Cuando Flaubert publicó a mediados del siglo XIX Madame Bovary, su editor, la imprenta y él mismo fueron rápidamente acusados de crímenes contra la moral pública y religiosa y las buenas costumbres. La novela era juzgada como demasiado lasciva —y, curiosamente, demasiado realista—: causaba verdadero escándalo un pasaje en el que se sugería que la protagonista dejaba caer sus ropajes, aunque los momentos más sórdidos fueran meras insinuaciones. La lógica detrás de la acusación es simple: incluso cuando la novela no tiene demasiado que ver con su autor, al menos a simple vista, tendemos a identificar autor y obra, más aún en nuestros días que en la época de Flaubert. Hoy leemos el texto de alguien asumiendo que cada una de las palabras la inscribe con asentimiento el escritor, y buscamos obtener respuestas políticas fáciles y convincentes que sean posteriormente confirmadas en alguna entrevista: se vuelve mucho más importante el escándalo del autor, convertido en personaje, convertido en marca, que lo que el texto como excusa hubiera servido para proponer.
Los mecanismos de proximidad, metonimia e identificación entre la obra y su autor son bien interesantes; los desglosa, por ejemplo, Gisèle Sapiro en su ensayo Peut-on dissocier l’œuvre de l’auteur? Lo curioso para el lector contemporáneo, en el caso Flaubert, es que la defensa —por cuestiones históricas— no tuvo nada que ver con establecer una separación, o con argumentar que las ideas de un autor, personalísimas, podían ser distintas de lo plasmado en la obra. La defensa gracias a la cual se obtuvo la absolución de Flaubert hacía del autor un moralista excesivo, que condenaba a su protagonista "a una serie de tormentos, penas y remordimiento" hasta su expiación final; la apología de Flaubert era posible gracias a que "la moralidad se hallaba tras cada línea del libro".
El mecanismo, en consecuencia, no es nuevo, sino más bien antiguo: la justificación, si se quiere hacer un análisis moral de una obra, es que el autor sólo puede condenar o absolver a sus personajes; es imposible que asista a ellos, que los observe o que meramente quiera representarlos. Si el autor quiere ser autor, tiene también que ser juez, porque los lectores —al menos desde el punto de vista de la censura del siglo XIX, y desde el punto de vista de algunas tribunas del siglo XXI— requerirían de un posicionamiento moral claro y bien definido.
'Madame Bovary' y los ladrillos de tertulia
Entiéndaseme bien: en ningún caso argumentaría yo que Madame Bovary no pudiera publicarse hoy en día. Lo que comento es otra cosa, que tiene que ver con cómo se comporta la recepción y con cómo se comportan los lectores ante las obras, tanto hace dos siglos como hoy. Y mi postura se parece mucho a la de Gonzalo Torné, que se pregunta si acaso "no estamos acostumbrados a que se distribuyan libros y películas sin apenas freno en la representación de la violencia y la exposición de la sexualidad", y declara que los artistas "jamás habían disfrutado de una libertad tan completa como la actual", viviendo "en la Edad de Oro de la libertad creativa".
El auge de la 'literatura del yo' cultiva un paladar lector incapaz de disociar entre autor, narrador y persona
Hoy volveríamos a escandalizarnos por Madame Bovary, y además consideraríamos a Flaubert, no al autor, sino al hombre de carne y hueso, como un ser irremediablemente lascivo y realista: a duras penas logramos pensar que alguien, incluso si se enmarca dentro de la polifonía que caracteriza a las novelas, pueda dar voz a pensamientos e ideas que no sean enteramente suyos, que vengan de otro lado o de otras voces. La fórmula aquí resulta exagerada, porque lo es: seguramente no nos escandalizaremos por lo mismo que se escandalizaba la burguesía parisina del siglo XIX al ver descritos los comportamientos típicos que se ocultan bajo la alfombra de la vida en provincias; nos escandalizarán otras cosas, otros señuelos, y gritaremos muy molestos si se establece algún tipo de distancia entre lo que el autor deje por escrito y las opiniones que el autor afirme tener.
La posición más interesante es una que enriquezca el campo posible de la crítica, que conciba que es posible ampliarla para ver cómo interacciona la génesis de la obra, la moral vigente de su tiempo y el juego con las condiciones socioeconómicas y socioliterarias del momento histórico. Digamos que mi postura se parece más al diagnóstico que al cabreo: lo que sucede en los últimos tiempos es que el auge de la 'literatura del yo' cultiva un paladar lector incapaz de disociar entre autor, narrador y persona, y que concibe a todos los narradores como presuntos de sus autores; así, repetimos mucho la frase de Flaubert, "Madame Bovary soy yo", aunque no tengamos demasiadas pruebas de que sea realmente suya. Seríamos casi capaces de pensar que Nabokov es Humbert o Balzac todo su elenco. La imaginación, si no encuentra dónde picotear, puede marchitarse y concebir que las relaciones que unen a unos elementos con otros son simples, fundamentales y fácilmente convertibles en ladrillos para la tertulia sociopolítica. La tarea de los novelistas, como muchas personas inteligentes han señalado en los últimos tiempos, quizá sea en un futuro cercano abrir las puertas y ventanas de esa imaginación exploradora, también en lo moral: abrirse a la complejidad del mundo y conseguir que nos escandalicemos lo menos posible… o, que si lo hacemos, sea con placer y no con repulsión.
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