Varios amigos y algún egregio columnista han recomendado ver la secuela de Top Gun (película que gasté en VHS y cuyos gestos aún configuran mis postureos). Seguro que está muy bien, pero se ha agudizado en mí un sentimiento de alienación con la industria cultural americana que venía insinuándose en los últimos años. Llevaba tiempo rumiando las ideas que quiero ensayar en este artículo y Maverick me ha servido de catalizador.
Parafraseando a Azaña, sospecho que España ha dejado de ser americana, aunque vaya a aumentar la presencia militar en Rota. Mi intuición se apoya en mi creciente ajenidad con lo americano y lo anglo, que pienso tiene algo de generacional, de tendencia. Es importante subrayar que no responde a una ideología, sino a algo más básico, casi visceral. O eso creo.
Para explicar de dónde venimos, recurriré a una imagen gráfica y aproximativa. Hasta ahora teníamos una concepción de la cultura que llamaría concéntrica. Tres planos se solapaban en nuestra mente: la patria chica, la nación y el occidente globalizado. Y esto tenía sus implicaciones lingüísticas, educativas, políticas y económicas. En la versión más elegante, la patria chica se circunscribía sin fricciones en el círculo de la nación española en su versión autonomista. Esta, a su vez, se situaba bajo el paraguas de la cultura occidental, europea y atlántica. Pero no como un poliedro de culturas nacionales, sino como una esfera inequívocamente anglófona. Por supuesto, cada nación tiene su sitio bajo ese techo común, y habla su propio idioma. Una expresión elocuente de esta imagen es el bilingüismo o el trilingüismo de los proyectos educativos más “centrados”.
Pero esto es extraño: no vemos lo anglófono como un círculo nacional-cultural vecino (cercano, admirable, pero distinto), sino como algo propio. Más aún, como algo "más íntimo a nosotros que nosotros mismos", parafraseando al de Hipona. Hasta el punto de que en ciertas manifestaciones de la cultura más comercial, lo angloamericano desplaza a lo español –no digamos a la cultura local– que queda reducido a una forma de particularismo vergonzante, que sentimos casi siempre como pueblerino. Obviamente mucho de lo propio subsiste en el plano de la vida más local, con el riesgo de verse reducido a identitarismo subvencionado por la consejería de turismo.
Lo asombroso es que esto le sucede a España, que comparte lengua y muchos referentes culturales con cientos de millones de personas en la América hispana, en Estados Unidos, y en otras partes del mundo. A España, una nación con vínculos estrechísimos y sintonía vital obvia con otras culturas mediterráneas. A España, que podría verse como un elemento central de una esfera cultural de ámbito global, capaz de mirar de igual a igual a cualquier otra. A España, que antes de Fukuyama dio grandes muestras de modernidad llena de carácter.
Distancia, fascinación, ajenidad
Esta creciente ajenidad –en mi caso– no es animadversión, ni siquiera desprecio: he vivido dos años en Estados Unidos, viajo allí al menos una vez al año, tengo grandes amigos, admiro sus virtudes y disfruto de su aire de libertad, sigo sus debates culturales y políticos, trabajo en inglés la mitad del tiempo, sigo viendo sus películas. Ajenidad significa que siento que lo mío –lo nuestro– es otra cosa. Que no soy –y ahora ya no quiero ser– eso otro.
Tampoco es que yo haya sido un caso paradigmático de americanización. No fui educado en un entorno especialmente anglófilo. De abuela alemana, fui durante años –de boquilla y de lecturas– más germanófilo que otra cosa y estudié más alemán que inglés durante la carrera. Mi padre, asturiano, tenía algo de manía anti yankee. Pero no por nada ideológico: simplemente le aterraba el simplismo pragmatista. Por lo demás, fue educado en francés como lengua extranjera y cultural. Y desarrolló afinidades germanas desde siempre –no solo por amor a su suegra– que llegaron a ser lealtades al proyecto paneuropeo de Otto von Habsburg. Pero a la vez, malaprendió inglés escuchando a los Beatles, los Rolling y Cat Stevens. Mi madre es uruguaya y ahí tenemos familia extendida. Pero me criaron en Barcelona y Madrid. O mejor dicho en una urbanización de Pozuelo.
La perspectiva anglocéntrica, con todas sus cosas grandiosas, es a la vez tremendamente provinciana
Con esto pretendo distinguir mi caso de la americanofilia típica de cierta derecha, tanto liberal como conservadora, así como de las querencias british de muchos conservadores patrios. Anglofilia que comprendo perfectamente, pero que a veces se traduce en un deseo de vivir en otro país o de aplicar al nuestro recetas inventadas para otras culturas. Ilusión que me parece contradictoria con ese realismo adaptativo típicamente conservador. Hay gente que siente más cercana la campiña inglesa de una película de Jane Austen que la dehesa extremeña, por poner un ejemplo. Hay quien ama ambas, de modos diversos y adecuados.
