A su lado, Miguel Bosé es San Modesto. En los dos últimos años veo a Nacho Cano aparecer en los titulares por motivos casi siempre ajenos a la música o muy tenuamente apoyados en ella. Sí, hace méritos con sus declaraciones. Pero el país, tan propenso a encenderse desde esas dos autodesignadas cabezas ideológicas del mismo monstruo telúrico, tampoco le da tregua con sus burlas, ridiculizaciones y pitorreos.
España nunca ha tratado bien a sus artistas: Alaska, la estrella pop más inteligente que ha hollado el Celtiberia Show y una defensora a ultranza de nuestra cultura popular, fue vapuleada en redes cuando aceptó presentar Cine de Barrio, un paso consecuente que en cualquier estado moderno se hubiera celebrado como el golpe de genio que fue; Jaime Urrutia está por ahí haciendo humildes giras sin que, agradecidos en masa por tanta buena tonada de su cosecha, le exijamos un disco por año; Bunbury o La Oreja de Van Gogh arrasan en Latinoamérica pero aquí los humillamos en cuanto podemos; Víctor Coyote es objeto de mofas despectivas cuando declara que él fue un pionero en apostar por la fusión latina como hace la enorme Rosalía ahora (y, a su modo tiene razón); Ramoncín… bueno, Ramoncín se lo ha ganado todo a pulso, pero eso no le quita su grandeza pasada, que casi nadie mienta; y qué es de otros grandes compositores como Javier Andreu o Adrià/Josep Puntí, dónde languidecen, cuántos les siguen apoyando. O escuchando.
No los tratamos bien.
Y luego está el que prende adrede el polvorín que es siempre la opinión pública española.
Pintando Canos
El único argumento sólido que él podría exhibir: Nacho Cano podría haber hecho votos de silencio hace treinta años, que gran parte del país seguiría riéndose de él.
En todos mis años de actividades varias en nuestra escena cultural nunca topé con una sola opinión respetuosa para con la obra de Nacho Cano. Ni una sola. Lo atroz es que eso no nos resultaba extraño. La crítica, la «gente que sabe» en los medios, siempre ha tratado (al menos en Barcelona y Madrid) de deslindarse de los gustos populares. La intelligentsia de mi generación odia lo que le gusta al pueblo. Esa para mí es la gran contradicción de muchos de nuestros teorizadores y su gran rémora: confundir el reconocimiento y el amor a nuestra tradición artística con el patrioterismo. Por suerte, ese panorama ha cambiado un poco en la última década: gracias sobre todo a algunos líderes de opinión gays (y ahora también a algunas voces feministas) podemos hoy hablar a pecho descubierto de la copla, de Rocío Dúrcal, de Lola Flores o de Mecano sin que se nos acuse de casposos, cutres o hasta franquistas. Por supuesto, en Latinoamérica siempre los han amado a todos y no entienden nada de nuestros complejos de inferioridad y ansias descalificatorias.
Para mí Nacho Cano es un genio del pop, de la composición de música pop, a la altura del Dave Stewart de Eurythmics o del Pål Waaktaar de A-ha: una máquina de crear melodías que encarnan lo mejor del espíritu popero forjado hace cuatro décadas. Sus canciones con Mecano son una avalancha de intuición y, en solamente seis álbumes (yo diría en los primeros cuatro: también atesoro mi vena esnob), lanzó decenas de himnos perfectos: alguien capaz de alumbrar canciones como No me puedo levantar (con letra de su hermano José María), No me enseñen la lección, Perdido en mi habitación, Maquillaje, Me colé en una fiesta, No pintamos nada, Busco algo barato, el apoteósico Barco a Venus, La fiesta nacional, Japón, Ay qué pesado, 50 palabras, 60 palabras o 100… no puede ser el esperpento en que lo hemos querido convertir desde su salto a la fama.
¡Y esa manera épica de tocar en dos teclados simultáneamente, como si defendiera dos lados de una trinchera ante tropas invasoras! Para los niños de los 80 era el Rambo nacional, un melenudo fino pero musculoso demostrando que se puede dar mucha guerra cañí con los ritmos tecno. Era un Lady Oscar llevándonos a Venus en volandas: toda una fantasía manga avant la vignette.
Como productor todavía lo amo más, pergeñando nada menos que el empoderante No controles para el Olé Olé de Vicky Larraz o como partero en la gestación de los tres primeros míticos elepés de La Unión: el tercero, 4x4, es uno de los discos de mi adolescencia y esa frescura e intuición de Nacho le sientan de maravilla a temazos como De aquí allá (tan redondo que nunca he entendido por qué no es más popular), Dónde estabais (en los malos tiempos) o el arrebatador Mary Luz.
