Corría el año 1924 cuando el marqués Benigno de la Vega-Inclán y Flaquer, destacado personaje de la vida cultural española, decidió crear un museo que contara cómo habían vivido sus antepasados. Así, en el palacio del marqués de Matallana, un edificio de estilo neoclásico realizado bajo la dirección del arquitecto Manuel Rodríguez en 1776, Vega-Inclán situó el Museo Romántico, un lugar que todavía hoy mantiene abiertas sus puertas a melancólicos pero también, claro, a los que viven aparentemente tranquilos en blandorro siglo XXI. Sin embargo, algo hermoso e inquietante queda en quien lo visita: acaso una cierta ansiedad, una necesidad de regresar, como quien quiere meter los dedos en una llaga.
Nunca abanicarse fue un gesto tan político como entre estas paredes. Este museo es la fotografía de una fotografía
Justo el año pasado, el museo del Romanticismo cumplió 90 años. De las 12 salas iniciales, pasó a tener 26. Y de una colección de 86 piezas ahora cuenta con más de 20.000. Animado por el espíritu cosmopolita de Vega Inclán – también creador del Museo de El Greco de Toledo y del Museo Casa de Cervantes de Valladolid-, el Romántico –ahora Romanticista- se concibió no como una mera exposición de objetos sino con la intención de recrear el ambiente de un siglo en el que permanecen anclados episodios inconclusos, acaso irresueltos. El Museo del Romanticismo es la fotografía de una fotografía: sus paredes capturan el espíritu del movimiento –cuyos límites cronológicos en España se sitúan durante el reinado de Isabel II (1833-1868), una de las mujeres más interesantes, sin duda, de su época– a la vez que atrapa las reacciones y la influencia que el siglo XIX tuvo en la España del siglo XX.
El proyecto de creación del Museo Romántico –así se llamó inicialmente- fue una de las obras más deseadas del marqués de la Vega-Inclán, quien encontró las mayores dificultades al momento de llevarla a cabo. En aquel entonces, sobre el siglo XIX caía un espeso manto de silencio y desinterés. Vega-Inclán inició el museo con la colección personal que había reunido a lo largo de su vida y que contenía no sólo pintura, sino también otros objetos de mobiliario y artes decorativas. Sin embargo, si existe algo que distingue al museo es su excelente galería pictórica, en la que están representados los artistas más relevantes del siglo XIX español, entre ellos un excelente cuadro de Francisco de Goya, a todas luces un precursor del romanticismo en España, y que está representado en su San Gregorio Magno.
Resulta especialmente curiosa la relación de abanicos conservados donde aparecen personificaciones femeninas de la Constitución
Y es justo aquí donde entra en juego la fotografía de la fotografía. A la inauguración del museo, en 1924, acudió buena parte de la sociedad madrileña que pudo admirar no sólo las obras de Vega-Inclán, sino también las donaciones y depósitos de personalidades del momento, como los dos cuadros de Leonardo Alenza donados por el Marqués de Cerralbo. Más adelante se incorporaron piezas pertenecientes a grandes literatos como Mariano José de Larra –la levita recientemente expuesta-, José de Zorrilla, o Juan Ramón Jiménez. El Museo fue objeto de un vivo interés por parte de los más grandes intelectuales del momento, como José Ortega y Gasset, Francisco Sánchez Cantón o el Marqués de Lozoya. El edificio, representativo de vivienda noble del Antiguo Régimen en la capital madrileña, conserva hoy espacios únicos, como su Salón de baile o el magnífico jardín en el que hoy funciona uno de los cafés más concurridos de Madrid. Sin embargo, y para afinar lo prometido en el titular de este texto, proponemos una selección arbitraria de objetos y aspectos de las 26 salas del museo.
