Cultura

¡Cuán gritan esos malditos!

El día final de las fiestas de San Isidro madrileñas (aclaro, que es éste santo que se conmemora en muchísimos más sitos que los capitalinos imaginamos) se celebró delante del pastelón del otrora llamado Nuestra Señora de las Telecomunicaciones, y hoy dicen que ayuntamiento por obra y comisión (vid. DRAE) del presunto alcalde que lo prefirió al centenario y secular de la inmarcesible Plaza de la Villa, con un acto clásico y castizo y ciertamente adecuado a esta ciudad, homenajeando en realidad a toda nuestra común España: con una mascletá.

Quede claro que, hijo de valenciano castellonense, no me pillan de sorpresa tales eventos, como dicen ahora los finolis, que los muy modernos tildarían de manera anticuada como performances. Que unas cuantas me he chupado. De hecho, recuerdo los consejos de mi tío Adolfito en la calle Cuenca de Valencia para que tuviera la boca abierta y así no se me reventaran los tímpanos ante tamaño estrépito, pues más de una vez salían los de tal casal victoriosos en tan atronador concurso fallero.

Ni parpusas, bombines, o mantones de manila. Nada de safos al cuello ni calzar calcos acharolaos. Nada de agua del santo bebida a pitorro de botijo, ni darse a las gallinejas o entresijos. Nada de kermeses o schotíses… ¡Quiá! Nada mejor que celebrar el día propio de la Villa y Corte que con la mayor muestra nacional que en la piel de toro ofrendamos a nuestro dios pagano: el ruido. Y como no nos quedamos a gusto con el que se hace día a día por tanto amateur de tres al cuarto, pues nada, ¡a contratar profesionales para hacerlo ya estridente de manera espectacular, enfática, atronadora,  estentórea y fragosa de manera épica. Qué digo épica, ¡homérica!

Como muestra de nuestro envidiable y envidiado joie-de-vivre, cada vez se apuntan más guiris a hacer el vocinglero, por si no tuviéramos suficiente con el atorrante patrio que, eso sí, al menos se le entiende todo, y si te da por acordarte de sus progenitores, al menos te comprende los denuestos y no te mira con cara de embobalicado y etílico cachondeo. ¡Con lo bien que estarían corriendo los sanfermines con justos motivos para darle al griterío siendo perseguidos por morlacos de 500 kilos! 

Siempre hemos tenido fama de escandalosos, y entendido por no sé qué presunción atávica hispana, que eso de hacer más ruido que un elefante macho barritando en periodo de celo es algo “muy nuestro” y, al parecer, más divertido que comer jamón ibérico de bellota con las manos. Me da poco o mucho el constatar si es verdad que somos los campeones entre las naciones más ruidosas de la ONU, si la medalla de oro se la lleva Japón, o si todo es mito urbano (que como leyenda la creo más real que el nacimiento de Pegaso de la sangre de la Gorgona, pero deben de ser extrañas conjeturas mías nacidas de malas y sesgadas experiencias).

Yo, ya puestos, me hubiera parecido mucho más adecuado, cultural y hasta fusión, haber acabado las fiestas con el final de la Obertura Solemne 1812 de Tchaikovski, con toda la orquesta atacando como una posesa sus instrumentos, las campanas de todas las iglesias tañendo a rebato, y cañones, cañones, cañones, bramando explosiones por sus broncíneas bocas. Y como justo homenaje a Madrid, añadiendo al sinfónico pandemónium cláxones de coches, motos a escape libre, adolescentes ebrios berreando en las terrazas, manifestantes con silbatos, batucadas, bocinas y vuvuzelas, la Banda Nacional Oficiosa de acordeones y trompetas de Bucarest, ¡y hasta la Tuna de la Complutense atacando el Clavelitos!

La pena es que, en acabando este escrito, no habrá manera de que paguen ni barato ni caro sus gritos.

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