Un cuarto de siglo es una gesta. Sobre todo, si se ha recorrido con uno de los carteles más exigentes, disfrutable sy rigurosos de nuestro escosistema de festivales. El circuito de directos de nuestro país tiene serias carencias: la música tradicional africana, el folclore latino contemporáneo y la atención al legado ibérico y mediterráneo. La Mar de Músicas los cubre todos, además con la preciosa ciudad de Cartagena como escenario.
¿Qué otros festivales se pueden comparar? Pirineos Sur de Huesca, que últimamente está de capa caída por su entrega en concurso a promotores privados, que han homogeneizado la oferta musical. También puede citarse el Rototom de Benicàssim, pero su enfoque es mucho más limitado, ya que se centra en el sonido de una sola isla, aunque sea tan potente como Jamaica. No están mal El Grec, ni las Fiestas de la Mercé, ni las Noches del Botánico. La cosa es que La Mar de Músicas les bate con su combinación de conciertos gratuitos y asequibles. Hay sesiones infantiles, artistas emergentes escogidos y grandes nombres en auditorios abiertos o bajo techo.
“Si un festival tiene pantallas, no vayas”, proponía como eslogan el periodista musical Nando Cruz este verano.
No hay color frente a la oferta anglófila y estandarizada de citas hipermediáticas como Sónar, Mad Cool y Primavera Sound. “Si un festival tiene pantallas, no vayas”, proponía como eslogan el periodista musical Nando Cruz este verano. Los supermercados musicales mimados por los medios se viven casi todo el tiempo a través de grandes superficies LED y por eso hay que reivindicar, defender y apoyar aquellas citas que apuestan por la cercanía, la comodidad y el sonido perfecto. La Mar de Músicas es un ejemplo evidente.
Tradición y modernidad
No todo es idílico en el festival. Por ejemplo, desde la aparición un conflicto político de 2016 se ha perdido el impresionante escenario de la catedral, por decisión del partido derechista Nueva Cartagena. Alegaban que ese espacio solo era apto para música clásica o sacra y consiguieron su propósito. En gran parte la culpa es de la izquierda española, que ha abandonado la defensa de la tradición porque considera que no le atañe todo aquello que huela a pasado. Carecemos de una defensa progresista de la religión, la tradición y el legado cultural que ofrezca soluciones alternativas. Allí, por ejemplo, tuvo lugar en 2015 un espléndido concierto de Toumani y Sidiki Diabaté, tan sutil como intenso. ¿No debería ser una iglesia un espacio encuentro cultural y espiritual? En todo caso, el festival lo es, haciendo honor al espíritu abierto, cosmopolita y acogedor que ha caracterizado siempre a los puertos del Mediterráneo.
La sofisticación es un concepto elitista europeo que no tiene buena prensa en África. Allí la música es para todos por refinada y matizada que suene.
El gran acontecimiento de este año ha sido el premio para Salif Keita, sin duda el artista africano más icónico de nuestra época. El albino maliense, de setenta años, tiene una biografía novelesca y un legado musical esplendoroso, que repasó a fondo en el escenario del auditorio El Batel. Hijo de una familia muy pobre, pero descendiente del rey guerrero Sundiata Keita, soñó con ser profesor pero se temía que la blancura de su piel asustara a los alumnos. Gracias a eso y a su terca vocación musical ganamos una de las mejores voces y músicos de nuestro tiempo. José Manuel Gómez “Gufi”, uno de los periodistas que cubrió el evento, recordaba que una vez Keita se enfadó porque le comentó que sus discos le sonaban “sofisticados”. ¿La airada respuesta? “Mi música tiene riqueza, pero no es sofisticada”, le espetó. La sofisticación es un concepto elitista europeo que no tiene buena prensa en África. Allí la música es para todos por refinada y matizada que suene.
Baile intergeneracional
Justo eso ofreció Keita en Cartagena, apoyado por teclados, guitarras, bajo, kora y dos arrolladoras coristas femeninas, entre otros recursos. Hizo un repaso de sus grandes éxitos, tejiendo un ‘crescendo’ hipnótico, que terminó con toda la sala bailando y una invasión de jóvenes y jubilados para bailar sobre el escenario en el tramo final. Fue un recital entre suave, vibrante y frenético, siempre coronado por su voz inconfundible, que se ha descrito cientos de veces como ‘dorada’. La temperatura subió tras un espléndido solo de kora y tocó techo con la intensa “Were were”. Keita sacudió a todo el recinto, mientras él se limitaba a un tenue balanceo de sus pies. “Nunca había visto El Batel así de animado”, decían los veteranos.Una noche para recordar.
La tarde ya había comenzado bien, con la actuación de Dino D’Santiago, un joven caboverdiano que funde la música tradicional de su país con maneras del rapero Kanye West y del baladista r'n'b Frank Ocean. Hizo moverse a toda la plaza del ayuntamiento, ayudado por sus tres deslumbrantes coristas, encargadas de manejar las suaves programaciones. Terminó sudando endorfinas con el público. También sedujo el portugués António Zambujo, una feliz mezcla -para situarnos- de Salvador Sobral y el Caetano Veloso más intimista. El nivel de programación de la Mar de Músicas no tiene nada que envidiar a nadie.
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