El pueblo español cae repetidamente en un vicio, amar a gobernantes que son un desastre y detestar a los que intentan hacer algo útil. Fernando VII “el Deseado” era vitoreado por la plebe al grito de “¡Vivan las cadenas!” y a Pedro Sánchez le basta con recurrir a las bases de su partido para superar sus repetidos fracasos políticos. En cambio a Esquilache, primer ministro de Carlos III que intentó hacer más seguras las calles de Madrid, le montaron el Motín de Esquilache, y a José I, que venía con las ideas avanzadas de la Revolución Francesa y por eso encontró el apoyo de una élite liberal, los afrancesados, el pueblo le apodaba con saña Pepe Botella. Y para qué contar cómo le hicieron la vida imposible, hasta echarlo en dos años, a Amadeo de Saboya, que trajo a España el talante progresista y laico de su dinastía –excomulgada por el Papa, por cierto.
Manuel Godoy pertenece a esos gobernantes que intentaron que España se modernizase y recibieron a cambio un tratamiento feroz. Cuando llegó al poder incorporó a su gobierno a notables ilustrados como Jovellanos, Saavedra o Cabarrús, el creador del Banco de España (entonces llamado de San Carlos, por Carlos IV). Recortó poderes a la Inquisición y a los medievales gremios, liberalizó el comercio, inició una reforma agraria, desarrolló las obras públicas y creó instituciones culturales y asistenciales.
Es cierto que le faltaba el genio político de un auténtico estadista, y sus buenas intenciones no se tradujeron en grandes progresos. Además, su política exterior fue desastrosa. Fracasó cuando le declaró la guerra a la Francia revolucionaria, pero aún peor fue el remedio que la enfermedad, pues tras la derrota pensó que lo inteligente era aliarse con Francia –que realmente era una potencia ascendente- y eso nos llevó al desastre de Trafalgar, que supuso el fin de España como potencia naval. Y luego a permitir la entrada de tropas francesas en nuestro país, lo que supuso que Napoleón tomase fácilmente el poder, impusiera a su hermano José como rey de España y, en consecuencia, se desatase la brutal Guerra de Independencia.
La envidia
Pero no era esto lo que le atraía las iras populares, sino la envidia –pecado principal de los españoles- que provocaba su rápido ascenso social, desde hidalgo pobre de provincias a primer ministro y favorito de los reyes. Naturalmente se buscó una razón escabrosa que justificara ese ascenso, y se le acusó de ser el amante de la reina consorte, María Luisa. No existe ni una sola prueba histórica de dicho adulterio, pero todo el mundo lo dio alegremente por consumado, y comenzó una tremenda campaña mediática de injurias y calumnias. No había entonces redes sociales electrónicas, pero el rumor, el libelo, la caricatura y las cancioncillas ejercían como tales.
Es el sótano de aquel palacio, que en 1931 fue derribado parcialmente, incluidas las habitaciones de Godoy, lo que ha aparecido ahora, como un fantasma de la Historia, para frenar el proyecto de Carmena
La campaña de caricaturas pornográficas protagonizadas por la reina y Godoy, llamado Ajipedobes (“sebo de pija” al revés, una descarnada forma de decir semen), parecía calcada de la que sufrió María Antonieta, que muchos historiadores consideran uno de los elementos desencadenantes de la Revolución Francesa. Como en el caso francés, en España había altos personajes detrás de los ataques, incluso miembros de la Casa Real. En Versalles era el duque de Orleans, primo del rey y “primer príncipe de la sangre” (es decir, sucesor de Luís XVI hasta que éste tuvo descendencia masculina); en Madrid era el mismísimo hijo de los reyes, el futuro Fernando VII.
La Grandeza de España detestaba a Godoy porque lo consideraba –y lo era- un arribista, un intruso en el círculo íntimo de los monarcas, desplazándoles a ellos, y se hermanaba con el pueblo en el odio a Ajipedobes. El valido ponía de su parte para irritar a todos. Se aprovechaba de su cargo para enriquecerse y para formar una gran colección de arte –incautó y se quedó la colección de la Casa de Alba-, y se hizo atribuir títulos y honores que delataban sus ambiciones de una corona. Ingresó en la Familia Real al casarse con la hija de un Infante de España, recibió el título de príncipe que en España sólo puede ostentar el príncipe de Asturias, fue generalísimo y almirante y negoció con Napoleón convertirse en rey del Algarve tras la conquista de Portugal.
Entre las muchísimas prebendas que consiguió por el favor de los reyes, Carlos IV le regaló en 1792 el palacio del marqués de Grimaldi, una mansión situada junto al Palacio Real, para tenerlo cerca. Es el sótano de aquel palacio, que en 1931 fue derribado parcialmente, incluidas las habitaciones de Godoy, lo que ha aparecido ahora, como un fantasma de la Historia, para frenar el proyecto de Carmena, cuyos 62 millones de euros pueden quedar también enterrados para nada.