Así como existe un Dublín de Joyce, un Londres de Dickens, un París de Balzac o una Lisboa de Pessoa, existe un Madrid de Lope, de Mesonero Romanos, de Larra, de Galdós, de Baroja, de Gómez de la Serna, de Valle-Inclán... Hacer un recurrido realmente exhaustivo, sin dejar a nadie por fuera, es prácticamente imposible. Sin embargo, hacemos en estas líneas un intento por dibujar las líneas mayores de un mapa literario.
Madrid ha sido en todo momento, dice José Caballero Bonald en su ensayo Una biografía de Madrid, una ciudad “espléndidamente agasajada por la literatura”. Justo un año después de que Felipe II decidió elevar la villa al rango de capital de sus reinos y sede de la corte, nació el escritor Lope de Vega quien en no pocas de sus comedias –Las Ferias de Madrid, El acero de Madrid, Los ramilletes de Madrid- y en su poesía retrata las incidencias de la Villa.
Lope estrenó varias de sus obras en El Corral de la Pacheca, convertido en Corral del Príncipe en 1583, situado donde hoy se erige el Teatro Español en la Plaza Santa Ana. Los corrales más famosos de Madrid se situaban entonces en el actual barrio de las Letras o Barrio del Parnaso –en honor del poema de Cervantes, Viaje al Parnaso-, entre las calles del Príncipe y de la Cruz. Este último, el Corral de la Cruz, estaba situado en la confluencia de las calles de la Cruz y Núñez de Arce. Era el preferido por el rey Felipe IV y por su primera esposa y fue el lugar en el que más le gustaba representar sus obras a Lope de Vega.
Miguel de Cervantes, quien consideraba Madrid una ciudad desapacible y esquiva, vivió en las calles León, Magdalena, Duque de Alba y Huertas. Su casa de la calle Magdalena estaba muy cerca de la del tipógrafo Cuesta y el librero Roble, impresor y distribuidor del Quijote a partir de su segunda edición. No se sabe exactamente hoy dónde están los huesos de Cervantes como tampoco los de Lope de Vega. Lo que sí se sabe es que ambos tuvieron sus funerales en la iglesia de San Sebastián, donde hoy se encuentra la tumba simbólica de Lope –sus huesos fueron originalmente enterrados ahí, pero arrojados más tarde a un osario común-. En esa misma iglesia fueron bautizados Ramón de la Cruz y Jacinto Benavente-, y se casaron Larra, Zorrilla y Bécquer.
Cervantes, que murió en su casa de la calle León, fue enterrado en cambio en la iglesia de Las Trinitarias Descalzas –sus restos se extraviaron con la reforma del convento-. Resulta curioso, ver cómo la calle donde vivió y murió Lope de Vega hoy se llama calle de Cervantes y en la que murió Cervantes calle Lope de Vega, trastadas literarias para dos personajes enemistados. “La hermosa Babilonia”, como se refirió Lope a Madrid, vino a jugarle el trago amargo de compartir calle y nombre con el autor del Quijote.
Otro habitante del Madrid literario, cómo no, fue Góngora, quien vivió en la ciudad entre los siglos XVI y XVII. Poco complaciente y mucho menos amistoso en su trato, al menos en lo que a otros escritores de su época se refiere, Góngora fue nombrado en 1617 capellán real. La vida de la ciudad no escapó a sus sonetos: “¡Malhaya el que en señores se idolatra/ y en Madrid desperdicia sus dineros!”. También en Madrid vivió su contemporáneo y enemigo literario Francisco de Quevedo, quien vivió frente al Convento de las Trinitarias, en la esquina con la actual calle Lope de Vega.
En el número 61 de la calle Mayor vivió y murió Calderón de la Barca, uno de los mayores dramaturgos del Barroco español. Nacido en el 1600, Calderón fue nombrado caballero de la Orden de Santiago entre 1635 y 1637 –ya tenía escritas cerca de unas 20 obras, entre ellas La Vida es sueño (1636)- y capellán Mayor por Felipe IV, quien además le convirtió en el dramaturgo oficial de la corte en 1623.
