Largas colas de público a la entrada del recinto, aglomeraciones de hasta cinco personas esperando a hacerse el test de antígenos en los boxes, sanitarias que por falta de tiempo no se hicieron la prueba para descartar que estuvieran contagiadas, presión constante para trabajar rápido, falta de batas para cambiarse tras detectar un positivo, guantes de mala calidad que impedían trabajar con seguridad… La lista de negligencias que han ido denunciando las auxiliares en las semanas posteriores a la celebración de los festivales Vida, Canet Rock y Cruïlla es interminable. Todas las trabajadoras sanitarias contactadas explican que nunca, ni trabajando en urgencias en los días más duros de pandemia, habían vivido tal caos organizativo. Y que, por supuesto, temieron por su salud.
El riesgo de contagiarse era elevado, afirman. Tan elevado, que algunas no lo han podido evitar. A través de los grupos de Whatsapp que crearon las auxiliares para compartir sus quejas y organizar la demanda, varias trabajadoras desvelaron que días después de trabajar en los festivales empezaron a tener síntomas extraños que pronto desembocaron en un diagnóstico inequívoco: habían contraído la enfermedad. Esta es la experiencia festivalera de tres auxiliares que un buen día respondieron a una oferta laboral enmarcada en un experimento pionero de cribaje masivo, esa que iba a salvar a la industria musical catalana y ser el orgullo de media Europa. Un lote de macrofestivales sin distancia social que Josep Maria Argimon, el conseller de Salut de la Generalitat que los autorizó en plena quinta ola, lamentó pocos días después no haber prohibido.
Veinteañera y sin vacuna
Noelia Arias es una auxiliar de Santa Coloma de Gramenet. “Trabajé los días 1, 2 y 3 de julio en el Vida Fest de Vilanova. El día 8 tuve que ir de urgencias. Estuve toda la noche a 40 de fiebre y había perdido el olfato. Tampoco tenía gusto. La enfermera que me hizo la prueba me dijo que no era el primer caso de auxiliar de enfermería que había estado trabajando en los festivales y se había contagiado”, revela. “Yo trabajé en el festival y la semana siguiente no salí de casa porque no dio la casualidad. No veo posibilidad de que (el contagio) haya sido en otro sitio”, calcula. Noelia tiene 20 años y aún no estaba vacunada. Su intención era ir a trabajar al Cruïlla, pero al dar positivo se confinó. “Le escribí un whatsapp (a Sandra Márquez, la directora de Enfersalus) diciéndole que era positivo y me dijo: ‘Qué mala suerte’. Ya está. Esa fue su contestación”.
Una auxiliar vacunada que trabajó un solo día en el Vida tiene covid consistente y diversas secuelas
Candela López trabaja desde 2018 en el Institut Català de la Salut. Es auxiliar y ha hecho todos los cursillos de formación para la covid porque está al frente del departamento de PCR en el CAP del barrio de La Florida de L’Hospitalet, uno de los más superpoblados de Europa. Tan superpoblado, que en algunas fases de la pandemia ha batido récords de contagios. “En La Florida hemos llegado a hacer 500 y 600 PCR al día”, recuerda. Pero aclara que en ningún momento trabajaron sin la protección necesaria y que en año y medio de pandemia ella no se había contagiado. Candela solo trabajó un día en el festival Vida: el sábado. Ella no detectó ningún positivo… más allá del suyo propio.
“El domingo me levanté hecha polvo. A las tres de la mañana del lunes tenía fiebre y no me bajaba. El lunes fui a trabajar y me hice el test rápido. Salió positivo y me mandaron para casa”. Candela estaba vacunada. De nada sirvió: “Pasé diez días ahogándome, cagándome viva y vomitando. Perdí siete quilos. Me faltaba el oxígeno un montón. Tenía fiebre muy alta: de 39 no bajaba. Dolor de garganta, de cabeza, muscular… Tenía una presión en el pecho increíble”, recuerda. Ha estado 25 días de baja y lo peor es que tiene secuelas. “He perdido la audición de un oído y no sé si la voy a recuperar del todo. Y tengo fibrosis en los pulmones. Voy con el ventolín en el bolso porque me ahogo. En mi vida lo había usado. También he tenido retrasos en la regla, cuando nunca había tenido”. A la espera de más pruebas, le han diagnosticado covid persistente.
