Profesor titular de Ciencias Políticas en la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado es uno de los renovadores del ensayismo actual. Publicó La democracia sentimental, un estudio sobre el peso de las emociones en nuestra vida política. En aquellas páginas mostró su capacidad de reunir distintas disciplinas, desde la politología a la neurociencia, para dar explicación de fenómenos y procesos complejos. Hizo algo muy parecido en Antropoceno (Taurus, 2018) y Nostalgia del soberano (2020).
El próximo octubre, y guardándose de cualquier síndrome profético, publica con Taurus Desde las ruinas del futuro, una teoría política de la pandemia y en la que pretende explicar, desde un punto de vista multidisciplinar, los efectos colaterales de la covid-19 y cómo la acción del virus fuerza a las democracias a operar en condiciones excepcionales, dominadas por la incertidumbre. ¿La globalización pone a la sociedad en riesgo o más bien todo lo contrario? ¿Qué es la biopolítica y qué relaciones debe tener con las libertades civiles? Son algunas de las preguntas que propone para ilustrar el debate sobre un futuro que se presenta más como amenaza que como promesa.
Arias Maldonado goza de una lucidez que lo aleja de los radicalismos. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. También ha investigado, entre otros centros, en el Rachel Carson Center de Munich y el Departament of Environmental Studies de la Universidad de Nueva York. En estas preguntas que Maldonado contesta a Vozpopuli, habla de la dimensión política de la epidemia y también entra al trapo de la actualidad, marcada esta semana por la salida de España del rey emérito Juan Carlos I.
El autor de Antropoceno se muestra escéptico ante el debate que opone monarquía y república. A su juicio, hay cosas más complejas que atender antes que emplearse a fondo. Además, roto un consenso, se rompen todos, asegura. Su razonamiento es especialmente suspicaz: si la monarquía es anacrónica, como se refieren a ella sus detractores, ¿qué son los derechos históricos o los fueros?. Sobre ese y otros asuntos habla Arias Maldonado en esta entrevista.
Este tema lo abordará en su próximo ensayo ‘Desde las ruinas del futuro’ (Taurus). Sin embargo y a manera de adelanto, le pregunto ¿qué es la biopolítica?
Se habla de biopolítica para hacer referencia al gobierno o la gestión estatal de la vida natural, más particularmente y a partir de Foucault a las técnicas de control de población desarrolladas por los Estados europeos a partir del siglo XVIII: natalidad, salud pública, reproducción sexual. Hoy podríamos decir lo mismo, por ejemplo, de la preocupación por la alimentación sana. No se trata, en esta tradición conceptual, de un autoritarismo sanitario, sino que se alude a una técnica estatal mediante la cual se impele o conduce al individuo a seguir determinadas reglas sanitarias o sexuales. Es un concepto difuso, del que se abusa a menudo y acerca del cual predomina un juicio negativo cuando, si bien se mira, la biopolítica así entendida habría mejorado mucho nuestras vidas ya en el siglo XIX, cuando se introdujeron políticas de higiene e infraestructuras de saneamiento público que, en combinación con distintos avances científicos, limitaron considerablemente la peligrosidad de las epidemias; tenga usted en cuenta que solo en el siglo XIX hubo tres epidemias de cólera.
¿Qué relación tiene con las libertades ciudadanas?
Se enjuiciará de un modo o de otro según cómo uno contemple la biopolítica. Identificar esta con técnicas de control estatal presenta más de un problema: ¿cómo explicamos el cambio social y cultural, que, por ejemplo, va expandiendo progresivamente la libertad sexual en las sociedades occidentales? Siempre puede uno decir que el control se ejerce mediante la libertad: cuanto más libres somos, más oprimidos estamos. Pero este no es un argumento serio y quizá por eso suele desplegarse ornamentado de una jerga filosófica autorreferencial, casi como un juego de lenguaje. En cualquier caso, si pensamos en esta pandemia y en las políticas estatales aplicadas para frenarla, como el distanciamiento social o el confinamiento domiciliario, aquí no hay nada de «biopolítica» en el sentido habitual: son medidas clásicas de ordeno y mando que, ciertamente, restringen las libertades ciudadanas en nombre del bien superior de la salud pública. Atañen a la salud y a nuestra relación con un virus; por eso podemos usar el prefijo «bio». Pero solo por eso. Si esas medidas se mantuviesen más allá de lo necesario, si desapareciese, por así decirlo, su supuesto de hecho, entonces nos podríamos preocupar por las libertades ciudadanas.