Es verdad que en mis lecturas y aficiones se fue insinuando el gusto por lo inglés, con la lectura de Tolkien y Lewis o la fascinación por figuras como Tomás Moro o John Henry Newman. Hasta el punto de que al visitar Oxford por vez primera para ir a un congreso, me di cuenta de que sentía una intensa nostalgia por aquel lugar que jamás había pisado. Nostalgia que fue dolorosamente decepcionada por las riadas de italianos y españoles que berreaban por sus calles, entre colleges cerrados a cal y canto.
Matices aparte, como para todos los españoles, la cultura anglosajona ha sido central en mi educación, sobre todo a través del cine, de la televisión y de la música, y –por supuesto– de la enseñanza reglada del inglés. De modo que crecí con sensación de cercanía y pertenencia. Y, al acabar la carrera, ya tenía más interés en viajar a Reino Unido o Estados Unidos que a Alemania.
Despertares
En fin, precisamente después de haber vivido en Estados Unidos, ahora veo que esta centralidad de lo anglo en nuestras vidas es forzada. Percibo con agudeza que nosotros somos distintos, que nuestro estilo de vida es diferente: nuestro modo de relacionarnos con la familia, con la historia, con los lugares, con los distintos, nuestro modo de expresarnos artísticamente, nuestro sentido del humor, etc. Una forma de ser que no es ni debe quedar reducida a folklore, aunque a veces es así como sobrevive.
La salida pasa por conocer las raíces, aferrarse a lo propio para defenderlo y ser creativos
Lo que me resulta agresivo es que se nos presente lo angloamericano (los temas y las estructuras narrativas, los sonidos y los ritmos, las costumbres y los acentos, las formas políticas y los estilos de vida) como algo casi más obvio, natural y “nuestro” que nuestra propia idiosincrasia. O, al menos, como un ideal deseable para la vida personal –subespecie de road movie y hamburguesa– o para la convivencia colectiva. Con el efecto también perverso de que cuando uno se expone a la cultura europea –el cine, la literatura, etc.– resulta que lo observamos como algo más lejano, un punto esnob y minoritario.
Pero, además, es que la perspectiva anglocéntrica, con todas sus cosas grandiosas, es a la vez tremendamente provinciana. Dos datos me han resultado siempre sorprendentes, uno elitista y otro popular. En las élites intelectuales de las costas americanas (con obvias excepciones), apenas se habla otro idioma que no sea el inglés, apenas se maneja una literatura científica que no esté escrita en english. Esto también tiene plasmaciones en el comportamiento: mi trauma de compartir mesa con seis profesores y doctorandos de Ivy League comiendo cheeseburgers en un bistró pijo de París. Por no hablar del uso del ketchup. Lo que me lleva a lo popular. Baste como botón de muestra la concepción turística de la cultura europea, reducida a grandes capitales, distanciadas por paisajes vacíos de road movie. Eso sí, llenas de amazing facilities (Biden dixit), good food, excellent wine. Y de experiencias exóticas, como correr borracho delante de unos toros con un pañuelo rojo.
Colectivamente, además, nos miramos con acomplejamiento en el espejo del sistema americano o el parlamentarismo inglés, en las páginas de sus pensadores y oradores, mientras ignoramos nuestra propia historia o la de pueblos que nos son más cercanos. Tenemos que dar las gracias a Luri por su empeño en recuperar los clásicos conservadores españoles, o a Juan Claudio de Ramón por insistir en que conozcamos la historia de nuestro liberalismo. Lo asombroso es que sigamos acomplejados, poniendo como ejemplo a la democracia americana o británica a la vez que se aborrece del asalto al Capitolio o del Brexit.
En todo caso, parece mentira que todavía busquemos aplicar las reglas formales que funcionan –si es que lo hacen– en un entorno cultural distinto, sin oportunas adaptaciones. ¡Ay el mito del racionalismo empirista como única forma de racionalidad! Pero es que incluso la eficiencia que se sigue de esa racionalidad, tan cacareadamente americana, está en crisis total en nuestro tiempo, vista como estructura de dominio del varón blanco. No parece que vayan a gozar de prestigio los valores del tamaño, la velocidad y la eficiencia, que traen el crecimiento explotativo de la naturaleza, el despilfarro energético, el desarraigo del american hero, el maniqueísmo del cowboy, el intervencionismo policial, la fragmentación social y étnica o las desigualdades lacerantes. Ni siquiera ya en Estados Unidos. Incluso la innovación tecnológica que nos viene de California nos aparece cada vez más cooptada por la acumulación de un capital y dotada de un poder prescriptivo sospechoso y sin precedentes.
