2021 se cerró con un dato muy sorprendente: las mascotas en los hogares españoles duplicaron al número de niños (13 millones registradas contra 6,2 millones, según ha podido confirmar Vozpópuli). Si existiera alguna teoría creíble sobre la gran sustitución, ésta sería sin duda la de los niños por los perros. Sería interesante, en este sentido, elaborar estudios sobre los metros cuadrados ganados por los espacios destinados a los perros en los diferentes parques de nuestras ciudades en detrimento de los espacios infantiles. O la tendencia actual a tener más en consideración el posible malestar de los animales en las grandes festividades populares (como Sant Joan en Catalunya o las Fallas en Valencia, en las que se tiran muchos petardos) que la diversión de los más pequeños.
La tendencia a tener menos hijos parece correlativa a tener más mascotas, es un fenómeno que se está produciendo en casi todo Occidente. El filósofo Santiago Alba Rico suele comentar en sus ensayos, medio en broma medio en serio, que uno de los síntomas de declive civilizatorio es que suele venir acompañado de una mayor preocupación por el bienestar animal. Sucedió en el Imperio Romano y parece que se está produciendo algo parecido en la actualidad.
El Papa Francisco también alertó sobre el egoísmo inherente al intento de que las mascotas ocupen el lugar de los hijos y denunció el hecho de que las mascotas nos rebajaban y nos quitaban humanidad, en una audiencia el pasado 5 de enero que dio lugar a una airada polémica en las redes sociales.
Sin duda, asistimos a un proceso en el que se tiende a humanizar a los animales y animalizar a los humanos. Los animales y, en particular, los animales que decidieron vivir con los hombres, son depositarios de los mejores atributos humanos y las más altas cotas de moralidad posibles: lealtad, afecto, inteligencia, bondad inmaculada…se vierte en ellos todo aquello en lo que, supuestamente, habríamos fracasado como especie. Por el contrario, a los humanos se nos está volcando todo aquello que, justamente, definía tradicionalmente el comportamiento animal: irracionalidad, inmisericordia, crueldad... Se ha convertido en una boutade escuchar eso de "Los animales son mejores que las personas".
Mascotas y nazis
Se ha perdido de vista que, para poder ejecutar las mayores atrocidades contra el humano, primero había que animalizarlo. Lo hicieron los nazis llamando “ratas” a los judíos o los blancos cuando llamaban “monos” a los negros. De hecho, los nazis fueron pioneros en las leyes animalistas, como la Reichstierschutzgesetz que en 1933 limitaba el uso de animales para espectáculos y cine, o la Das Reichsjagdgesetz de 1934, que limitaba severamente la caza de animales en Alemania. Himmler, Göring y el propio Hitler siempre mostraron una gran preocupación por los animales. El esquema para que eso pudiera casar con su brutal desprecio hacia otros colectivos humanos responde a este principio según el cual la humanización del animal siempre va acompañada de una animalización del hombre.
La mascota viene a sustituir, de forma bastante fallida, los lazos sociales que dotaban de sentido a la propia existencia
Gran parte del animalismo contemporáneo es una forma sofisticada de misantropía. La excusa es el animal, pero en realidad se revelan multitud de otras cuestiones relacionadas con el autodesprecio y la búsqueda de elementos de pureza fuera del universo humano. Síntoma del descreimiento ante cualquier proyecto redentor que devuelva una esperanza perdida, de la disolución de los vínculos colectivos y la soledad que provoca angustia. Animalismo, superviviencialismo, pérdida de fe en el futuro y secularización dialogan mucho más entre ellos de lo que podría parecer a primera vista.
Es habitual escuchar eso de que los perros y gatos suplen carencias afectivas de sus respectivos amos. En cierto modo puede ser así, pero el problema va mucho más lejos. Las mascotas responden a los mandatos hedonistas, individualistas y egoístas que configuran el ethos del neoliberalismo. Es en ese punto donde se encuentra con otros fenómenos ciertamente turbios de nuestro siglo.
