Vi La vida de Brian (1979, Monty Python) en una reposición a mediados de los años 90, en el antiguo cine Madrid, a pocos metros de la Puerta del Sol. Como tantos espectadores antes y después, lloré de risa con la historia de Loretta -un hombre empeñado en que se le reconociera el derecho a ser madre- y con el célebre “qué han hecho por nosotros los romanos”, sin entender del todo que aquellas escenas parodiaban ciertas tendencias intelectuales de la universidad anglosajona que habían permeado círculos políticos minoritarios pero ruidosos.
Por entonces, yo estudiaba en ICADE, donde había muchos seguidores de la película. Como es sabido, es una institución universitaria dirigida por la Compañía de Jesús que no oculta su carácter elitista. Seleccionan a alumnos con buenas notas y de familias con dinero para formar a los “líderes del mañana”. Junto a las asignaturas de derecho, economía, matemáticas y empresa, estudiábamos la doctrina social de la Iglesia y unas nociones de teología. Creo que la vocación humanista era sincera, pero es difícil luchar contra el espíritu de la época, y aquél era el gran momento de la tecnocracia.
Tras la descomposición de la Unión Soviética y del comunismo europeo, la globalización rendía beneficios a países como España y se le atribuían propiedades democratizadoras: nadie dudaba de que la prosperidad de China sería la semilla de su libertad. En tercer curso, pusieron internet en la sala de ordenadores. Cursé una optativa en la que aprendí a programar páginas web en html (hoy me da tanta risa como la escena de Pijus Magníficus). Caímos rendidos: la tecnología era la solución y el futuro, espléndido. Triunfaba un progresismo liberal y optimista del que podíamos formar parte. Era posible tener éxito y contribuir al bien común. ¿La doctrina social de la Iglesia? No me hagas reír y dame banda ancha.
Élites comatosas
Un cuarto de siglo después, nuestra generación está llegando a las posiciones a las que aspiraba (no es mi caso, por suerte para todos y para mí el primero). El sueño de la tecnología benefactora se ha disipado, Occidente padece anemia económica y social (España yace comatosa desde 2008) y si China se convierte algún día a la democracia nos pillará a todos de sorpresa. La narrativa tecnocrática ha dejado paso a un relato moralizante. El marketing y la publicidad ya no venden estatus económico, sino la adecuación a una moral pública que parece diseñada por Loretta. Los líderes del futuro son ya los líderes del presente y dedican sus largas jornadas a implantar planes de igualdad y políticas de sostenibilidad que deben cumplir a rajatabla para tener acceso a la financiación y no ser penalizados por el mercado ni por el Estado. Algunos, sin duda, lo hacen con entusiasmo; muchos se amoldan y protestan entre dientes. Son (somos) intuitivamente conservadores y nos descubrimos (se descubren) como servidores de una agenda progresista bajada del cielo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
La izquierda sabía algo que nosotros ignorábamos: que la guerra se gana en los templos antes que en los campos de batalla
La izquierda radical no murió sepultada bajo las ruinas del muro de Berlín, sólo lo hizo una generación que fue sustituida por otra más joven. Tras fracasar con el altermundismo, esa generación volvió sus ojos a la tradición parodiada por los Monty Python, que hoy conocemos con el término woke. Su retórica anticapitalista insistía en el poder abusivo del dinero, pero sabían algo que nosotros ignorábamos: que la guerra se gana en los templos antes que en los campos de batalla. A la hegemonía económica opusieron una hegemonía moral, difundiendo sus modelos de vida buena desde las plataformas que les brindaba el sistema mediático, académico y cultural. Encontraron aliados en ámbitos precarizados pero con voz, como el periodismo. Finalmente, sellaron una alianza tácita con el capitalismo: “no te desafiaré seriamente si adoptas nuestra propuesta moral”.
Por lo que sé, a la mayoría de mi promoción le va razonablemente bien, pero existe un malestar difuso. No entendimos que también vivíamos en una narrativa, que no éramos el resultado de un imparable proceso histórico. De alguna forma, creímos a la antigua izquierda materialista: fracasada ésta, la única vía hacia el progreso era la innovación tecnológica a través de la competencia empresarial. Descuidamos la cultura, en parte por motivos prácticos -¿quién querría ser periodista o guionista y carecer de la estabilidad para tener una familia?- y en parte por no entender su poder transformador. Como mucho, podíamos intuir una amenaza en la política, sin entender que ésta se alimenta de un sedimento de valores y creencias que otros cultivan.
Si volviera a ICADE y a 1994, procuraría escuchar mejor mis intuiciones morales, que me dictan que el ser humano no es arcilla en manos de los políticos ni de los profetas de la tecnología, que existen permanencias que deben conocerse y respetarse y que ni el mundo ni la naturaleza humana se pueden rehacer con una escuadra, un cartabón y el Boletín Oficial del Estado. Prestaría más atención a la doctrina social de la Iglesia, que pone a nuestra disposición una mirada más cercana a la realidad histórica de la humanidad. Tal vez comprendería que aquellos años eran un periodo de transición y no una nueva edad del hombre. Tal vez asumiría que la batalla decisiva de cada generación es una disputa moral, y que no te puedes presentar en la pelea armado con un código html. Tal vez tardaría menos en reconocer que el capitalismo no sabe de más virtud que la recogida en las cuentas de resultados. Y tal vez, entendiendo que siempre va a haber una agenda, defendería una cuyo eje fuera el apoyo a las familias y a la maternidad, el acceso a la vivienda en propiedad y la cohesión social. Probablemente, nada cambiaría, pero puede que esto lo lea algún joven que esté empezando y le haga más consciente de que liderar es también expresar públicamente qué es una vida buena.
Juande González es experto en comunicación política. Entre otros lugares, ha desarrollado su labor en la Unión Europea y el Ayuntamiento de Madrid.
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