Ella es el mito que se restituye cada tanto. Una reliquia que junta sus pedazos ante nuestros ojos deseosos de creer. Patti Smith, la abuela del spoken word, la voz rota del punk, la andrógina musa de Mapplethorpe y jinete travestido de Horses (1975), un álbum que cumple 40 años y cuyo aniversario sirve de ocasión para la publicación de un libro tan hermoso como ortopédico. Sí, ortopédico, porque hay en estas páginas algo nostálgico y compensatorio, eso que experimenta la furia cuando ya no ocurre por primera vez.
"Pillamos la inspiración donde podemos", escribe Patti Smith en un libro que tiene algo de ortopédico, porque hay en estas páginas algo de nostálgico y compensatorio...
Se trata de Mis mejores canciones, una edición preciosa –hay que decirlo, así, sin decoro- publicada por Lumen, que reúne una selección de las 120 canciones que, desde 1970 hasta 2015, han marcado la carrera artística y, por supuesto, la vida de Patti Smith. La recopilación –a cargo de la cantante - está acompañada de documentos inéditos y reproducciones facsimilares de las letras manuscritas y dibujos.
"Todos tenemos una canción. Cuando encontramos nuestra letra interior, entonces, y solo entonces, podemos cantar. Puede ser un himno, un grito de protesta o el rezo de una adolescente. Pillamos la inspiración donde podemos", escribe Smith en las primeras líneas del prólogo de Mis mejores canciones, un libro que recibe al lector, acaso tiernamente, con una de las notas al pie de El aullido de Allen Ginsberg, el poema icónico de los Beat, una referencia literaria que como las paperas o los recuerdos, pasa de generación en generación. Por eso Patti Smith es la abuela del spoken word. Única y entrañable. Por eso un libro como éste sólo podía comenzar con un epígrafe así.
En este libro Patti Smith arranca de su memoria trozos de un enorme tapiz. Pero no lo hace como en otras ocasiones, con un gran y elaborado relato, sino con el gesto arbitrario del que elige una cosa en lugar de otra. "Recuerdo mi primer tocadiscos, poco más grande que una fiambrera, y mis dos discos, uno rojo y otro amarillo: Tubby The Tuba y Big Rock Candy Mountain. Era fascinante verlos dar vueltas, contemplar los mundos que evocaban". En las escasas páginas del prólogo Patti Smith escribe las cosas tal y como es ella: confesional e impostora. Como quien lucha en el cuadrilátero de su propia celebridad, regalándonos lo mejor de sí misma en cada asalto.
"Todos tenemos una canción. Cuando encontramos nuestra letra interior, entonces, y solo entonces, podemos cantar. Puede ser un himno, un grito de protesta o el rezo de una adolescente"
Alguien que lo ha vivido todo, difícilmente puede aportar algo realmente inédito. Sin embargo, el hecho de que vuelva a intentarlo, que resucite en el gesto de narrarlo es lo que nos gusta. Porque eso es lo que siempre ha sido Patti Smith: una vestal que hornea galletitas con la receta neoyorquina de La factoría y renueva su sabor con un ingrediente distinto de sí misma y otro que coge para sí en el camino: Hendrix, Kurt Cobain, Roberto Bolaño.
Patti nació en Chicago. En 1946. En aquella Norteamérica atrasada, su padre ateo sólo disponía de un único libro para leer: la Biblia. Por eso pasaba horas enteras leyéndole a la pequeña Patti páginas del Antiguo Testamento. Su madre, que era testigo de Jehová, algo tuvo que ver en el hecho de que fuera Jesus loves me la primera canción que cantara su hija. Sin embargo, llegados los trece, cuando la rockera en ciernes tuvo que elegir entre el arte y el amor a Dios, pues no lo dudó un minuto. De ahí aquel mítico “Jesus died for somebody sins, but not mine”, de Gloria. El resto fue punk, rock y poesía.
A caballo entre París y Nueva York, Patti Smith desarrolló una obra gráfica y poética. En aquellos años surgió la historia de su relación con el fotógrafo Mapplethorpe, que cuenta en el libro Éramos unos niños. Durante gran parte de los ochenta se mantuvo lejos de los escenarios, pero la muerte de su marido -el guitarrista Fred Sonic Smith-, de su hermano Todd y de Robert Mapplethorpe la empujaron a volver a la música de la mano de Lenny Kane. Quienes la han visto en un escenario, con su americana a lo Joseph Beuys y su taza de café llena de quién sabe qué bebedizo, enseñando sus dientes hundidos, su melena quebradiza y su energía rota de mujer loca entiendan quizá qué tiene de entrañable, de torcido y tierno regalo, este libro. Porque lo tiene. Y mucho.
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