Cuando lo que importa es el 'yo', cuando la soberanía reside en ese 'yo' y el mundo empieza y termina en las cuatro extremidades de mi cuerpo ya no puede haber pasado ni futuro, ni mucho menos comunidad. Solo hay goce personal, disfrutar del momento en un presente perpetuo y una disolución del tiempo en la propia vivencia individual.
La mascota viene a sustituir, entonces, de forma bastante fallida, los lazos sociales que dotaban de sentido a la propia existencia personal. Lo hace acentuando todavía más el aislamiento y presionando de forma más acusada el distanciamiento con los otros y, notablemente, con los vínculos que se pueden crear a través de una familia. Todavía más, ¿Serían las mascotas una prueba del fracaso para crear vínculos afectivos con otros seres humanos, más allá de la familia?
Ideología Disney
Las mascotas tienen dos diferencias fundamentales con los hijos (y los amigos): la primera, no hablan. Esto es importante ponerlo de relieve, ya que la ideología Disney ha confundido a mucha gente, haciéndola creer que los animales hablan y tienen lenguaje, pese a que solo esté demostrado que se comunican. Los animales no tienen Historia, no hacen chistes, no tienen un sistema filosófico desarrollado. No escriben, no crean arte, no dejan huella de sus historias porque no hay testimonio ni escrito ni hablado de ellas. Los animales, al no hablar, no pueden contarnos relatos, ni tampoco contarse relatos entre ellos.
Las mascotas no exigen esfuerzos reales, ni el temor a una pérdida irreparable
Cuando esto se traslada al mundo de las mascotas, aunque sean seres sintientes y con necesidades biológicas, se reducen necesariamente a seres delimitados a sus propios devenires particulares. No hay continuidad en ellos que no sea genética, porque no hay lenguaje que configure historias, símbolos ni ritos. No hay trascendencia, ni sentido, sino puro goce inmediato. Tanto para el animal como para su amo. Los perros siempre están ahí, a libre disposición para el goce de su amo. A los gatos directamente se les suele encerrar en los pisos para que no se escapen y sigan ahí para cuando volvamos de trabajar y puedan apaciguar esas necesidades de atención que tanto tenemos hoy en día.
De aquí viene la segunda diferencia con los hijos. Las mascotas no generan un legado ni permiten aumentar la potencialidad colectiva. No exigen esfuerzos reales, ni el temor a una pérdida irreparable. Toda la bondad que se puede descargar sobre un pastor alemán muy leal empieza y termina con él. Probablemente, además, no te sobrevivirá. Si algo es sintomático de la cancelación del futuro es esta fiebre por las mascotas, que nunca podrán llevar más lejos tu historia ni podrán ampliar un relato colectivo familiar.
Pese a estas dos diferencias sustanciales, a muchos animales de compañía se les trata como a hijos. Se les ponen nombres humanos, se les trata con el mismo cariño y se les habla como si fueran nuestros propios hijos. Existen comportamientos tirando a neuróticos en relación con los animales, que buscan rellenar un vacío existencial mediante la extrapolación de sentimientos de animales humanos a animales no humanos. A veces, parece que hay más empatía con los animales no humanos que con los animales humanos.
El mayor respeto a los animales es tratarles como son, animales que tienen características y atributos particulares, diferentes del animal humano. Nietzsche popularizó el famoso sueño de Raskólnikov en Crimen y Castigo, haciéndose suya la historia de acariciar a un caballo maltratado como gesto último de bondad humana ante la barbarie, pero que a él le sumiría en un profundo silencio.
Hoy, las cosas son un poco diferentes. Solo el abrazo a otro ser humano y volver a creer en la potencialidad de éste nos devolverá a un horizonte civilizatorio deseable, alejándonos de la misantropía y agonía distópica que postula el fracaso de nuestra especie y profundiza en sus peores consecuencias. En ese abrazo, también reside la esperanza para el resto de los animales, que merecen ser tratados con justicia y como lo que son en lugar de exigirles ser nuestros hijos sustitutivos, con toda la carga afectiva y emocional que eso les supone y que jamás podrán corresponder.
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