El siglo XVIII: Del romanticismo al Madrid de Galdós
El Madrid popular del siglo XVIII quedó retratado por Ramón de la Cruz (1731-1794): El Prado por la noche, Las tertulias de Madrid, El Rastro por la mañana y La pradera de San Isidro. Comienzan ya por esta época reuniones que poco a poco se irían pareciendo a las tertulias literarias de café: en la Fonda de San Sebastián, en la calle del mismo nombre, con esquina en la de Atocha o las que convocaba la condesa de Montijo en su palacio madrileño de la Plaza del Ángel. Con el tiempo, aparecerían las botillerías, especie de predecesoras de las cervecerías, donde también comenzaron a hacerse frecuentes las tertulias. Dos de las más conocidas fueron La Canosa, en la carrera de San Jerónimo, y La Fontana de Oro, que Benito Pérez Galdós inmortalizaría en su primera novela.
El mismo año del levantamiento del 2 de mayo contra las tropas napoleónicas, nació José de Espronceda, considerado exponente del romanticismo de la primera mitad del siglo XIX junto con Larra, Martínez de la Rosa, el duque de Rivas, José Zorrilla o Patricio de la Escosura. Algunos de los miembros de este grupo, a quienes el escritor costumbrista Mesonero de Romanos se refirió como “juventud alegre, descreída, frívola y danzante”, solían reunirse en el Parnasillo, en los bajos del antiguo teatro Príncipe, un lugar “reducido y puerco”, según Larra.
Romanos, algo mayor que estos escritores, ha sido considerado como el primer cronista de Madrid. Casi toda su obra puede servir de guía para conocer la ciudad, sus personajes y sus hábitos desde 1820 a 1870: Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid en 1820 y 1821, Manual de Madrid, Panorama matritense, Escenas y tipos matritense. Fue justamente él quien impidió, dicen que a punta de bastonazo, que la casa donde vivió Calderón de la Barca fuera derribada.
Durante aquellos años, en la Plaza Matute, tenía sede el suplemento literario El Imparcial, cuyo primer número apareció en 1870, convirtiéndose en la tribuna más importante de su tiempo, en ella escribieron José Zorilla, Gustavo Adolfo Bécquer o Mariano José Larra, quien solía utilizar distintos pseudónimos para firmar sus ácidas críticas: Fígaro, El Bachiller, El Duende o El pobrecito Hablador. En 1870 se publica también La sombra, la primera novela de Benito Pérez Galdós; tres años más tarde comienzan a editarse los Episodios Nacionales.
El Madrid de Galdós constituye sin duda un detallado recorrido de las tres últimas décadas del siglo XIX y la primera del XX. “Leer a Fortunata supone adentrarse en el denso mundo de la Plaza Mayor; pasear con Máximo Mansosupone pasear por las inmediaciones de la calle de Fuencarral; seguirle la pista al doctor Centeno es asomarnos a los alrededores de las calles de Toledo y del Almendro; interesarnos por las andanzas del indiano Agustín Caballero equivale a visitar su casa en la calle Arenal; seguir a Nazarín es lo mismo que deambular por Lavapiés, por el Rastro, por los suburbios; acompañar a la Benina de Misericordia vale tanto como recorrer las calles de las inmediaciones de Lavapiés: Mesón de Paredes, plaza de la Corrala, Ronda de Toledo…”, escribe Caballero Bonald.
Del XIX a la posguerra
Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, España –y Madrid- sufre profundas transformaciones: ocurre la Revolución de 1868 y el derrocamiento de Isabel II; los dos años de reinado de Amadeo de Saboya, su abdicación y proclamación de la República; la segunda guerra carlista; la Restauración con la subida al trono de Alfonso XII; la regencia de María Cristina de Austria; la guerra con Estados Unidos y la pérdida de las últimas colonias –Cuba, Puerto Rico, islas Filipinas, Guam-. Estos hechos cristalizaron las reflexiones y preocupaciones de un grupo de intelectuales identificados hoy como la Generación del 98: Unamuno, Ganivet, Valle-Inclán, Baroja, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Antonio y Manuel Machado.
