Cultura

El día en que Mario Vargas Llosa se dio un golpe en la cabeza y olvidó la literatura

Después de la La fiesta del chivo, en sus últimas novelas publicadas hasta Cinco esquinas, Vargas Llosa ha confeccionado para sus lectores una fosa, un lugar desde donde desnucarse y olvidar lo mejor de un autor del que llegamos a esperarlo todo.

Hay quienes se llevan las manos a la cabeza por el salto mortal que ha dado el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa al papel cuché; un lugar en el que luce incómodo, relevado en la voluntad de elegir dónde aparece y dónde no; de la mano de alguien más en una alfombra roja; parapetado en una biblioteca ajena ensayando la pose del enamorado en la portada de un dominical. Raras estampas las que nos regala Vargas Llosa en estos días. Pero ese no es el problema, ojalá fuera ese. Dormiríamos más tranquilos -frívolos y felices- de que el premio Nobel relevase sus afectos pero siguiese fiel a la pulpa de su obra; una que ya está en los huesos, enclenque, tan distinta de aquella que se revolvía inquieta en el reino de Barral y la Balcells. Tiempos aquellos de discutir por el Caso Padilla y propinar puñetazos al Gabo al salir de los cines en Ciudad de México.

Quienes se hicieron lectores de Vargas Llosa con  La casa verde o La guerra del fin del mundo han intentado hacerse la vista gorda con algunos libros publicados por el peruano en la última década

Cada quien elige sus afectos como quien selecciona de la vistosa caja un bombón con el cual envenenarse. Inconsistencias morales a un lado -la sociedad del espectáculo, ejem, ejem-, el despecho con Mario Vargas Llosa es mucho mayor a los vértigos de su corazón; porque en el fondo se trata del nuestro. Lo que ocurre con Mario Vargas Llosa es un desamor lector, una afonía que avanza centímetros y gana terreno por libro. Podemos decir que desde La fiesta del chivo hasta Cinco esquinas, Vargas Llosa ha confeccionado para sus lectores una fosa, un lugar desde donde desnucarse y olvidar lo mejor de un autor del que llegamos a esperarlo todo.

Quienes se hicieron lectores de Mario Vargas Llosa con novelas como La casa verde o La guerra del fin del mundo (escritas por aquel escritor soberbio a punto de devorarlo todo) han intentado hacerse la vista gorda con algunos libros publicados por el peruano en la última década. En la inmensa bibliografía de Vargas Llosa, Las travesuras de la niña mala llegó como una ventisca desacompasada que era preferible dejar pasar, acaso un rumor, algo sin importancia. Dijimos, repetimos, como una súplica.

El a veces irregular y excesivo El sueño del celta (2010), aquel libro basado en la vida de Roger Casement que llegó a manos de los lectores al unísono con el anuncio del Nobel, quedó sepultado por la alegría del galardón. La fanfarria sobrevino con igual entusiasmo, sin importar la literatura desteñida que nos ofrecía un Vargas Llosa que tendía a perder el foco. ¿Por qué lo hicimos? ¿Por qué celebrábamos una obra que comenzaba a comportarse errática y crepuscularmente? Porque en verdad  aplaudíamos –aplaudimos- al novelista de Conversación en la catedral.

¿Por qué celebrábamos una obra que comenzaba a ser crepuscular? Porque en verdad  aplaudíamos –aplaudimos- al novelista de Conversación en la catedral.

El punto de no retorno en su narrativa fue El héroe discreto, aquella novela con la que Mario Vargas Llosa volvía al Perú, aquel territorio afectivo del que salió herido y al que ha ido regresando de a poco, tal y como lo demuestra en Cinco esquinas, donde retrata la última etapa del gobierno de Fujimori –la larga sombra de Montesinos a su lado-. Eligió un escenario magnífico para ajustar cuentas con un país que le dio la espalda y sin embargo, algo se fractura, se queda como El héroe discreto, en un Vargas Llosa distraído, inapetente, tan distinto de aquella fiera llena de diálogos potentes y escenas excesivas que fue en Pantaleón y las visitadoras.

Cinco esquinas (Alfaguara), libro presentado este martes por Vargas Llosa en Casa de América y que estará en las librerías el 3 de marzo, comienza con una escena erótica entre Chabela y Marisa, dos amigas de la alta sociedad que se convierten en amantes una noche que se ven obligadas a no salir del piso de una de ellas por el toque de queda vigente en los años 90 en Lima, ciudad que se hunde en la violencia, las extorsiones y los secuestros. En una sociedad que se pudre, el sexo es la pulsión, el escape. Bien. Que Vargas Llosa siempre ha utilizado el sexo en sus novelas como quien acomete un rasurado en seco; así, con la urgencia y violencia, es algo que no sorprende. Conocemos a ese Vargas Llosa desde La ciudad y los perros.

La diferencia, la inmensa diferencia, es que el sexo desprovisto de dirección y sentido –en El héroe discreto también se incluye una seudo escena lésbica entre dos sirvientas, anémica de propósito y belleza- le quita fuerza a una historia que la tiene en sus pilares: el Perú del Sendero Luminoso como negro cinturón al cuello del Estado. Una ocasión perdida, una voz desdibujada, quizá el permiso de desaparecer de la propia obra. Eso es este libro, o acaso los último cinco: una lenta desaparición.

Claro que Don Mario no desaprovecha la elección. El Perú de Fujimori –quien tras derrotar a Vargas Llosa en las elecciones gobernó entre 1990 y 2000- sirve como una nube casi cremosa donde la corrupción y violencia devoran y habitan una nación. La mejor metáfora es el barrio antiguo de las Cinco Esquinas, su mayor personaje y vector fuerza de la novela. Cinco Esquinas fue el lugar del renacimiento cultural y bohemio del siglo XX, hoy es un lugar despojo, vaciado de contenido y lleno de violencia. A las ciudades y a los países les pasa lo que a quienes los cuentan se llenan y se vacían, constantemente. Se vierten en quienes leen. El problema, acaso, es que algo en Don Mario se seca. Para quienes crecimos memorizando La guerra del fin del mundo, preguntándonos cómo el peruano levantó aquel prodigio de La Casa Verde, este Vargas Llosa residual, periférico dentro de su propia obra, es una ansiedad, un despecho, un verdadero desamor.

Vargas Llosa, que tiene a Madame Bovary –a la necia e inolvidable Emma de Flaubert- como uno de sus más grandes afectos literarios, parece prisionero de esa insatisfacción extraña que poseyó a la heroína

Mario Vargas Llosa, que tiene a Madame Bovary –a la necia e inolvidable Emma de Flaubert- como uno de sus más grandes afectos literarios, parece prisionero de esa insatisfacción extraña que poseyó a la heroína decimonónica, esa potencia que conduce a todos los lugares y a la vez a ninguno, esa que nos lleva y nos trae del infierno con las comisuras espolvoreadas con arsénico. Puede que todo esto –que la sequía literaria del Nobel peruano- sea un mal sueño, obra de una peste que habremos de conjurar contándonos historias, las que Don Mario escribía para sujetarnos por el cuello y no dejarnos ir jamás.

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