El Papa Francisco ha publicado una exhortación apostólica, Laudate Deum, que hace las veces de continuación de Laudato Si, su encíclica sobre el cuidado del planeta y el cambio climático. Se trata de un texto más político, alguien diría que más combativo. No es tanto una disertación en la que se expone una filosofía como una diatriba en la que se advierte de un apocalipsis, primero, y se llama a la acción, después. Está, por así decirlo, más apegada a lo concreto, a lo práctico y a lo actual que su precuela. Tiene algo de exhortación en el sentido estricto de la palabra; por momentos no difiere demasiado de la soflama de un activista.
He de admitir que no veo ningún inconveniente en que el Papa lance soflamas siempre y cuando las lance bien. Y me temo que este no es el caso. Uno termina de leer el texto con la perturbadora sensación de que podría suscribirlo casi íntegramente cualquier político centrista. Habrá quien conciba esto como una virtud ―¡el Papa tendiendo puentes!―, pero yo tan sólo veo una oportunidad desperdiciada. Pudiendo haber iluminado a la «comunidad mundial» con un enfoque diferente, pudiendo haber abordado el asunto desde una perspectiva nítidamente católica, ha optado por escribir un texto a duras penas distinguible del de un activista de Greenpeace. Se nos impone, por tanto, una pregunta retórica: ¿está llamado el Papa a ser un líder global más? ¿Es eso lo que necesita el rebaño fiel?
Quizá lo peor de Laudate Deum es que contiene un puñado de afirmaciones discutibles proclamadas como evidencias. «Ya nadie puede dudar del origen humano ―'antrópico'― del cambio climático», dice en un punto Su Santidad. Él mismo escribió hace unos años que «el pluralismo y la diversidad de religión son expresión de una sabia voluntad divina». Alguien podría hacerse un lío. En las religiones, sí, pero ¿en el cambio climático no? ¿Aquí la pluralidad ya no es deseable? Por otro lado, ¿no es precisa la duda para que la ciencia progrese? ¿No nos alejamos de la verdad cuando damos un debate por zanjado? En todo aquello que no es dogma de fe ―y esto, ejem, no lo es―, ¿no conviene acaso estimular la discusión y el diálogo?
En otro punto de la exhortación, el Papa asegura que «lamentablemente la crisis climática no es un asunto que interese a los grandes poderes económicos, preocupados por el mayor rédito posible con el menor costo y el tiempo más corto que se pueda». El problema de esta afirmación es que la mera experiencia la desmiente. Greta Thunberg, icono de la lucha contra el cambio climático, viajó hace unos años a una cumbre de la ONU en un yate patrocinado por BMW, ¡BMW!, y un banco suizo. Ana Patricia Botín, presidente del banco Santander, dijo hace unos años que el calentamiento global es «un tema que debe preocuparnos de forma personal a cada uno de nosotros». Bill Gates, por su parte, advirtió en 2021 que el cambio climático tendría «efectos peores que la pandemia». La realidad, contra lo que señala el pontífice, es que no hay poderoso que desaproveche su oportunidad de sermonearnos acerca de la crisis climática. La realidad, reformulando su frase, es que la crisis climática es un asunto que sólo parece interesar a los grandes poderes, que la utilizan para justificar sus ingenierías sociales.
Una alternativa al ecologismo y a la rapacidad
Con todo, la exhortación crece en esos escasísimos momentos en que el Papa se refiere más a los principios generales que a la actualidad, más a la teología o a la filosofía que a la ciencia o a la política, más a las obligaciones del hombre para con el resto de las criaturas que al hecho mismo del cambio climático. Hay, por ejemplo, una atinadísima crítica al paradigma tecnocrático y al progresismo: «No todo aumento de poder es un progreso para la humanidad. Basta pensar en las tecnologías 'admirables' que fueron utilizadas para diezmar poblaciones, lanzar bombas atómicas, aniquilar etnias. Fueron momentos históricos donde la admiración ante el progreso no dejaba ver lo horroroso de sus efectos».
La crisis climática es un asunto que sólo parece interesar a los grandes poderes, que la utilizan para justificar sus ingenierías sociales
En lo que concierne a la relación entre el hombre y las criaturas, el papa Francisco propone un antropocentrismo situado: «Es decir, reconocer que la vida humana es incomprensible e insostenible sin las demás criaturas, porque todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y sublime».
En realidad, el papa se ubica así en un justo medio entre dos visiones excesivas: la ecologista, según la cual el hombre ha devenido en amenaza para el mundo natural y, por tanto, sería oportuna incluso la desaparición; y la antropocéntrica, según la cual el hombre puede disponer soberanamente del planeta, sin más restricciones que las que él tenga a bien fijarse. Contra la primera, Francisco recuerda que la relación entre el hombre y las criaturas no es conflictiva, sino complementaria, y que, en consecuencia, no cabe entenderla como un juego de suma cero: el bien de la naturaleza es el bien de los hombres, que dependen de ella para vivir, y el bien de los hombres es, a su vez, el bien de la naturaleza, que depende de ellos para alcanzar su plenitud. Contra la segunda, por su parte, asegura que el hombre no puede disponer de la tierra como se le antoje, sino responsablemente, y que es menos un soberano que un administrador llamado a «agradecer, a valorar y a cuidar todo lo que existe como un don».
La exhortación apostólica, que empieza mal y continúa un poco mejor, termina sin embargo por todo lo alto, con un aforismo que hiere de muerte a la modernidad: «Un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo». Imposible decir más con menos.
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