No fue un político al uso, tampoco un filósofo al que le gustara demasiado encerrarse en el claustro. El catedrático Manuel Cruz (Barcelona, 1951) resultó electo como diputado socialista por Cataluña en aquella lista que Meritxell Batet encabezó en 2016 y en 2019 presidió el Senado ante el veto a Miguel Iceta. No había mostrado demasiado interés por saltar a la política, hasta que en 2012 firmó el Llamamiento a la Cataluña Federalista y de Izquierdas para, después, presidir la asociación Federalistes d'Esquerra.
Su travesía por la política es el tema al que dedica Transeúnte de la política. Un filósofo en las Cortes Generales (Taurus), un libro en el que describe su papel como diputado, al mismo tiempo que vuelve sobre algunos de los temas que ha trabajado antes, como el federalismo, y traza un análisis de las primeras dos décadas del siglo XXI, un momento trascendental que no sólo cuestiona la herencia Transición, sino que la impugna a través de dos fenómenos: el independentismo catalán y la irrupción de una nueva izquierda representada en Podemos, actual socio de gobierno
Además de catedrático y profesor, Manuel Cruz sido investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC. Autor y compilador de más de una treintena de libros, ha recibido premios como el Anagrama de Ensayo 2005 por Las malas pasadas del pasado, el Espasa de Ensayo 2010 por Amo, luego existo, el Jovellanos de Ensayo 2012 por Adiós, historia, adiós y el Miguel de Unamuno de Ensayo 2016 por La flecha (sin blanco) de la historia. Para haber estado en lo más cercano a una primera línea de la política, Manuel Cruz adopta en el libro un tono más teórico, acaso distante. No entra en la harina de la que formó parte y cuando lo hace, denota cierta indulgencia.
Hace seis años afirmó que "no se le pasaba por la cabeza dedicarse a la política". ¿Cuál fue el detonante para dar aquel salto?
Sin duda un estímulo muy importante para dar ese salto fue la sensación de que España estaba empezando a vivir un momento histórico en el que podían emprenderse transformaciones de calado, comparables a las que se produjeron hace cuatro décadas. Para alguien como yo, interesado desde el punto de vista teórico en cuestiones relacionadas con la filosofía de la historia y que, desde el punto de vista práctico, ha mantenido en estos años un compromiso político definido con el federalismo y con la izquierda, disponer de la oportunidad no solo de asistir desde primera fila a esos posibles cambios sino incluso tener la posibilidad de aportar mi granito de arena, era algo que me resultaba extremadamente atractivo.
¿Por qué tendría que ser una rareza un hombre de pensamiento entre quienes representan a los ciudadanos?
Más allá de consideraciones de índole abstracta respecto a las relaciones entre pensamiento y política, hay una dimensión material insoslayable, relacionada con los mecanismos de reclutamiento y selección que operan en los partidos políticos. Es un hecho sobradamente contrastado que estos tienen dificultades para incorporar a personas de reconocido prestigio, tanto para ir en sus listas como para colaborar en las administraciones en las que gobiernan.
Una parte del problema tiene que ver con la resistencia de tales personas a incorporarse a la vida pública. No es raro que cuando alguna de ellas consigue vencer dicha resistencia, reciba de inmediato, tras un severo escrutinio de su vida tanto profesional como privada, un trato digamos que muy poco amable en el espacio público, sin que su trayectoria anterior sea considerada como un elemento que añade valor a la política, ni su gesto de dar un paso adelante resulte adecuadamente apreciado. Por lo visto, para algunos la posibilidad de que haya personas que adoptan compromisos políticos por fidelidad a sus ideas es algo que parece no caberles en la cabeza, en la que, por lo que se constata, solo entran la avidez por el poder o por la notoriedad pública. Se diría que entre nosotros han terminado por consolidarse unas reglas del juego en las que no se trata de que quien entre en política no tenga nada que ocultar, sino de que no tenga nada que mostrar, como han señalado algunos que ya han pasado por esta situación.
"No se trata de que quien entre en política no tenga nada que ocultar, sino de que no tenga nada que mostrar"
Conviene introducir este tipo de variables a la hora de analizar nuestra situación actual, especialmente en lo que se refiere a la desafección, en algunos momentos generalizada, respecto a los partidos políticos por parte de la ciudadanía, que es algo que debería mover a todos a una profunda reflexión. Porque la proliferación creciente de "grupos de intelectuales", “círculos de opinión” o incluso de think tanks, la mayor parte de ellos de carácter transversal, induce a pensar que los partidos parecen haber renunciado a disponer, no ya solo de intelectuales orgánicos en el sentido clásico, sino de intelectuales a palo seco. Lo que podría significar que han renunciado a producir discurso. No estoy diciendo, quede claro, que todos los partidos lo hagan por gusto: en algunos casos ellos son los primeros damnificados por no poder reclutar talento.