“Estoy segurísima de que lo cogí allí”, afirma indignada. “No he estado en aglomeraciones, no me me he ido de fiesta. Estuve toda la semana trabajando en el CAP y es imposible que lo haya cogido allí, trabajando con un EPI con el que solo se me ven los ojos: con doble guante y doble mascarilla. En el CAP no estamos expuestas ni de coña. Hasta desayunamos separadas”, puntualiza. Con el suyo ya serían dos casos de contagio de auxiliares en el Vida. “Y las que no lo saben”, intuye Candela. “Como en el festival no pudimos hacer descanso, al subir al autocar de vuelta nos pusimos todas a comer y beber”, recuerda. Al estar contagiada, ella tampoco fue a trabajar al festival Cruïlla como tenía planeado. “Pero aunque no hubiese cogido la covid, no hubiera repetido. Eso no estaba pagado”, suelta, haciendo referencia a los ocho euros por hora de tarifa y el alto riesgo para su salud que tuvo que asumir debido al descontrol organizativo.
Falta de material
El de Aroa, una auxiliar de Cornellà, es un caso similar al de Candela. Ella trabajó en el Cruïlla el sábado. “El domingo me picaba la garganta y tenía dolor de cabeza. Pensé: he cogido frío. El lunes me dolía todo el cuerpo y como trabajo en un ambulatorio, al final del turno, a las siete, cuando ya no podía más, me hice el test. Di positivo”, relata. Tres días antes se había hecho un test en su CAP: salió negativo. Al entrar al Cruïlla se hizo otro: negativo también. “Creo que lo cogí allí por las malas condiciones”, sospecha. Aroa es alérgica a las mascarillas FPP2. Pidió otras. No tenían. Como lo imaginaba, se llevó las suyas. “Me dieron guantes, sí, pero de talla XL y yo uso la L. Como se me caían, me puse tres apretaditos. No puedes trabajar en esas condiciones”, lamenta.
Aroa contrajo neumonía bilateral teniendo las dos vacunas y estuvo veintipico días enferma y sin alta en la seguridad social
Aroa detectó un positivo hacia las siete de la tarde, pero no le permitieron cambiarse de bata. “‘Ya no hay más batas’, me dijeron”. Y atención a esta otra revelación: “A mí no me dieron ningún cursillo de formación. Daban por hecho que tú sabías hacer test, pero un auxiliar de enfermería no tiene por qué saber hacerlos”. Su covid también se complicó: “Pillé una neumonía bilateral. Teniendo las dos vacunas. Y se lo pasé a mi pareja. He estado veintipico días de baja”, resume. Casi un mes durante el cual, además, nadie le había dado de alta en la Seguridad Social. Ese trámite no se lo resolvieron hasta finales de agosto. Durante semanas, padeció una enfermedad que asegura haber contraído trabajando en un festival en el que, según su vida laboral, no había estado.
El cubo de residuos humanos
Más allá de las quejas reiteradas de numerosas auxiliares sobre la escasez de material protector, la presión para hacer los test a toda prisa y las aglomeraciones de gente, Candela introduce una crítica adicional que se suma a la sensación de improvisación y falta de supervisión que ha planeado en estos cribajes masivos: el riesgo que han corrido tanto sanitarios como el público al estar en contacto con residuos humanos. Se refiere, concretamente, a los cubos en los que había que desechar guantes, pañuelos, bastoncillos y casetes de test.
“En un CAP”, explica Candela, “tienes que echar los residuos en unos cubos negros que te da la Generalitat. En el festival había un cubo de esos cada dos o tres boxes”, desvela. A falta de cubos reglamentarios, Candela “tiraba los restos en una caja de cartón porque si quería tirarlo al cubo negro tenía que desplazarme a otro box”, relata. La presión a la que se sometía al personal para cribar a toda prisa lo impedía. “Pero esos cubos no pueden estar mucho tiempo abiertos”, añade. “¡Llevan residuos contaminantes! Y allí eran como una papelera a la que todo el mundo podía acceder. Un niño podía meter la mano en el cubo. Yo tuve la caja a mi lado todo el día”, denuncia escandalizada.