¿Es de los que cree que cargar toda la responsabilidad en el ciudadano es una forma más de control? ¿Sería exagerado pensar, como Agamben, que este virus tiene una naturaleza ideológica y sirve como arma coercitiva?
Sin duda, es exagerado. Pero uno tiene un paradigma teórico, que quizá pueda funcionar a modo de alegoría (por ejemplo, cuando Agamben dice que el modelo de gobierno del mundo contemporáneo es el modelo del campo de concentración), y siente naturalmente la tentación de aplicarlo a un fenómeno nuevo; es comprensible, pero desacertado. Tampoco veo que se cargue toda la responsabilidad en el ciudadano, ni que demandar del ciudadano comportamientos responsables sea una forma de control: el virus existe y combatirlo requiere de una cierta disciplina colectiva. Podemos aceptar el uso de «control» en sentido débil, pero de ninguna manera en sentido «fuerte»; salvo, como he dicho antes, que esas medidas se prolonguen más allá de lo necesario. Y todo ello con independencia de que puedan producirse abusos punitivos o que el exceso de celo produzca respuestas inapropiadas; pienso, por ejemplo, en la restricción del número de personas que podían acompañar a un moribundo durante los peores meses de la epidemia, o la prohibición de velatorios y funerales en casos de víctimas de la covid-19. Creo que, con un poco de esfuerzo, eso se podía haber hecho mejor.
Sobre el confinamiento, tengo dos preguntas. La primera guarda relación con su libro «Nostalgia del soberano», ¿cree que hay quien eche de menos el estado de alarma, el mando único?
Cuando yo hablo de una nostalgia del soberano, en el sentido de un anhelo de orden que se vincula a la figura del soberano omnipotente que ahora regresa sobre todo bajo el disfraz de la «voluntad popular», me refiero a una nostalgia que comparten distintos grupos sociales sin coincidir en la orientación ideológica de ese poder restablecido. Vivimos en sociedades pluralistas y de ahí esa inevitable discrepancia; por eso, también, el pluralismo social es el freno más eficaz contra el populismo allí donde se respetan las reglas del juego democrático. En el caso de la pandemia, hay que atender a los matices: la amenaza existencial que para la comunidad política supone un virus nuevo requiere de una simplificación temporal de los procedimientos decisorios, que puede o no implicar la acción de un mando único pero que, por su propia naturaleza, sugiere una centralización de la toma de decisiones. Asunto distinto es que se pueda fantasear con la idea de que un estado de alarma permanente pueda poner remedio a la pandemia de forma expeditiva, cosa que, como hemos visto en España, dista de ser el caso. Luego, claro, tenemos a países de suyo centralizados, como Francia, y a países de estructura federal, como Alemania o España; los mecanismos aplicables en caso de emergencia sanitaria difieren en cada caso.
En el estado de alarma se desataron conductas que se movían entre la solidaridad y la vigilancia. ¿De dónde salió tanto alguacilismo? Además, contrasta con la generalización de las conductas incívicas durante el desconfinamiento.
No se pueden pedir peras al olmo: somos como somos. Y usted lo ha dicho, hemos combinado la solidaridad y la vigilancia, el recelo hacia el otro y la ayuda al otro, el cumplimiento de la legalidad con el desafío a la legalidad. ¡Inevitable! Hay claro, sociedades más respetuosas de la ley que otras. Pero el nerviosismo que produce una pandemia está condenado a expresarse en un amplio rango de conductas, algunas de ellas bien poco nobles. La percepción del riesgo no viene únicamente dada por el discurso mediático, político y científico; también cuenta la experiencia personal. Todos conocemos a personas que aún no han salido de casa y a otras que han cogido aviones sin mayor preocupación. Y si en una guerra civil se puede matar por envidia o resentimiento bajo el pretexto de un conflicto ideológico, en una pandemia se puede vigilar al vecino al que se detesta con la excusa de que uno está preocupado por la salud pública.