Pero la inteligencia no puede abandonar a las formaciones políticas, que están ahí entre otras cosas para recoger y dar forma discursiva y programática a las preocupaciones y demandas de la ciudadanía. Sin inteligencia se corre el peligro de que los partidos queden reducidos, en el mejor de los casos, a meras organizaciones de reclutamiento de mano de obra política para las instituciones y, en el peor, a agencias de colocación para los más allegados.
En La flecha (sin blanco) de la historia, ya aludía a la disyuntiva del filósofo como alguien que debe vincularse a las discusiones de la polis y lo retoma aquí. ¿Es tan peligroso el intelectual que se aísla como aquel que acaba obcecado o peor aún, servil?
En términos generales, los intelectuales han dejado de ser peligrosos, en la medida en que sus opiniones inciden en la sociedad mucho menos de lo que podían hacerlo en otras épocas (cuando, por resumir abruptamente la cosa, constituían la versión secularizada de los sacerdotes). Quizá Habermas sea el último representante de ese tipo de pensadores, cuyas afirmaciones obtienen un considerable eco en la sociedad. Pero, en términos generales, dicho perfil, que antaño representaban autores como Sartre, Foucault, Bertrand Russell, Octavio Paz; o entre nosotros, antes, Ortega, ya no se dan. No por una cuestión de una diferente valía, sino porque el lugar y el peso de la inteligencia en el espacio público han sufrido una profunda transformación. Hoy lo que queda de opinión pública se va conformando de otra manera (por ejemplo, a través de las redes sociales) y con la intervención de otro tipo de protagonistas distintos a los intelectuales propiamente dichos. En las tertulias radiofónicas o televisivas, por poner el ejemplo de un formato que tiene una considerable difusión en nuestra sociedad, estos últimos o no están presentes o se encuentran en franca minoría.
"Los intelectuales han dejado de ser peligrosos, en la medida en que sus opiniones inciden en la sociedad mucho menos"
Pero, yendo al cogollo de su pregunta, me preocupa la sobrevaloración que, a mi juicio, se hace muchas veces del intelectual renuente a alinearse con ninguna opción política en nombre de salvaguardar su libertad individual. Planteamiento que a menudo se ve acompañado de un elogio -no siempre justificado- a pensar sin las ataduras que supone un compromiso político. Habría que recordar lo que afirmaba Juan Goytisolo acerca del equivocarse por cuenta propia. Y es que con frecuencia, con la excusa de criticar los comportamientos gregarios, algunos críticos de todo lo que huela a colectivo o común, en lo que terminan desembocando es en un mix de individualismo de mercadillo y elitismo que fácilmente da lugar a más y más graves equivocaciones que las que se puedan cometer en grupo.
De hecho, los partidos políticos, puestos a centrarnos en ellos por un momento, cuando cometen los mayores errores es cuando dejan de funcionar como auténticos colectivos y se deslizan hacia el cesarismo o el hiperliderazgo, esto es, cuando se personalizan. Por el contrario, si vale el dicho según el cual cuatro ojos ven más que dos, un colectivo realmente democrático, en el que puedan hacer su aportación crítica muchas personas, debería estar en mejores condiciones de acertar en sus decisiones. Sinceramente, tiendo a pensar que cuando un colectivo se equivoca es más probable que ello suceda, no tanto porque sea un colectivo como por no ser suficientemente democrático y participativo.
Asegura que “transeúnte” es una expresión orteguiana que no sólo alude a estar de paso sino a hacerse preguntas y asombrarse ante aquello con que se encuentra con una mirada crítica. ¿Es usted crítico con el PSC y el PSOE?
Solo se es realmente crítico si se está dispuesto a ser autocrítico, eso por descontado. La identificación, tan frecuente, entre la crítica y la radicalidad en el ataque al otro no es solo que resulte insuficiente, es que es por completo falaz. Lo afirmo en el libro y creo que he procurado llevarlo a la práctica, como cualquier lector mínimamente atento del mismo podrá comprobar sin demasiado esfuerzo. Sentado lo cual, resulta obvio que uno tiende a ser algo menos crítico con aquellos con quienes comparte ideas y proyecto, precisamente porque también son las de uno mismo. Pero eso es pura lógica (aristotélica, por más señas). En todo caso, estoy de acuerdo con el trasfondo de sus preguntas en el sentido de que pocas cosas dañan más a la política que la percepción de que en ella no hay espacio para la discrepancia.
