“Aquel que dijo que más vale tener suerte que talento conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte; asusta pensar cuántas cosas escapan a nuestro control. En un partido hay momentos en que la pelota golpea con el borde de la red, y durante una fracción de segundo puede seguir hacía delante o hacia detrás. Con un poco de suerte sigue hacia delante y ganas, o no lo hace y pierdes”, así resumía Woody Allen la vida como un partido partido de tenis en Match Point, una de sus mejores películas.
En Match Point el Crimen y castigo del director estadounidense, el tenis juega un papel secundario como el oficio de uno de los protagonistas, pero la reflexión inicial resume buena parte de la esencia de este deporte y de la vida. “No es casualidad, me digo, que el tenis recurra al lenguaje de la vida. Ventaja, servicio, falta, rotura, nada, los elementos básicos del tenis son los mismos que los de la vida cotidiana, porque todo partido es una vida en miniatura”, señalaba Andre Agassi en Open, sus memorias escritas por el premio Pulitzer J. R. Moehringer.
El libro se convirtió en un best seller mundial al retratar cómo uno de los mejores tenistas de la historia confesaba su odio a dicho deporte desde niño por la presión de su padre, un boxeador iraní que llegó a ser olímpico, que terminó en Las Vegas trabajando en un casino, y que se propuso que alguno de sus hijos fuera una estrella del tenis.
Mike Agassi lo intentó con cada uno de sus cuatro vástagos construyéndose una pista de tenis en el patio trasero de casa y una máquina especial que lanzaba bolas a una velocidad endiablada. Una de las tareas de los hijos, siempre por delante de las de la escuela, era devolver 5.000 pelotas al día que escupía el “dragón”, sobrenombre con el que el futuro número 1 del mundo bautizó a este artilugio de su padre.
Agassi se abre en canal en aspectos como la infelicidad que le provocaba la presión de los entrenamientos de su padre o sus relaciones con algunos de los personajes más famosos de los ochenta y noventa. La obra de Moehringer es un profundo retrato psicológico de la vida de una persona que desarrolló una de las carreras más gloriosas del tenis. “Yo no siento que Wimbledon me haya cambiado. De hecho, me siento como si me hubieran hecho partícipe de un secreto sórdido: ganar no cambia nada. Ahora que he ganado un Grand Slam, sé algo que se permite saber a pocas personas en este mundo: las victorias no nos hacen sentir tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones no duran tanto como las malas”, confesaba Agassi tras conquistar Londres.
De forma paralela al padre de Agassi, el sumun de la planificación deportiva fue llevado al cine hace tres años con El Método Williams, película protagonizada por Will Smith y que contaba la historia de Richard Williams, padre de Venus y Serena. Richard diseñó un “plan” para sus dos hijas que consistía en entrenamientos exhaustivos desde la infancia con el objetivo de convertirlas en estrellas mundiales. La historia de uno de tantos hombres que trató de programar a sus hijas para conseguir sus objetivos. El peligro del padre-entrenador con aspiraciones frustradas u objetivos de ensueño para sus hijos que en la mayoría de los casos solo consiguen generar infelicidad. En el caso de los Williams el plan funcionó y creó a dos de las mejores tenistas de la historia mundial, que en la primera década de los 2000 se repartieron 20 de los 40 Grand Slams en disputa, con varias finales entre las mismas hermanas.
En El partido del siglo se daban algunas pinceladas de la importancia de un entrenamiento exhaustivo en este caso en voz de Toni Nadal, tío y entrenador de Rafa Nadal. “Todos mis golpes están destinados a dañar al rival”, señalaba Nadal en el documental que recordaba el considerado como uno de los mejores partidos de la historia de este deporte, la final de Wimbledon de 2008 entre el español y el suizo Roger Federer.
Según avanzaba aquella tarde fue adquiriendo la forma de una película gótica con suspensión temporal por una tormenta y con un final que se prolongó tanto que entraba en la penumbra nocturna. Nadal venía de aplastar a Federer en la final de Roland Garros, y en Londres comenzó consiguiendo los dos primeros sets, pero el suizo se repuso, empató y forzó un quinto set que se alargó hasta el 9-7 definitivo a favor del español que conquistó así su primer Grand Slam en hierba.
La cinta repasaba las carreras de los entonces mejores tenistas del mundo, contraponiendo sus figuras, el “aristócrata del norte que no requería de hacer esfuerzos” contra “la potencia y la fuerza del sur Mediterráneo”.
Dos años antes, David Foster Wallace había dedicado un extenso texto a la final de 2006 con los mismos protagonistas, recogido en El tenis como experiencia religiosa. “Esta final de Wimbledon presenta el argumento de la venganza, la dinámica de rey contra regicida y los contrastes dramáticos de caracteres. Se enfrentan la virilidad apasionada del sur de Europa contra el arte intrincado y clínico del norte. Dionisos contra Apolo. Cuchillo de carnicero contra escalpelo. Zurdo contra diestro. Los números dos y uno del mundo. Nadal, el hombre que ha llevado a sus límites el estilo moderno de juego de fondo… contra un hombre que ha transfigurado ese estilo moderno, cuya precisión y variedad son igual de importantes que su ritmo y su velocidad de pies, pero que ha demostrado ser peculiarmente vulnerable a su contrincante, o bien capaz de verse superado psicológicamente por él”, describía el malogrado escritor estadounidense que de joven llegó a ser una promesa nacional de este deporte.
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