Crisis del liberalismo, retorno de los populismos y aparición de una pandemia. ¿Es una coincidencia de las turbulencias que surgen entre el fin del XX y el inicio del XXI?
Me hace usted una pregunta filosófica, muy profunda, para contestar la cual hace falta tener una teoría de la causalidad o una firme creencia en la casualidad. Nadie sabe a ciencia cierta si estamos ante acontecimientos vinculados entre sí o si ese vínculo es una creación del observador. Pero tenemos que dar cuenta del mundo y sus sucesos, así que establecemos esos nexos causales, por ver si nos ayudan. Dicho esto, los populismos son una causa de la crisis del liberalismo y a su vez son su resultado, ya que expresan un malestar que a mi juicio no es demasiado justo con los resultados del liberalismo, pero en el mejor de los casos podrían servir para mejorar aquellos aspectos de las sociedades liberales que peor funcionan. El populismo, eso sí, no propone ninguna alternativa viable, aunque depare muchas satisfacciones emocionales. Por su parte, la pandemia no es un efecto de esa crisis, aunque pueda contribuir a agudizarla. Es un fenómeno característico de las relaciones socionaturales cuya ocurrencia refleja en cada ocasión los rasgos de su época; así está sucediendo ahora en el interior de un mundo globalizado e interdependiente. ¿Cuáles serán sus efectos? Nadie lo sabe. Podemos hablar de lo que nos gustaría que pasara, de lo que creemos que sería mejor hacer; pero anticipar las consecuencias de un problema que aún no se ha resuelto me parece prematuro. Respecto a si estamos en crisis, me pregunto simplemente cuándo no lo hemos estado: ¿en 1914? ¿En 1942? ¿En los Treinta Gloriosos, angustiados por el conflicto nuclear, sacudidos por la contracultura, golpeados por el terrorismo ideológico y la crisis del petróleo? Percibirse como colectivo en situación de crisis, como ha escrito Sloterdijk, ayuda a la conservación del colectivo; quizá por eso, por los paradójicos beneficios de ese estrés, tendemos a caracterizarnos de ese modo. Y no digo que no estemos en una crisis; solo que no es precisamente la primera.
Slavoj Zizek asegura que la covid-19 es el golpe definitivo contra el capitalismo. ¿De qué manera la elección entre economía y salud a la que se enfrentaron Donald Trump y Boris Johnson confirma esto?
Zizek quiere que el virus sea el golpe definitivo contra el capitalismo y por tanto especula con que podría ser el caso, pero bien sabe que no será así; su afirmación de que es la hora del «comunismo» tampoco tiene demasiado valor, porque cuando uno indaga en lo que quiere decir con eso se da cuenta de que no es más que una política socialdemócrata tradicional que se combina con una cooperación internacional reforzada. Pero hay que llamar la atención; yo lo entiendo. Sobre lo segundo, tengo mis dudas. La idea de que los países anglosajones o la mismísima Suecia pusieron la economía por delante de la vida de sus ciudadanos es una idea tan repetida como aventurada. La verdad es que, en la práctica, nadie ha hecho eso: todos los países han implantado medidas contra el virus. Unos lo han hecho con más severidad y otros con mayor acierto; pero nadie ha apostado por seguir adelante como si nada estuviera sucediendo. El planteamiento de Suecia, igual que el inicial de Johnson, se entiende mejor como una apuesta utilitarista: sacrificar el interés del individuo en beneficio del interés del mayor número. Porque el bien común no solo incluye la vida del individuo, sino las condiciones de vida del resto; por eso se hablaba de preservar la economía y de protegerse ante una segunda ola buscando la famosa inmunidad de rebaño. Ocurre que las características del virus y la insuficiencia de los recursos hospitalarios convirtieron este objetivo en imposible desde el punto de vista de su realización práctica; por eso la mayoría acabó reculando. Entre medias, sin que se haya declarado abiertamente, las medidas públicas han dejado de justificarse apelando al «aplanamiento de la curva» y hemos perseguido minimizar en todo caso la difusión del virus, tratando al mismo tiempo -calvinistas y católicos- de reactivar la economía. En cualquier caso, volviendo a la disyuntiva entre economía y salud, no parece que el humanísimo enfoque de los países católicos -Italia, España, Francia- haya ofrecido los mejores resultados: la mayoría de los muertos en Europa los hemos puesto nosotros y no la criticada Suecia. Desde luego, Gran Bretaña tampoco se ha lucido y, como en el caso de España aunque quizá por razones distintas, el problema ha sido la tardanza de la respuesta pública ante la difusión de la enfermedad.