Madrid es en ese momento una ciudad habitada por 575.000 personas y en sus calles comenzarían a surgir cafés como Fornos, el Sólito, el Gato Negro, el Suizo, el Colonial, el Lyon D’ Or, Pombo, el Comercial, la Cervecería Inglesa y La Granja del Henar. Los dos más renombrados fueron Pombo, en la calle Carretas, cuya tertulia dirigía Ramón Gómez de la Serna, y La Granja del Henar, que acogió por igual tanto a los seguidores de Valle Inclán como de José Ortega y Gasset. De hecho, el autor de Luces Bohemia llegó a afirmar que todos estos cafés habían prestado un servicio más eficiente que muchas universidades juntas.
Madrid debe a Gómez de la Serna innumerables textos en los que el escritor plasmó el sentir de la ciudad: sus novelas El Rastro, Piso bajo y La Nardo, pero también Elucidario de Madrid, Historia de la Puerta del Sol, Pombo y Descubrimiento de Madrid. El Luces de bohemia de Valle Inclán recupera los espejos del callejón del Gato en uno de los ángulos de la plaza de Santa Ana, donde, en efecto, había unos espejos deformantes en los que se reflejan Max Estrella y don Latino de Hispalis. En aquella ciudad en la que la bohemia se fragua, otros libros retratan el pulso de Madrid: Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, de Baroja; Bohemia triste y Los héroes de la Puerta del Sol, de Hoyos y Vinent, o Troteras y danzaderas, de Ramón Pérez Ayala.
A lo largo de las tres primeras décadas del siglo XX, el Ateneo de Madrid –también la Residencia de Estudiantes, creada en 1910- se convirtió en punto de reunión de personajes que se mueven en la filosofía, la política y la sociología: Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Manuel Azaña, Américo Castro, José Bergamín, Salvador de Madariaga, Corpus Barga, Julio Camba, Gregorio Marañón, Gabriel Miró, Max Aub, Pérez de Ayala, Rosa Chacel o Francisco Ayala.
A partir de la guerra civil y sobre todo de 1938, Madrid queda retratado en dos perspectivas: la de escritores como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Emilio Prados, Bargamín, Cernuda, Alberti , Juan Gil de Albert; del otro, la que tienen Agustín de Foxa, Sánchez Mazas, Eugenio Montes, José María Alfaro. Pero Madrid se convirtió en tema -justamente a causa de la guerra- para escritores, cronistas, periodistas y novelistas extranjeros: André Gidé, Malraux, Hemingway, Dos Passos, Saint-Exupéry, Sartre, Eluard, Geroge Orwell, Albert Camus, Pablo Neruda, César Vallejo, Octavio Paz, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Vicente Huidobro.
La dura posguerra anuncia en la década de los cincuenta una incipiente recuperación literaria con La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Sela; Nada, de Carmen Laforet o El Camino, de Miguel Delibes. En La Colmena, Cela retrata un Madrid todavía tocado por la guerra civil y Juan Benet escribe Otoño en Madrid hacia 1950. Fuera de las páginas literarias, tiene como puntos de encuentro el Teide y el Café Gijón, pero también el Comercial o el Café Varela, al final de la calle Preciados. Se trata de una década en la que conviven cuatro generaciones literarias: la del 98, con Pío Baroja y Azorín; la del 27, con Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y Gerardo Diego; la del 36, con Luis Rosales, Vivanco, Panero, Carmen Conde y Ridruejo, y la de 1950 con García Hortelano, Juan Goytisolo, Ángel González, Juan Eduardo Zúñiga, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite o Alfonso Sastre, entre otros.
Mientras seguían siendo punto de reunión el café Lyon o el Pelayo, algunos locales nocturnos como Oliver, en la calle Conde de Xiquena, se convertían en lugares de encuentro en donde se conspiraba y se hablaba de literatura. En el Bocaccio, en la calle del marqués de la Ensenada, se reunían personajes como Ángel González, García Hortelano, Pepa Ramis, Antonio Gala o José Caballero Bonald. Pero también existían otros como el club Dickens, en la calle Padilla o el Cock, en la calle de la Reina.
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