Hoy mi abuelo hubiera cumplido 90 años. Se llamaba David Libreros Pezuela, y el reloj de su vida paró las manecillas el 3 de abril del 2023, cuando cuerpo y espíritu firmaron de mutuo acuerdo una petición de cerrado por derribo. Decidió despedirse agarrado a las manos de mi padre, en una mañana gris donde todo dejó de importar.
Fue un gran hombre. Un tipo que, como millones de su generación, se tuvo que hacer a sí mismo sin ningún tipo de guía. Nació el 14 de junio de 1934 en Albares, un pueblo de la Guadalajara profunda tremendamente castigado por la crueldad de la posguerra.
Nunca llegó a tener un recuerdo lúcido de su padre Nicolás, muerto en combate a los pocos días de ser llamado a filas por el bando republicano. Creció con Pedro, el segundo marido de Ignacia, su madre, quien se hizo cargo de la familia con mucho trabajo y sacrificio en una España donde no había ni miseria.
Con una maleta en la mano y la otra en los bolsillos, partió hacia Madrid con la esperanza de encontrar el porvenir en una era de aventureros. El poco dinero que su madre le dio para el viaje a duras penas le llegó para encontrar la casa de sus tíos, quienes le acogieron en sus primeros días en la capital.
Madrid le dio todo a mi abuelo, incluso al amor de su vida, Eugenia. Casualidades del destino, ella era de Mondéjar, el último pueblo antes de llegar a Albares viviendo desde la gran ciudad. Años de trabajos de poca monta le fueron abriendo camino en un país que necesitaba con urgencia manos y buenas ideas.
Pese a no haber tenido una formación escolar de garantías, sabía leer y escribir con soltura, lo que le abrió puertas que para otros miles estaban cerradas. Finalmente, se afincó en Nivea, la gigantesca multinacional alemana, donde llegó a ocupar puestos de jefatura, asegurando a su familia un bienestar que escaseaba en aquellos años.
Padre de tres hijos y devoto abuelo de otros tres, David encontró en su descendencia el camino a la felicidad. Yo, el pequeño del triunvirato, conecté desde mis primeros compases de vida con él. Puede parecer manido, incluso trivial, pero compartir aficiones con una persona es de los recorridos más bonitos que existen para lograr el cariño.
Aficionados al Fútbol Club Barcelona y a la cultura taurina, tuve cientos de recuerdos en común que siempre traspasaran la frontera del recuerdo. Era un hombre tranquilo, callado incluso, que convertía largos silencios en momentos únicos.
En su terraza, cuando la primavera empezaba a despertar, nunca faltaba un refresco y una charla mirando al tendido. A veces podían ser más o menos intensas, pero siempre sentías su presencia, incluso callado.
Inmersos en una era de la inmediatez, con miedo a la soledad e incapaces de no atravesar la barrera de la banalidad, mi abuelo le daba a cada momento su tiempo y espacio. Todo macerado y endulzado con un amor sin condiciones.
Las comparaciones siempre son injustas, sea al nivel que sea, pero es inevitable sentir que con ciertas personas el hogar está más cerca. Mi abuelo era para nosotros como Ítaca para Ulises, el puerto donde siempre descansar.
Aquellos veranos en El Tiemblo, donde una nevera y la inmensidad del Valle de Iruelas es todo lo que un niño necesita para ser feliz. Es agotador comprobar cómo funciona la nostalgia. Desde la ventanilla del coche se observa el nivel de agua del pantano de El Burguillo, uno que está a rebosar tras tres lustros de sequía estacional.
Cierro los ojos e imagino a mi abuelo, ya marchito, vestido con su bañador rojo atemporal y la gorra de Nivea herida por el paso de los años, llevándome de la mano a la sombrilla. Mi madre, con una juventud apabullante, me embadurna en crema solar. ¿Por qué nunca nos quedamos a vivir en ese instante?
Han pasado veinte años, y mi transición por el inestimable camino del hombre miserable terminó hace casi mil días, cuando dejé de sentir absolutamente nada. Sin embargo, al otro lado del puerto seco de mi vida, me esperaba la melancolía.
El vínculo que me unía con él era pavoroso, siempre sentí que mi relación con él era la más especial de todas las personas que le rodeaban. Y eso para un niño es bonito, sentirse así. Como todo hombre, tuvo sus flaquezas, pero quién somos nosotros para juzgar 88 años de vida.
En 2009, cuando se sometió a la cirugía de corazón que por poco le cuesta la vida, fui la primera persona en entrar, con mi padre de la mano, a la UCI. Una imagen que no quise retener en mi memoria cuando falleció.
Su corpulencia física, ese aire de hombre del norte que tanto chirriaba en la España de su época, le otorgó un aura especial. No lloré en su funeral, y no por no desearlo, pero hay momentos en los que la cabeza no traduce los sentimientos del alma.
Es jodido aceptar que nunca estará en mi boda ni en el nacimiento de mis hijos, después de haber sido parte imprescindible de quién soy hoy. Siempre se interesó con ahínco en mis éxitos. Mi primera vez en la radio, la firma en la Feria del Libro a 40 grados en pleno junio, la liga de balonmano que ganamos en el campo del Atlético de Madrid. Siempre estaba ahí. Siempre.
Su final, como el de casi todas las personas que alcanzan la ancianidad, fue injusto con su trayectoria vital. Un apagón en diferido que terminó con su fe en el mundo. Nos dejaste indefensos ante tu pérdida, pero nos regalaste decenas de momentos y el valor de los silencios, que es más de lo que nunca podremos devolverte cuando nos encontremos en el mañana. El último cowboy.
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