¿Qué efectos tiene la pandemia sobre la política en España? ¿Hace desaparecer a determinados actores como los populistas y los soberanistas? ¿Fortalece a los partidos tradicionales?
De nuevo, es pronto para decirlo. Todo depende de cómo perciban los españoles el acierto del gobierno en la gestión de la pandemia, que no debe identificarse con un juicio racional -si es que eso existe- acerca de la gestión de la pandemia. ¿Se ve resquebrajada la base electoral del gobierno, descontando el trasvase de votos de Podemos al PSOE, como efecto de que somos el país con más muertos por habitante? De momento, no lo parece. Diría que el riesgo para este gobierno está en la economía y, en particular, en la posibilidad de que se viera obligado a implantar reformas o hacer recortes que soliviantasen a sus votantes; de ahí que vayan a hacer lo necesario para evitarlo. La amarga lección de Zapatero, que provocó contra su voluntad la ira de funcionarios y pensionistas, fue aprendida a palos. En cuanto al resto, sucede lo mismo: ¿afectará al independentismo catalán su desgobierno de la pandemia? Para ello, sería necesario que el votante pusiera la rendición de cuentas por delante de su apego emocional a la causa nacionalista. Y eso no va a suceder. También decimos que los populistas perderán votos porque descreen del conocimiento experto, pero no tengo muy claro que el virus vaya a estar en el centro de la evaluación del votante cuando ésta se produzca.
Se acusa a la UE de falta de decisión y una tendencia a ir por detrás de los hechos. ¿Es realmente así? ¿Podemos considerar tan histórico el pacto para el acuerdo para sacar adelante el fondo de recuperación?
La UE no puede sino ir por detrás de los hechos; ya nace como consecuencia de un hecho, que es la II Guerra Mundial y como medio para evitar su repetición. Poner de acuerdo a 27 Estados nacionales, cada uno con sus instituciones y su mentalidad y su lengua y su cultura, no es un asunto nada fácil; bien podríamos considerar un milagro que la UE se haya desarrollado tanto. Yo, en consecuencia, le pido lo que puede dar y entiendo siempre sus dificultades. Porque la UE son sus gobiernos nacionales, sostenidos por una voluntad de integración que los ciudadanos no siempre comparten. Desde ese punto de vista, el pacto es muy relevante; supongo que podemos usar el adjetivo «histórico» a pesar de la degradación diaria a la que lo somete el periodismo... Y lo es menos por sus detalles que por ser la expresión de una voluntad colectiva de continuar adelante, de asegurar el futuro de la integración europea en un contexto que podría llegar a amenazarla existencialmente. Irónicamente, es un acuerdo que no hubiera podido alcanzarse con Gran Bretaña dentro, de tal forma que el Brexit que amenazaba con hacer saltar la Unión ha terminado por facilitar su existencia.
Como dice Nuccio Ordine sobre la inutilidad de la cultura: una llave inglesa no es más importante que una sinfonía, pero la cultura también sufrirá los estragos. ¿Qué piensa?
