Cultura

Emmanuel Macron: la natural tendencia de la democracia liberal hacia lo iliberal

La revalidación del mandato de Macron ofrece la excusa perfecta para retomar uno de los debates políticos más relevantes de nuestro tiempo: ¿contiene la democracia liberal un germen iliberal en su seno?

Sobre el presidente de la República Francesa se vierten dos tipos de acusaciones aparentemente contradictorias. Por un lado, y desde la izquierda, se le acusa de liberal recalcitrante. Por otro, hay quien lo ha tachado de tener gestos autoritarios durante su mandato.

El primer reproche resulta un tanto chocante si tenemos en cuenta que las únicas revueltas sociales importantes que se dieron durante su anterior mandato denunciaban el ahogamiento económico de los trabajadores debido al peso excesivo de los impuestos sobre la energía (más en concreto sobre los carburantes) y por la progresiva pérdida de poder adquisitivo de la clase media debido al aumento de las contribuciones a la seguridad social y por los gravámenes sobre ingresos de capital.

Podemos hacer un ejercicio de restricción mental sobre el significado de “liberalismo”, y dejar aparte la gestión económica del estado y su grado de intervención sobre la economía. Pensemos ahora sólo en que hablamos de la República francesa como un régimen de derechos y libertades políticas, al margen de la economía. Desde este prisma, ¿existen motivos razonables para decir que Macron tiene dejes autoritarios? Dos momentos clave en su primer quinquenio como presidente parecen indicar que sí.

El primero lo representa la aprobación hace un año de la ley diseñada implícitamente en contra del conocido como “separatismo islámico”, que incluye el control de las mezquitas o la obligatoriedad de la educación fuera de casa a partir de los tres años. Algunas propuestas, como la prohibición del hijab en las universidades y en menores de edad no prosperaron. Esta iniciativa surgió como reacción al asesinato del profesor de instituto Samuel Paty a manos del padre de una de sus alumnas, por haber expuesto en clase la víctima una caricatura de Mahoma.

Estamos aquí ante uno de los dilemas clásicos de las sociedades pluralistas y multiculturales: ¿hasta dónde respetar la libertad de religión y de culto? ¿Puede el estado obligar a unos padres a escolarizar a sus hijos a una edad tan temprana, como forma de asegurar la integración de los futuros ciudadanos en todos los aspectos? ¿Supone este intento de asimilacionismo una forma cabal de asegurar los principios y valores de la República? ¿O va contra el ideal de libertad que ésta tomó como bandera desde 1789?

Macron, Kant, Popper...

El segundo destello napoleónico de Macron lo vivimos hace bien poco, cuando en una entrevista admitió que el objetivo del pasaporte covid consistía en “joder hasta el final” a las personas que decidieron no vacunarse. Muchos se espantaron por la crudeza del comentario. Personalmente agradecí la sinceridad de la expresión, muy acorde con el verdadero objetivo de la implantación de la medida, que no consistía en otra cosa que expedir licencias para contagiar a los vacunados y ejecutar condenas al valle de leprosos para aquellos que declinaron inocularse el fármaco.

Situaciones como las mencionadas ponen en evidencia que las llamadas sociedades abiertas no lo son tanto, lo cual es completamente lógico: todo régimen de convivencia tiene unos límites determinados y estos se apoyan, a su vez, en una visión concreta del ser humano y aquello que le conviene en cuanto a tal. Muchos creyeron ingenuamente que la democracia liberal esquivaba estos presupuestos, por poner este sistema político su énfasis en la libertad individual. Sin embargo, el hecho de centrarse en el individuo y sus decisiones voluntarias implica una toma de postura moral sobre qué es bueno para las personas (en este caso, el ser libres), y cómo articular la convivencia en sociedad en torno a esto.

Se piensa, ingenuamente, que la idea de libertad no casa bien con la de moralidad cuando, en realidad, ambos conceptos se necesitan mutuamente

Ahora bien, precisamente porque la defensa de la libertad individual constituye en sí misma una toma de postura moral y política, surgen situaciones que entran en conflicto con este sistema de valores, y ante las cuales el gobernante tiene que tomar decisiones que, irónicamente, atacan la libertad individual de algunos de sus ciudadanos o incluso de todos ellos, según el caso. Los casos mencionados constituyen un ejemplo relevante: ¿por qué debería escolarizar a mis hijos a edad tan temprana, sabiendo que en esos centros les hablarán del laicismo de la República, si yo como musulmana creo que el mejor sistema de gobierno es una teocracia islámica? ¿Por qué tengo la obligación de vacunarme contra el coronavirus cuando antes ni siquiera se obligaba a los padres a vacunar a sus hijos si no lo consideraban oportuno?

El liberalismo lleva casi un siglo dándole vueltas a estos dilemas sin conseguir atisbar una salida más o menos clara y coherente a estos. Las personas de a pie suelen solventar estos desconciertos con frases manidas como “tu libertad acaba donde empieza la de los demás” o con pictolines manipulados como el de Popper: “¡Hay que ser intolerantes con el intolerante!”. Las objeciones a estas salidas baratas surgen de forma sencilla: ¿a qué te refieres exactamente con tu libertad y mi libertad? ¿en qué te afecta a ti que yo eduque a mi hijo en casa? ¿soy libre para educar a mis hijos en los valores de la república, pero no puedo serlo para educarlos en mis creencias religiosas y en mi cosmovisión del mundo? El concepto de ciudadanía alude en cierto modo a la idea de Kant según la cual la persona que alcanza la mayoría de edad es libre para tomar sus propias decisiones y asumir sus consecuencias. Desde este prisma, ¿podemos obligar a vacunarse a un mayor de edad? O, menos problemático todavía, ¿tiene sentido multarle por no usar cinturón de seguridad en el coche?

He esbozado aquí algunos de los dilemas que entraña en su propio seno la democracia liberal, y que tienen a muchos académicos y pensadores afanándose por resolver desde hace años. Parte del problema consiste, como ya he dicho, en no querer admitir que nuestro propio sistema político se asienta sobre unas bases morales determinadas, en las que el individuo y su libertad son el valor central. Se cree, ingenuamente, que la idea de libertad no casa bien con la de moralidad cuando, en realidad, ambos conceptos se necesitan mutuamente. Pero esto ya daría para otra columna entera.  

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