Porque hubo a quienes la constitución “no” se las sudaba. Resulta especialmente curiosa la relación de abanicos conservados en el Museo del Romanticismo donde aparecen personificaciones femeninas de la Constitución. Por las inscripciones que figuran en algunos de ellos, es posible comprobar que algunos fueron realizados en el Trienio Liberal, pues hacen alusión al restablecimiento del orden constitucional. Sin embargo, a lo largo de una visita a conciencia, de la colección, se podría trazar un mapa de las constituciones españolas. Además de la gaditana, La Pepa, hay otras seis constituciones en la historia de España , cuyas portadas se exhiben en el museo y de las que convendría citar la de 1837; la Constitución de 1845, surgida al concluir el periodo de regencias y declararse la mayoría de edad de Isabel II; la de 1869, de corte liberal donde se establece la soberanía nacional; la de 1876, la de la restauración. Hay algo que resulta especialmente curioso y que reverbera en este museo –y de ahí las ganas de enclaustrarse en este Palacete-: los treinta y cinco años que se sucedieron desde 1833 hasta 1868 conocieron la realización de un agitado proceso revolucionario global en España, que sustituyó el régimen señorial en crisis por un nuevo sistema –el capitalismo–, que supuso una transformación profunda de las bases económicas y sociales y afectó a la forma de propiedad, a los sistemas de trabajo y producción y a la situación de las clases sociales. Son los años en los que emerge una burguesía comercial, financiera e industrial, una clase media deseosa de crear su propio destino y de afirmarse, implantando su ideal de vida y sus valores. Poco numerosa en los albores del siglo, esta clase media, que oscila entre dos jerarquías sociales –pueblo y aristocracia– irá tomando progresivamente conciencia de sí misma a lo largo de la centuria: y eso justamente es lo que transmite buena parte de los objetos del Museo del Romanticismo: un desclasamiento a la vez que una ruptura. La revolución liberal burguesa influyó decisivamente en el arte, no sólo por los cambios socioeconómicos que introdujo, sino también por la aparición de un nuevo estilo de vida, que tendrá su reflejo artístico en el cambio de gusto que provocó y que puede verse aquí en todo: desde las miniaturas hasta eso: ¡los abanicos como detalle político!
¡El gabinete…. de Larra! No es la primera vez, ni mucho menos, que hablamos del maestro. Su nombre es inmenso, sonoro e infalible como un balazo. No en vano eligió un fogonazo –pistola en la sien, de pie ante un espejo- para silenciar con pólvora el amor no correspondido de una mujer, aunque también de una nación. Mariano José de Larra, un personaje excesivo y romántico a más no poder, al que el museo dedica su sala número XVII: el gabinete de Larra. Romántico, liberal y dandi –así lo bautizó Umbral en la biografía que le dedicó- en el Madrid de los últimos años del absolutismo, Larra atravesaba salones y tertulias con su elegante y afrancesado proceder –se crio los primeros años de su vida en París-. Pero si su guardarropa delataba cosmopolitismo, sus preocupaciones estaban enraizadas en una tierra, España, que como él, iba rumbo al descalabro. Para muestra, el botón de... ¿una levita?. Sí, una que se exhibió en abril y que el museo haría bien en volver a mostrar. "Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los despojados?”, escribió en la que ha sido una de sus más citadas evocaciones. Acaso filtrado por la mirada pesimista de la Generación del 98, Mariano José de Larra permanece hoy como una figura tan lúcida como castigada. Ya fuese como Fígaro o El Pobrecito Hablador, Larra convirtió la crítica literaria en fértil escaparate colectivo. Hizo poesía y también teatro, del que forma parte su drama Macías, dedicado al desdichado amor del trovador gallego. Símbolo de la nación como frustración, el lustre de la pistola con la que se quitó la vida se alza como metáfora redonda de un siglo que prometía claridad y sin embargo terminó en penumbra. Su muerte fue, acaso, un excesivo gesto del genio romántico pero también una metáfora que sobrevuela y todavía interpela, como esas dos pistolas de duelo exhibidas en una vitrina en la sala número XVII. También allí, en un aparador contiguo puede observarse el manuscrito de Las calaveras, un texto satírico de Larra que forma parte de sus estampas sobre costumbres. El texto está exhibido justo junto a la cinta fúnebre del entierro de Zorilla. Curiosa –y a todas luces intencionada coincidencia-. Zorrilla -que despuntaba cual joven promesa- acudió a su entierro, donde leyó: “Broté como una yerba corrompida/al borde de la tumba de un malvado/ y mi primer cantar fue a un suicida; ¡agüero por Dios bien desdichado”.