"Pocas cosas dañan más a la política que la percepción de que en ella no hay espacio para la discrepancia"
Aunque no es menos cierto -conviene decirlo todo para, a continuación, introducirlo en la ecuación- que es un hecho reiteradamente certificado que los propios ciudadanos que, cuando son preguntados al respecto, censuran con energía la ausencia de debate en los partidos políticos, penalizan luego, a la hora de ir a votar en las elecciones, a aquellas formaciones que se han peleado demasiado en público.
Usted defiende la idea de federalismo. ¿Hasta qué punto no es ya el Estado de las Autonomías un Estado Federal?
Como sabe, hay un debate entre especialistas respecto a si el Estado de las Autonomías debe ser incluido entre los Estados Federales del mundo, no siendo pocos los que así lo consideran. Yo creo que el Estado de las Autonomías es un Estado casi Federal, pero no por completo. Ha llevado a cabo con éxito la tarea de descentralización, pero ahora le toca completarla, organizando adecuadamente la cooperación entre esos entes, ya descentralizados pero que deben encontrar la forma institucionalizada de trabajar en común. Digamos que hay que equilibrar la fuerza centrífuga de la descentralización con la fuerza centrípeta de la cooperación. Yo creo que la tarea más ardua y complicada, la de desmontar un Estado no solo autoritario sino también centralista como era el anterior, ya ha sido culminada. No debería generar demasiadas resistencias abordar esta segunda fase.
Solo quienes se empeñan interesadamente en calificar como recentralización a cualquier forma de cooperación (los independentistas, por cierto) dicen que la ven imposible, pero es porque les resulta indeseable. En realidad, ya tenemos los instrumentos para emprender la tarea. Estoy pensando en el Senado pero también en herramientas de menor rango, más informales, como son las conferencias de presidentes, que han demostrado que, además de viable, la cooperación federalizante es de extrema utilidad. No habría que olvidar que uno de los Estados europeos que mejor ha respondido a la crisis sanitaria provocada por la pandemia ha sido un Estado Federal como Alemania.
¿Qué le parece que el Gobierno haya propuesto una mesa bilateral con el independentismo? ¿no cree que el asunto catalán incumbe a todos los españoles?
Que el gobierno central pueda establecer en un momento dado relaciones bilaterales con el gobierno de una comunidad autónoma es algo perfectamente aceptable y tiene un encaje en nuestro marco constitucional, que contempla órganos de esta naturaleza (comisiones bilaterales para asuntos que no afectan a terceros). En ese sentido, la mesa de diálogo, aunque no pueda estar prevista como tal en nuestro ordenamiento, no entra en contradicción con él. Pero eso es diferente a que se pueda pretender alcanzar un acuerdo que desborde dicho marco, que es precisamente el que garantiza que el interés general de todos los españoles quede salvaguardado. Y en este punto, las declaraciones por parte del gobierno, acerca de que en ningún caso se iría más allá de la legalidad vigente, han sido tan claras como reiteradas.
Habla del 15
M como un proceso de impugnación ¿Los nuevos populismos proceden de ahí, son el resultado de esas impugnaciones cuando muchos repiten las prácticas que criticaron?
En el libro hago referencia a las dos grandes impugnaciones que ha sufrido la herencia de la Transición durante esta segunda década del siglo. Las representadas por la izquierda de lo que en su momento se denominó nueva política (la derecha de esa misma nueva política venía representada por Ciudadanos, pero esta última fuerza, lejos de impugnar dicha herencia, se reclamaba de lo que entendía que era lo mejor de ella) y por el independentismo catalán. No creo que tenga nada de exagerado afirmar que ambas impugnaciones se han saldado con sendos fracasos. En el caso del procés está claro no solo que no se alcanzaron los objetivos que los independentistas pretendían, sino que se hizo patente que sus promesas (por ejemplo, de respaldo internacional a su causa) no se han cumplido en lo más mínimo. En el caso de la izquierda a la izquierda del PSOE baste con decir que el año pasado, en las dos convocatorias electorales que tuvieron lugar, esta abandonó por completo aquel lenguaje tan disruptivo con el que se había dado a conocer en sus orígenes y que hacía referencia a “los candados de la Transición” para, en su lugar, colocar en el corazón de su programa electoral el mismísimo texto de la Constitución. Obviamente, desde la perspectiva desde la que está escrito el libro, semejante reconsideración de sus posiciones políticas iniciales por parte de esta fuerza me parece una buena noticia y, si se me permite, confirma las hipótesis de mi texto.