Si trabajas en un hospital, hay una conciencia generalizada de que los médicos y las enfermeras tienen que estar saludables, pero en un festival nunca nadie cuida de la salud de nadie"
Alicia es enfermera, trabajó haciendo test en Canet y completa la explicación. “Cuando haces test estás en contacto con secreciones nasales. Las casetes y los bastoncillos se lanzan a ese cubo, que debe estar cubierto con una bolsa de plástico para que no quede infectado. En los hospitales, cuando se trata de residuos humanos, y sobre todo en época de covid, cuando se llenan los cubos, aprietas una tapa, quedan sellados y ya no se pueden volver a abrir porque los llevan a incinerar. En mi mesa, el cubo quedó a reventar. No se podía ni tapar. Estuvimos expuestas todo el día a los residuos”, coincide Alicia. Incluso recuerda que tras sellar uno de los cubos “uno de personal vino a pegarles bronca a mis compañeras porque había pocos y teníamos que reutilizarlos”.
Noelia trabajó las tres jornadas del Vida y explica que la caja de residuos humanos “estuvo abierta todo el día. Fue la misma en la que echamos los casetes los tres días. Llegabas al día siguiente y te encontrabas la caja allí con todo lo que habías echado el día anterior. Sin tapa ni nada. No la vaciaron”. Ella no detectó ningún positivo en su box, pero estuvo inhalando aquellos residuos las 24 horas que sumó trabajando jueves, viernes y sábado. Noelia padeció un covid leve, pero su contagio tuvo los efectos más letales. “Yo vivía con mi abuelo y creo que al estar conmigo él lo cogió. Mi abuelo ya no salía de casa porque le costaba mucho caminar. En cuanto empecé a tener fiebre, sin saber aún si era positivo, me encerré en mi habitación. La única que le ha podido contagiar he sido yo”, sospecha. A los pocos días lo ingresaron. Falleció a finales de julio.
Explotación brutal
Lo ocurrido con las auxiliares que hicieron cribajes de los macrofestivales tiene algo de parábola clasista: la de cientos de trabajadores precarizados cuya misión es garantizar que otras personas puedan disfrutar de sus grupos favoritos en un festival sin distancia social en plena pandemia. Un relato enmarcado en una dinámica explotadora que se repite cada verano en el mundo del espectáculo y que afecta a varios gremios: camareros, vigilantes, personal de carga…
Así lo percibe un técnico de sonido con más de una década de experiencia en el sector y que, por miedo a perder futuros contratos, no quiere dar su nombre.“Las fiestas mayores y los bolos viven de esta explotación brutal. Viven de gente dispuesta a que el concierto siempre salga adelante como si fuera tu última batalla. De hecho, se manejan muchas metáforas de guerra en este sector: eso de dejarse la vida. Si trabajas en un festival, debes tener una mentalidad de estado de excepción. Puede pasar cualquier cosa y tú harás lo que sea para que, pese a todo, el bolo funcione. Es el contrato no escrito”. Este contexto de ocio y nocturnidad en el que lo único importante es que el espectáculo continúe es ideal para cualquier vulneración de derechos laborales. Quejarse o flaquear se ve “como una debilidad, como que no estás a la altura de la batalla”.
Las auxiliares sanitarias no sabían dónde se metían cuando respondieron a la llamada para trabajar en Vida, Canet Rock y Cruïlla. La inmensa mayoría de las que han sido contactadas aseguran que, de haberlo sabido, no hubiesen aceptado el trabajo. Muchas incluso renunciaron en cuanto pudieron. “Si trabajas en un hospital, hay una conciencia generalizada de que los médicos y las enfermeras tienen que estar saludables. En un festival nunca nadie cuida de la salud de nadie. Nunca”, subraya el técnico. Tampoco fue así en estos macrofestivales. Aunque de la salud de los sanitarios dependiese la salud del público.
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