La Antecámara y el retrato ecuestre… de una reina. Este espacio se considera “el espejo de la casa”, puesto que debe informar al visitante sobre situación social y económica de sus poseedores. Más allá de todo cuando en ella pueda estar expuesto, una sola pieza destaca por encima de las demás. Resulta imposible apartar la mirada del impresionante retrato de Isabel II dirigiendo una revista militar. El lienzo, de gran formato, preside la sala y está firmado por Charles Porion (1814-1868) en 1867. En éste, la reina comparece con traje y atributo de jefe de los ejércitos, con la insignia de Capitán General –una vez más, el arte oficial contribuye a legitimar el derecho al trono– mientras que su marido, Francisco de Asís, está en un segundo plano, tanto en el lienzo como en el escenario político. La presencia de los militares Castaños, Espartero y O`Donnell a la derecha, y Narváez, entre otros, a la izquierda, confirma el apoyo de las instituciones militares y gubernamentales a la soberana. La imagen no puede resultar más potente y desconcertante a la vez.
Un museo que habla a gritos del presente. Nada más salir de los dominios de Larra y Zorilla y hacer en esta estancia, libresca a más no poder. Se trata de la sala de la Literatura y el teatro, un espacio que reproduce cierta intimidad y tertulia y que atesora cómodas y muebles como una que perteneció a la poetisa Carolina Coronado (1823-1911) y que procede de la Quinta de Madrid, propiedad de la reina Isabel II, que era parte de lo que es hoy el barrio de Salamanca. Fechada hacia 1860, su estilo responde a un “revival” del Rococó, con profusión de aplicaciones metálicas, un juego de líneas curvas y rectas y una gran riqueza de la labor de marquetería. Sin embargo, no existe una sola, un objeto por sí solo. Es el todo, el recorrido, un espíritu que recorre el Palacete como una electricidad. Cada objeto expresa algo: desde cómo las guerras en las colonias y la moda de los viajes influyeron en la aparición del Orientalismo hasta la estética de una burguesía emergente. El arco es amplio y complejo: del absolutismo fernandino a la regencia de María Cristina, pasando por el reinado verdaderamente romántico de Isabel II, sus dificultades con el carlismo, la Guerra de África y su fin con la Revolución de 1868. La crisis política, provocada por los partidos “turnantes”, a la que se unió la crisis económica y financiera. ¿No está, acaso, más vigente que nunca este museo?
Veranear en el pasado. Durante los jueves de julio el Museo y el Café del Jardín amplían su horario hasta las 00.00 h., con una programación que incluye desde música hasta visitas guiadas. Estos recorridos sirven no sólo para conocer la colección, que tiene verdaderas joyas . Ignorará quien pasea en el jardín que en ese mismo lugar. En 1949, se celebró una fiesta en honor a Ramón Gómez de la Serna para festejar su llegada a España, tras sus años en Buenos Aires. Vale la pena agregar, porque es una información importante, que los días sábado, el acceso al museo es completamente gratuito. Además, este trimestre, el museo lo ha dedicado a la música durante el Romanticismo, una de las grandes manifestaciones artísticas del momento, que recorre todo el siglo XIX. A través de diferentes actividades, -charlas, ciclos, conciertos-, la intención es acercar a los visitantes a algunos de los más importantes compositores del Romanticismo, así como la excepcional colección del pianos que conserva la institución. Para conocer la programación, puede consultar la página Web o seguir al museo en twitter, hay que dstacar que, para tuitear desde el siglo XIX, el comunity manager no sólo es veloz e irónico, sino tremenamente divertido y bastante poco melancólico.
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