de extrema necesidad, acaecida una desgracia o sobrevenida una bendición. Lo afirmo por estricta experiencia: una tercera parte de las veces que llamo a M., ella me pregunta si eso mismo que estoy diciéndole de viva voz no podría decírselo por WhatsApp. Quien todavía llama por teléfono, concluyo, se entrega al selecto placer de la extravagancia y al todavía mejor placer del atavismo. Rescata una práctica que nuestra época ha descartado, hace lo que hacían sus abuelos por el único motivo de que merece la pena hacerlo, le espeta un non serviam al espíritu del tiempo.
Lo mejor de esta época tornadiza, vertiginosa, es que los entusiastas de ayer son los detractores de hoy. Quien antaño celebró la posibilidad de una llamada telefónica hoy debería lamentar, incluso aborrecer, su sustitución por un incesante y siempre insustancial chateo. El revolucionario de hace lustros es ahora un intransigente conservador: no quiere reemplazar su revolución por otra, sino preservarla como él la concibió. Aferrado al recuerdo de otra época, oponiéndose heroicamente a la inercia de este tiempo, revolucionario es hoy quien deja de teclear el teléfono por un instante, lo posa en su oreja y le pregunta a un buen amigo qué tal está sin más interés que saberlo.
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