La decisión de la comisión de género de la escuela pública Tàber de Barcelona de retirar de sus fondos los cuentos infantiles por considerarlos machistas u ofensivos no es nueva. Ya en 2018 el distrito escolar de Duluth, en Minnesota (Estados Unidos), decidió retirar de sus planes de estudios dos de las más populares novelas de la literatura norteamericana: Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, y Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, por "críticas raciales" que podían hacer que los estudiantes se sintieran humillados o marginados.
Por censurar que no quede, una costumbre tan antigua que tiene entre sus documentos modernos el capítulo sexto del Quijote: Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo. En ese conocido pasaje, el cura del lugar somete la biblioteca de don Quijote a una limpieza que el sacerdote considera conveniente para la salud del hidalgo, enfrascado ya en su fantasmagorías de caballero, y quema parte de los libros que le han hecho tanto mal. Esa idea soterrada de que leer no hace bien y enferma el espíritu. Por ese razonamiento, hasta la Biblia -por violenta y hasta machista en ocasiones- podría sufrir la misma suerte. Aquello que fue escrito en un tiempo debe de ser leído en su contexto.
Las cortapisas surgen en el lugar que más ha sufrido históricamente la censura: la cultura
Una ola pacata y censora recorre el alma contemporánea. En un contexto donde las libertades son mayores, se multiplica el examen. Eso no es lo suficientemente feminista; aquello es maltrato animal; aquí se huele algo de racismo. Se juzga y se sentencia con presunciones. Las cortapisas surgen en el lugar que más ha sufrido históricamente la censura: la cultura, que es la esfera natural de la representación simbólica, el centro del conflicto y el escenario de producción de sentido. De subjetividad. Por eso ha sido objeto de presiones a lo largo de la historia. Y sigue siéndolo.
Leer es un acto de insurrección. Un riesgo. Un contagio. Gracias a su lenta acción de riego se han declarado independencias; defenestrado élites religiosas y políticas. Leer es traicionar a las versiones más precarias de nosotros mismos. Esa es la teoría del crítico literario y ensayista Alfonso Berardinelli (Roma 1947), el agitador cultural más indómito y polémico de Italia, en Leer es un riesgo (Círculo de Tiza), un libro en el que reivindica la lectura como práctica ciudadana y espacio de individuación; como acción proveedora de identidad y autonomía. Eso difícilmente puede afeitarse u adaptarse.
¿Habría sido objeto de un boicot Thomas Mann por escribir, por ejemplo, la historia decadente de atracción que siente Gustav von Aschenbach por el joven Tadzio en La muerte en Venecia? ¿Entenderíamos ese libro hoy como una historia pederasta y no la melancolía por la juventud perdida? Las versiones censuradas o pasadas por la guillotina normalmente acusan lo contrario de lo que interpretan. Por ejemplo, el manuscrito de Lolita fue rechazado en siete ocasiones hasta que el sello parisino de literatura erótica The Olymplia Press apostó por este libro con el que Nabokov puso ante el espejo a una sociedad que se escandalizó al leerla.
A mitad de camino entre la historia de amor, incesto y perversión, en Lolita, Nabokov elaboró en ella un retrato ácido y visionario de los Estados Unidos, y que fue capaz de convertirse en una obra universal, como Ana Karenina, Madame Bovary o Moby Dick. Al momento de su publicación en Norteamérica -tres años más tarde con respecto a la edición parisina-, Lolita había vendido 300.000 ejemplares, una cifra importante pero despreciable frente a los 14 millones que alcanzó en las décadas siguientes. Su popularidad se hizo mayor cuando Stanley Kubrick la llevó al cine, en 1962 -en España no pudo ser vista hasta 1972-.
La editorial Gallimard decidió renunciar a sus planes de publicar en Francia tres panfletos antisemitas del escritor francés Céline, después de varias semanas de polémica sobre la conveniencia de difundir esos textos que originalmente salieron a la luz entre 1937 y 1941. Antoine Gallimard señaló que, a su juicio, "no se dan las condiciones metodológicas y memoriales" para plantear "con serenidad" esa publicación. Y justificó esta decisión en nombre de su "libertad de editor" y de su sensibilidad con su época.
"Curiosidad malsana"
Los tres panfletos -Bagatelles pour une massacre, L'Ecole des cadavres y Les beaux draps- se publicaron inicialmente en 1937, 1938 y 1941, y hace poco más de un mes se filtró la intención de Gallimard para volver a hacerlo en forma de "una edición crítica" y "sin ninguna complacencia", tras obtener el acuerdo de la viuda del escritor, Lucette Destouches, quien tiene 105 años. Ante los primeros reproches, el editor había replicado que esos textos "pertenecen a la historia del antisemitismo francés más infame" y que "condenarlos a la censura" supondría impedir que se conozcan las raíces y el alcance de esa corriente política, además de generar una "curiosidad malsana".
Al mundo lo recorre un vapor de corrección. Una vocación higiénica volcada en vigilar a libertad e igualdad de todos... una forma de entrar en una infancia perpetua. La libertad tuteada no es tal cosa y si algo tiene la lectura es que se trata del mayor gesto político y de libertad al que ha aspirado el ser humano desde que comunica aquello que siente y lo desasosiega.
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