Cultura

Maria Stuarda en el Teatro Real: el belcantismo bien entendido

Teatro Real acaba de presentar esta Maria Stuarda, lo que supone un estreno de la obra sobre esta escena

Cuenta la historia que, durante el ensayo general de Maria Stuarda en el San Carlo de Nápoles en 1834, la soprano Giuseppina Ronzi de Begnis, que interpretaba a la protagonista, soltó con tal vehemencia y convicción a la mezzo que daba vida a Isabel I de Inglaterra, Anna del Serre, las terribles palabras “figlia impura di Bolena, parli tu di disonnore? Meretrice indegna, oscena […] vil bastarda”, que dadas sus malas relaciones se lo tomó como algo personal y la pelea fue de tal calibre que ambas acabaron en el hospital. Añádase a la baja de las divas las dificultades para que tales imprecaciones dirigidas a una monarca fueran admitidas por una censura de cierta enjundia y el hecho de ver a la otra reina humillada, sometida y decapitada y se entenderá que el estreno fuera cancelado. Qué quieren que les diga, casi me da envidia ver las que se montaban entonces tanto en escena como en el patio de butacas y el gallinero. No puedo dejar de pensar que ahora somos de una docilidad casi sospechosa, cosa que se agrava si pensamos en el asunto de la censura: por lo menos entonces todo estaba claro, mientras que ahora, esa docilidad, mansedumbre o cobardía  nos lleva a acatar sin rechistar una censura global que nos empuja a la autorrepresión. Todo muy edificante.

En fin, que al final la pobre Maria Stuarda fue estrenada en Milán y defendida en su estado primigenio con uñas y dientes por Maria Malibran, aunque después padeció el apósito moral que se le quiso aplicar desde un principio. Durmió el largo sueño del olvido durante casi un siglo y resurgió en los años 60 y 70 del siglo XX gracias a las grandes Leyla Gencer, Berverly Sills y Montserrat Caballé. Ahí es nada.

En su empeño por programar óperas poco o nunca escuchadas en el coliseo madrileño, el Teatro Real acaba de presentar esta Maria Stuarda, lo que supone un estreno de la obra sobre esta escena. El libreto, basado en el drama homónimo de Schiller, respeta a su manera la verdad histórica.  Por ejemplo, hace que las dos reinas se encuentren, lo que en la ópera da lugar a una de las escenas principales: como es bien conocido, jamás se conocieron personalmente. En cuanto al problema político y religioso que suponía la presencia de María como “refugiada” en Inglaterra y el dilema que eso suponía para Isabel, con la consiguiente posibilidad de revueltas a favor de la Estuardo, se resuelve gracias (es un decir, lo de gracias) al enfrentamiento por un bigardo entre ambas señoras: tú me lo quitas, pues yo te arranco la cabeza. Todo lo demás planea, es verdad, pero la decisión de mandarla al patíbulo la toma la Tudor por lo que la toma. Si bien es cierto que la Estuardo había sido una mujer con mucho éxito con los hombres, para cuando fue decapitada no tenía relaciones amorosas y no estaba en su mejor momento físico. De hecho, entre que tenía un cuello bastante engrosado y que le pusieron un verdugo no muy ducho, parece que aquello fue una escabechina de proporciones considerables. Pero en fin, es lo que tiene el teatro romántico. En cualquier caso, gracias a la terrible decisión de la antipática, inteligente, contradictoria y críptica reina de Inglaterra, su prima, la irresponsable y frívola reina de Escocia quedó lavada de buena parte de su errada trayectoria y se convirtió en un verdadero mito. Así es como se la presenta en este drama.

En lo puramente musical, es ésta una obra que combina momentos de gran brillantez con otros de sombría y elegante belleza, sobre todo y con toda lógica, a medida que nos acercamos al trágico final. Si la obertura, a pesar de su evidente regusto rossiniano, es poco interesante e incluso inadecuada (si hubo quien dijo de Carmen que parecía l´amour à la castagnette, la obertura en cuestión parece la gelosia al triangolo, por el exceso de tan simpático instrumento), Donizetti cambia pronto el tono para centrarse en la cuestión dramática y construye algunas escenas de un calado que anuncian al Verdi de cierta madurez. Un claro ejemplo sería  ese magnífico dúo entre Maria y Talbot  en el acto II.

