“Dios me ha recordado que soy humano”. Muhammad Ali volaba como una mariposa y picaba como una abeja hasta que le dieron el gancho más duro de su vida en forma de enfermedad. El párkinson relegó al boxeador más grande de todos los tiempos a un estado físico de torpeza y a una extrema dificultad para comunicarse. Ali pasó de volar sobre el ring con un juego de pies al más puro estilo James Brown, a chocarse con las paredes de la casa de su madre en Louisville, Kentucky. Una de las lenguas más ágiles que ha pisado la faz de la tierra fue pisoteada y sustituida por balbuceos cada vez más ininteligibles. “Dios me ha recordado que soy humano”, decía Ali en las primeras fases de su enfermedad.
El periodista norteamericano Davis Miller muestra una versión diferente del campeón mundial de los pesos pesados en su libro En busca de Muhammad Ali, publicado en España en Errata Naturae. Miller no hace un recorrido por la vida de Ali, ni repasa sus grandes gestas pugilísticas contra Sonny Liston, Joe Frazier y George Foreman. En vez de eso, Miller relata su experiencia con un Ali ya cincuentón, enfermo, una sombra de la leyenda que un día fue.
El periodista cuenta cómo aquel boxeador que era imposible de alcanzar con un jab se chocaba con los marcos de las puertas de su casa. Cómo ese infatigable púgil, capaz de aguantar fresco 15 asaltos, se cansaba con las tareas más sencillas y necesitaba dormir varias horas al día. Cómo ese verborreico luchador hablaba ya solo lo justo y necesario.
A Ali no le frenó la camisa de fuerza que supuso el párkinson
Lucha contra el párkinson
Pero detrás de esa decadencia, provocada por los años y por algo tan arbitrario como la enfermedad, Miller seguía viendo a un campeón. Al Campeón. El párkinson paralizaba cada vez más el rostro de Ali pero seguía siendo bello, sus ojos seguían llenos de vida y podían ser igual de feroces que antaño si el retirado púgil se lo proponía.
A Ali no le frenó la camisa de fuerza que supuso el párkinson. Siguió viajando por todo el mundo, saltando de acto en acto, atendiendo a todos los fans que se encontraba. No perdió el sentido del humor ni esa vitalidad que tanto le caracterizaba. Siempre que podía, bromeaba con los demás simulando que les lanzaba jabs o crochets.
Miller cuenta el miedo que pasó en una ocasión montado en la Winnebago (una marca de autocaravanas) de Ali. Según el escritor, solamente una persona conducía peor que su abuelo alcohólico, y ese era Muhammad Ali. Estar a su lado en el coche era una aventura digna de Mario Kart. Cuando le pitaban hacía burlas o cortes de manga y casi nunca se enfadaban con él porque enseguida le reconocían.
El gran Ali caminaba con dificultad, pero no por ello abandonó una de sus costumbres favoritas: pasear desde su finca en Berrien Springs (Michigan) hasta el McDonalds de la ciudad, una larga caminata de 16 kilómetros. A la velocidad de Ali y contando con las paradas que hacía con todo aquel que quería saludarle, el trayecto podía ocupar casi todas las horas de luz. Al boxeador siempre le gustó el contacto de la calle y le gustó luchar. Luchó sobre el ring, pero también contra los máximos poderes de Estados Unidos. Ya no repartía estopa en el cuadrilátero, pero se enfrentaba a su debilidad cada día. Ya no corría por las calles de Zaire impulsado por los gritos de sus hermanos negros: “¡Ali bumaye!” (Ali mátalo). Pero podía cambiar la vida de la persona con la que compartía unas Cheeseburguers del McDonalds, como fue el caso de Floyd Bass, un extrabajador de Sillicon Valley en depresión al que dio trabajo.
Uno de los libros más vendidos hoy en día es El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. En él, el psicólogo cuenta su experiencia en un campo de concentración nazi, y cómo consiguió sobrevivir mentalmente al peor escenario posible. Frankl concluye que no está en nuestra mano elegir lo que nos toca vivir, pero sí el sentido que le damos a nuestra vivencia. Nos enseña que incluso en el peor de los escenarios uno puede encontrar el sentido.
Ali supo darle dignidad a sus últimos años de existencia, los años de la decadencia, que terminaron siendo casi tan largos como los de la gloria. En mi pueblo he conocido a otro Muhammad Ali. No es boxeador, ni musulmán. De hecho, se llama Pepe. Más español imposible. Pepe, el del estanco. Pepe descubrió un día que meaba sangre. Sabía que aquello no auguraba nada bueno. Pepe estaba casado con una médico, y prefirió no decir nada. Se hizo una idea de lo que aquello podía ser.
Pepe, el del estanco, tenía cáncer de vejiga. No contó nada a su familia hasta después de un año, cuando le dieron solo unos pocos meses. Pepe no estaba dispuesto a cambiar su estilo de vida por arañar unos cuantos años al calendario. Quería seguir fumando, tomando sus vinos, montar en moto, y hacer la única vida que para él podía sustantivarse como tal. Y así fue. Su familia entendió su deseo, y Pepe se fue de este mundo viajando a sus sitios favoritos, disfrutando atardeceres y largas noches de verano. Para irse con dignidad hay que echarle huevos, bajar la guardia, mover los pies y preparar tu mejor golpe. Quizá para irse con dignidad haga falta ser un campeón.
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