¿España vive un fin de ciclo? ¿Ha colapsado el consenso que resumía el llamado espíritu de la Transición? ¿Hasta qué punto la pandemia y la gestión de la misma agrava esa situación?
En el libro digo en un determinado momento, haciendo referencia a que el edificio político que algunos pretendían demoler resistió, que tal vez el problema nunca fue del edificio sino de los inquilinos. Si existen dificultades para alcanzar consensos, ello no es debido a la existencia de ninguna fuerza oculta que los impida o a que se haya producido un metafísico fin de época, sino que resulta atribuible por completo a unos responsables políticos que se niegan a alcanzarlos. Basta con echar la vista un poco atrás para comprobarlo. Hace poco más de un año, en el debate de la investidura fallida de Pedro Sánchez, el que entonces era líder de Ciudadanos se negaba a entrar en ningún tipo de acuerdos, para evitar la repetición de elecciones, con el argumento de que aquel debate era -palabras textuales- “puro teatro” y los dos partidos de izquierda ya lo habían pactado todo en la “habitación del pánico”, palabras que a las pocas horas se revelaban disparatadas. O, tres años antes de eso, Podemos hizo posible que terminara siendo presidente Mariano Rajoy con el argumento de que no estaba dispuesto a pactar nada con Ciudadanos.
"Pablo Iglesias ha demostrado al final tener más principio de realidad que Albert Rivera"
El colapso por el que me pregunta tuvo lugar en aquellos momentos como consecuencia de un espejismo similar en esas dos fuerzas políticas que acababan de irrumpir con fuerza en el Parlamento, a saber, el espejismo del sorpasso (cada cual de su rival correspondiente), pero no hay por qué considerarlo una condena. La prueba es que hoy no es ninguna de esas dos formaciones la que destaca por su intransigencia. En el fondo, sus respectivos líderes han tenido algo de vidas paralelas, solo que Pablo Iglesias ha demostrado al final tener más principio de realidad que Albert Rivera.
En el libro señalo que la mayor parte de las cosas que han ocurrido en nuestro país a lo largo de la segunda década de este siglo son las mismas que ocurrían en nuestro entorno y, en algún caso, en todo el mundo. Lo específico no ha sido lo que nos pasaba, sino las respuestas que le íbamos dando a eso que nos pasaba. Eso vale también, obviamente, para la pandemia y su gestión. Que ambas circunstancias puedan agravar nuestra situación y bloquear de manera irreparable la posibilidad de alcanzar consensos no responde a ninguna fatalidad histórica, como lo demuestra el hecho de que países bien próximos a nosotros han gestionado la misma situación, de emergencia sanitaria, de diferente manera, siendo capaces sus fuerzas políticas de alcanzar acuerdos.
El diario ABC publicó las similitudes de su manual de filosofía con extractos de nueve autores. Se habló de plagio. "Este tipo de ataques inciden en el desprestigio de la política y en la desafección ciudadana. No todo vale", contestó usted. ¿Cree que la prensa ataca a la clase política?
Respecto a la primera parte de la pregunta, cuando dejé de ser presidente del Senado contesté a todas esas acusaciones no solo en el artículo periodístico en El País que usted cita. Lo hice sobre todo en otro texto, mucho más extenso (y que aparece recogido en el libro), publicado en la revista Letras Libres, en el que entré a fondo y con detalle en cada una de las acusaciones, rebatiéndolas. Ninguno de mis acusadores replicó lo más mínimo, lo que me hace pensar que mi argumentación debió de resultar concluyente. A ella me remito.
En cuanto a la segunda parte, no creo que se pueda afirmar que la prensa ataque a la clase política así, en general, entre otras cosas porque es dudoso que exista una entidad global llamada “la prensa”. Existen medios de comunicación diversos, algunos de los cuales, por cierto, son perfectamente capaces de simultanear sin el más mínimo problema la mayor ferocidad hacia determinados políticos y una benevolencia extrema, cuando no una adulación desatada, hacia los de su misma cuerda.