Volver
Mi diagnóstico, repito, es que esta centralidad enajenante de lo angloamericano se está acabando. Y no como resultado de un proyecto político –la izquierda antiamericana, la derecha patriotera– sino como fenómeno que es a la vez de agotamiento de un modelo (la globalización anglocéntrica) y de reencuentro con lo propio, por contraste con las alternativas (somos españoles en vez de…).
Mi propuesta es que hay que aprovechar esta tendencia, y evitar sus posibles desviaciones: ambas líneas coinciden en la necesidad de pensar, crear y trabajar en español. La salida pasa por conocer las raíces, aferrarse a lo propio para defenderlo y ser creativos. Como siempre: una correcta articulación de pasado, presente y futuro. (Todo esto está ya pasando. Hay ejemplos, pero yo no soy la persona para dibujar el mapa. Este artículo es también una invitación a que otros completen el cuadro y definan mejor lo que yo solo delineo).
Es necesario reinventar un modo de ser y de expresarse en español que ya no puede verse como un desarrollo orgánico e ininterrumpido de lo anterior
Si en los últimos decenios hemos pecado por defecto, no se trata de dar el pendulazo para pasar a pecar por exceso. Es un peligro evidente: por no ser como los demás… acabar en una caricatura identitarista de lo español y de lo hispano. Reducir nuestro modo de vida a interpretar un papel en un parque temático hecho de grandes gestas (hoy ya solo deportivas), folklore y costumbrismos gastronómicos. Empaquetar en el presente nuestro pasado como objeto de consumo propio y ajeno. De consumo comercial-turístico, pero también político-ideológico.
El problema de lo propio, así concebido, es que no existe. No es una pauta que deba ser repetida. Solo seremos nosotros mismos si somos creativos, si encontramos en la propia herencia la inspiración para dar una respuesta a los estímulos y amenazas del momento. La nostalgia tiene el peligro de contentarse con la textura de los empaquetados de la infancia.
Aunque aquí surge otra observación dolorosa. Mi problema –quizá el de mi generación de la EGB– es que no tenemos una cultura española a la que volver, una infancia idealizable que no fuera ya fuertemente anglocéntrica. Celebrábamos los cumpleaños en McDonalds y yendo al cine a ver Star Wars… y de eso ya no se sale.
En cualquier caso, la propuesta sustitutiva a la anglosfera no puede ser un simple casticismo, ni la canonización de la españolada (con tetas y culos como últimos episodios), ni la subsunción de lo español en lo latino. Tampoco hace falta adoptar formas de antiamericanismo, que no son sino instancias de consumismo ideológico a la americana. Y por supuesto no hay que huir de mestizajes y fusiones, tan hispanos.
En español, 'please'
Es necesario reinventar un modo de ser y de expresarse en español que ya no puede verse como un desarrollo orgánico e ininterrumpido de lo anterior, pues la cesura ha tenido lugar, acentuada quizá por el posfranquismo, aunque la colonización cultural comenzó durante la dictadura. Un modo de ser español que sea europeo, pero también hispano, sin dejar de ser cada uno de su pueblo o de su lengua. Que integre lo local y lo español de un modo que no podrá ser el regionalismo tardofranquista ni el autonomismo centrífugo.
Quizá lo más importante, y casi lo único que se pueda decir, es que hay que leer, hablar, cantar, narrar, escribir, investigar, rodar y pintar en español. No como respuesta a una tendencia de mercado, y menos aún a una política de subvenciones. Pero sin renunciar a hacerse un hueco en el mercado nacional, hispano e internacional, y a recibir la simpatía y la ayuda de la comunidad política.
Solo añadiré que es fundamental que nuestra autopercepción y el modo de proyectarla huya de esos tópicos neo-románticos de la buena vida de terraceo y siesta. Hemos de incorporar una desacomplejada forma de trabajar bien a la española. Existe de hecho esa cultura laboral, y tiene mucho que ver con la capacidad de adaptación sin rigideces normativistas; de generar comunidad y calor humano con los distintos; la tenacidad y un cierto pundonor. Pero se ve distorsionada por problemas no menos hispanos como la informalidad, la brusquedad o la picaresca.
Ricardo Calleja es 'lecturer' del departamento de Ética Empresarial de IESE Business School
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