Fue Kant quien dijo que el arte es una finalidad sin fin, aunque la politización del arte característica de nuestros días hace que lo olvidemos fácilmente. Otra cosa es que el arte, en sentido amplio, tenga indudables efectos benéficos para quienes lo practican y lo disfrutan. Tiene, por tanto, un doble valor. Y es, por añadidura, un instrumento del conocimiento: nos da acceso a otras realidades, a otros puntos de vista, además de proporcionarnos emoción estética. En el contexto de la pandemia, sufren temporalmente las artes que requieren de la actuación en vivo y se ponen en peligro estructuras que dan especificidad a algunas otras, como el cine, que puede disfrutarse en casa pero de una manera diferente y empobrecida. Se trata de un problema económico, no de un problema artístico; los artistas siguen creando y los pensadores siguen pensando. Por lo demás, y gracias a internet, eso que llamamos la cultura nunca ha sido tan accesible. Solo cabe esperar que las infraestructuras culturales puedan aguantar el embate de la pandemia, aunque sufrirlo lo sufrirán sin remedio.
La educación: no sólo se confirma que es un tema pendiente, sino que confirma las tremendas desigualdades y contradicciones irresueltas. ¿Ve usted una vuelta a las clases realmente?
Esta crisis no ha generado desigualdades nuevas; ha confirmado las preexistentes. En el caso de la enseñanza digital, los sectores sociales más desfavorecidos son naturalmente aquellos que gozan de menos recursos para compensar los inconvenientes que trae consigo la suspensión de las clases o, en el caso de la universidad, su virtualización. Poder abrir los colegios es imprescindible: para los niños y para los padres. En el caso de la universidad, la necesidad tiene otro fundamento pero no es menos apremiante. ¿Podremos hacerlo? Todavía no lo sabemos. Las noticias que llegan de Israel no son alentadoras; veremos qué pasa en Alemania. Si estos países no logran mantener las escuelas abiertas, dudo que lo logremos nosotros. Creo, sin embargo, que hay que hacer todos los esfuerzos posibles: la convivencia con el virus exige una serenidad ante los nuevos contagios que deberíamos empezar a cultivar, guiándonos más por la tasa de hospitalización que por la tasa de contagios y diferenciando entre distintas zonas según su grado de afectación. Hay que tener confianza en que la crisis de la primera mitad del año no va a repetirse y que mal podemos hablar de una segunda ola, en referencia a lo sucedido con la gripe española, si mantenemos en vigor las medidas preventivas correspondientes. Y ahí los gobiernos no se bastan solos, se requiere la colaboración ciudadana; a sabiendas de que no todos los ciudadanos van a colaborar.
Sobre la partida de Juan Carlos I... ¿huida, destierro o error por anticipación?
Me parece que sabemos poco todavía del episodio. Yo había creído leer que el gobierno pedía a Zarzuela la salida del Rey Emérito para así poder aprobar los presupuestos, lo que constituye una razón algo peregrina para semejante petición. En todo caso, y salvo que me haya perdido algo, el gobierno debía estar informado como poco, igual que todos los gobiernos han debido estarlo en relación con la Corona desde siempre, porque el rey no gobierna... No sería una huida, porque no está imputado; tampoco es un destierro, ya que nadie le destierra. Me suena más a un exilio, ya veremos si temporal, con el que un señor declinante de 84 años trata de ayudar a su hijo. El problema es estético: parece que huye y eso da munición adicional a los adversarios jurados de la monarquía, que no iban a quedar satisfechos en ningún caso. Por desgracia, el debate sobre la institución no es ni sereno ni honesto, ni creo que pueda serlo. No hay duda de que la monarquía ha perdido apoyo social durante esta última década, pero sospecho que no ha perdido tanto y, por tanto, seguiremos como estamos. En cualquier caso, no daría yo prioridad a este tema: tenemos problemas tremendos encima y abrir un debate constitucional podría salir muy caro. Roto un consenso, rotos todos. Porque si la monarquía es "anacrónica", como dicen sus críticos, ¿qué son entonces los "derechos históricos" o los fueros?
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