La dirección de escena del escocés David MacVicar está apoyada en un concepto dramático que resalta y ensalza las cualidades del belcantismo: se trata de expresar todo con la voz, de que cada movimiento del alma de los personajes sea transmitido a través del canto. Por esta razón, entorpecimientos como subidas de escaleras, saltos, agitaciones excesivas no son más que distracciones de lo esencial. Además, no se trata de una obra de grandes acciones, sino de grandes conversaciones y decisiones. El juego actoral me pareció suficiente, eficaz y bien pensado, y todo ello apoyado en una escenografía también sencilla pero muy expresiva de Hannah Postlethwaite en la que primaban los colores oscuros y se jugaba mucho con una estupenda iluminación, a cargo de Lizzie Powell que sobre todo en las escenas en el palacio de Elisabetta, constituyó un elemento dramático de primer orden. Un orbe sobrevuela cada escena, simbolizando el conflicto político y religioso y hay que decir que este elemento está muy bien elegido, ya que su interpretación no está exenta de ambigüedad en este caso. Como bien sabemos, en sus representaciones iconográficas, suele ser un atributo de la Virgen, y no olvidemos que Isabel era llamada la Reina Virgen. Pero en la última escena, la de la llegada de María al patíbulo, el orbe está estrellado por tierra. ¿A quién representa? ¿A la decapitada o a la propia Isabel, que ha perdido la guerra con su prima frente a la Historia? Otro buen hallazgo son esos casetones con ojos y oídos que cubren la pared del palacio, representando las intrigas y el espionaje de la corte. En fin, que con poco se dice mucho y eso es siempre muy de agradecer. Magnífico vestuario plenamente de época de Birgitte Reiffenstuel, en el que destaca, entre la oscuridad general de los atuendos, el colorido y fastuosidad de la vestimenta de la vanidosa Elisabetta, así como ese humilde vestido rojo final de Maria.

El sábado 14 tuvo lugar el estreno con el primer reparto, cuyo principal atractivo era el debut de Lisette Oropesa en el papel de Maria Stuarda. Tras haber escuchado ambos casts, diremos que el segundo se nos antoja más homogéneo e idóneo en cuanto a la adecuación de las voces a los personajes. Pero primero, vayamos a lo que fue común. El director musical, José Miguel Pérez-Sierra (actual director del Teatro de la Zarzuela y habitual de todos los teatros de ópera españoles y de muchas escenas internacionales) realizó un estupendo trabajo al frente de la orquesta, destacando su labor de concertación y empaste en los números de conjunto, como por ejemplo en el Sexteto del acto I, el dúo de las reinas, el trío del comienzo del acto II o todo ese final tan complejo en el que tenemos a todos los personajes principales y al coro en acción. Dirección clara, eficaz, matizada, honesta y que denotó un gran conocimiento del estilo belcantista por su parte. Dejó respirar y expresar a los cantantes sin permitir excesos inútiles. Buena respuesta de la orquesta en general, aunque hay que decir que en el estreno los metales y más concretamente las trompas, no tuvieron su mejor día. La cosa se arregló mucho en la segunda representación. Fantástico el coro en sus intervenciones y muy especialmente en toda la escena final, en la que hicieron un gran trabajo de dinámicas y equilibrio bajo la atenta batuta de Pérez-Sierra.

Y vayamos con los cantantes. Si bien Lisette Oropesa se entregó, cantó una Stuarda solvente -porque sabe cantar muy bien- y cosechó un enorme éxito, la realidad es que su voz de ligera no es la adecuada para el papel, porque su envergadura vocal no es suficiente. Hace cosas preciosas, como algunas messa di voce y otros tantos pianissimi en los agudos; también tiene un magnífico legato y una estupenda coloratura. Sin embargo, los graves son claramente insuficientes y cuando utiliza el registro de pecho, además de carecer de peso suficiente, el color tampoco es excesivamente bello. En cuanto a esos sobreagudos facultativos que ella escoge hacer, por supuesto están en su sitio, pero dan la impresión de ser excesivamente adelgazados y algo breves: si los haces, hay que ir con todo el poderío. Quizá el cambio de repertorio hacia algo más central y que precisa de más corporeidad sonora empieza a hacer mella en ese registro. A pesar de las limitaciones descritas, hizo una gran escena final, llena de emoción.

En cuanto al Leicester de Ismael Jordi, pasaría algo parecido. El tenor jerezano canta con gusto, conoce muy bien el estilo y compone realmente un personaje, pero su voz también adolece de demasiada ligereza para el personaje y sus agudos, aunque corren sin problema, son un tanto delgados. Es muy de alabar su labor en los concertantes y muy particularmente en la larga escena con Elisabetta, porque la verdad es que es un papel difícil e ingrato.

La mezzo rusa Aigul Akhmetshina, que también debutaba, en este caso como Elisabetta, fue el descubrimiento de la noche. Si bien se la notó un tanto fría y cortando un poco demasiado las frases para respirar en su primera intervención, probablemente debido a cierta inseguridad, demostró tener una voz de muchos quilates, hermosa, profunda, con mordiente, unos excelentes sobreagudos, buena coloratura y una capacidad de fraseo dramático que nos regaló los mejores momentos de la velada. 

En cuanto al barítono Roberto Tagliavini como Giorgio Talbot el guardián y confidente de Maria, y el bajo Andrzej Filoncyk como el cruel e instigador a la condena Lord Guglielmo Cecil, cumplieron en sus respectivos cometidos pero no aportaron una verdadera caracterización a sus personajes. Se echó un de menos más matización tanto vocal como dramática en sus escenas clave. 

Como hemos adelantado, el segundo reparto resultó ser el primero por adecuación y homogeneidad. La soprano canaria Yolanda Auyanet tiene un instrumento mucho más idóneo y una vocalidad también más ajustada al desempeño que exige esta Stuarda. Su voz, lírica auténtica, brilló de cabo a rabo en cualquiera de sus intervenciones, con un agudo pleno (no hizo los sobreagudos facultativos, como no los hacía Caballé, ni falta que le hizo), buena coloratura, hermoso centro y grave suficiente con un registro de pecho que no acusa el paso. Deliciosa exhibición de belcantismo la que nos ofreció, con total control técnico y fantástico fiato, en la que pudimos vivir a través de su voz los padecimientos morales y humanos de la reina. Estupendo legato, muy bellas messa di voce y una auténtica entrega dramática, que nos transmitió perfectamente esa contradicción entre lo que dice Maria y lo que realmente siente en esa escalofriante escena final, cuando afirma que no desea a Inglaterra que caiga en manos de un Dios vengador. Y sin embargo… Yolanda Auyanet nos hizo oír a esa mujer trémula, presa del pánico que es capaz de lanzar una maldición en su hora suprema. ¡Brava!

También la voz del otro canario del reparto, el tenor Airam Hernández, es más adecuada para Leicester, el amante de la Stuarda y objeto de deseo de la Tudor. La bella voz de este cantante sonó redonda y bien timbrada en las zonas centrales, pero no pudo lucir en todo el esplendor que le conocemos en los agudos, que quedaron un tanto velados, probablemente por lo que sonaba a proceso catarral o flemático. Pero su magnífica línea de canto y su talento dramático se impusieron con creces a este inconveniente.

Magnífica y regia la Elisabetta de Silvia Tro Santafé, mezzo lírica de amplia, reconocida e internacional trayectoria, cuya voz es perfecta para el repertorio belcantista. Interpretó su personaje con decisión y bravura, haciendo gala de un dominio técnico indudable -fabulosa la escena de entrada-, de unos agudos estupendos y bien proyectados y también de una gran paleta de matices vocales y dramáticos, como en la primera escena del segundo acto, la de la zozobra y decisión final. Dibujó una reina Tudor realmente rica y compleja que cautivó al auditorio.

El bajo Simon Mechlinski fue un Lord Guglielmo con más carne, más carácter y más expresividad en ese dúo con Elisabetta, en el que su obstinación la empujan a firmar la sentencia. El barítono Krzysztof Baczyk cumplió sin brillo particular y tampoco supo extraer lo mejor del personaje de Giorgio Talbot.

En definitiva, un buen espectáculo bien armado e interpretado con solvencia y honestidad que vale la pena disfrutar en cualquiera de sus dos repartos.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación
Salir de ver en versión AMP