En el cénit de la popularidad de Mecano la estrella de Nacho empezó a decaer: en Descanso dominical y Aidalai los temas de su hermano (ya prodigioso desde su Aire, que parece una respuesta fraterna con colleja de propina al no menos prodigioso El amante de fuego) habían alcanzado justa preponderancia, por más que empezaba a pesar cierta ampulosa ambición compositiva que yo creo que no benefició al grupo, a la postre ya en sus estertores por otros motivos. Si algo le sienta mal al pop es la pretenciosidad: por eso tantos buenos creadores de canciones pop se quedan creativamente secos tan jóvenes o aburren a las ovejas, cuando quieren demostrar que sus temas son profundos o que son grandes músicos (todos conocemos ejemplos, no deseo señalar con el dedo). El pop es otra cosa, es levedad, es alegría de vivir, es intrascendencia asumida. Con La fuerza del destino Nacho empezó a perderme. Pero, antes, su canción No tienes nada que perder es esa quintaesencia del pop. Está ahí arriba junto a otros temas perfectos de los 80, como el Chain Reaction que los Bee Gees compusieron para Diana Ross, el A View to a Kill de Duran Duran o el Don’t Answer Me de The Alan Parsons Project.
Crear titulares con versos sueltos
Los músicos pop son gente curiosa y extraña. Siempre me ha hecho gracia cómo razonan algunos de ellos cuando salen de su ámbito de dominio. Me explico: si tú escribes una canción titulada Japón y metes los versos «Entre miles de tornillos viven en Japón, son más de un millón (…). No son rubios no son altos, son tipo reloj», quedas nivel Dios porque es una excelente letra que conjuga la ligereza deliberada con cierta síntesis metafórica rellena de mala leche muy afín al formato. Pero si eso lo dices en una entrevista a pelo y sin rimar, puede sonar ligeramente xenófobo. Lo mismo para «Mira ahora, mira ahora, puedes mirar, que ya me he puesto el maquillaje y si ves mi imagen te vas a alucinar y me vas a querer besar»: soltado a pelo en una conversación pública sería considerado tenuemente misógino o banalizador de la imagen femenina.
Pues así son algunos músicos opinando luego en la vida real. Opinan con versos sin rima. O sea, yo me encuentro en algún cancionero la frase «Si no hubiéramos descubierto América, tú no tendrías ese iPhone, ¡la II Guerra Mundial la hubiera ganado Hitler!» y me descargo de inmediato la canción que la contiene allá donde se publique, porque es un verso pop de antología que uno asume irónico. En una bailable tecno funcionaría de perlas, es un hit seguro. Pero claro, dicho en serio en una entrevista…
No he seguido demasiado la carrera en solitario de Nacho Cano porque no soy mucho del instrumental pastoril que practica en la actualidad y su voz es la venganza de Dios por componer tan bien, aunque respeto su derecho a tomar el rumbo estilístico que le rote. Tal vez sea un posicionamiento estético que me hace pensar que la iluminación yóguica y el equilibrio interior no combinan con el arte. En mi corazoncito de fan no entiendo por qué no siguió creando canciones para Ana Torroja, que ha deambulado desde entonces como huerfanita por unos no tan felices escenarios musicales. Me alegra, eso sí, que Nacho siga triunfando y que sus proyectos salgan adelante y que sea supermillonario y la vida le sonría. A mí me gusta que a mis ídolos les vaya de maravilla, no comparto ese deseo de miseria para sus artistas con que parecen comulgar tantos. También me alegra que el último musical de Nacho, Malinche, sea un exitazo de masas sin tener que pasar por el trago personal de escucharlo (embarranqué a medio México mágico, lo lamento: a riesgo de ser la misma mierda que critico, di el oído a torcer) o que el tipo se vaya a Estados Unidos a estrenarlo para ganarles en su terreno.
Me alegra, eso sí, que Nacho siga triunfando y que sus proyectos salgan adelante y que sea supermillonario y la vida le sonría
Amigo Cano, te recibimos ¿con alegría?
Lo que no entiendo es que para justificar la existencia de su espectáculo, a estas alturas de la vida, haya que caer en patochadas nacionalistas, en el «ellos» y «nosotros», en el horripilante argumento «nosotros matamos menos», en juzgar con trazo grueso para borrar de un plumazo de flequillo lacado todo el horror, sufrimiento y muerte causados por un sometimiento de siglos y, en general, en el triunfalismo españolista cuando nuestro país vive absolutamente de espaldas a la realidad cultural latinoamericana porque casi nunca le ha interesado y sólo responde con desprecio (eco estéril desde tribunas localizadas, porque como sociedad hace un par de generaciones que está conquistada por el reggaetón) al evidente magisterio de la música popular latina en el mundo. El imperio del idioma español está hoy en América. La zeta es minoría y en su futuro parece que sí se pondrá el sol.
¿Cómo te vas a poner a defender la ocupación de América, Nacho? El derecho de conquista, reinterpretar esa imposición por la fuerza de humanos contra humanos como un fenómeno natural y reivindicable resulta horroroso, amén de rayar el bochorno. Además tú no estabas allí, no fuiste parte de eso. Es como darle la razón al presidente de México cuando exige una petición de perdón de los españoles de hoy por la conquista de América, jugar su mismo juego, entrar en una dinámica que ya no debería existir. Para defender el mestizaje cultural, un concepto intrínsicamente antinacionalista, no hace falta soltar salvajadas. ¡Habla de tu colaboración con Juan Magán, que también es mestizaje (interibérico y social) y eso mola!
O compón una canción con tu gracejo inigualable, estereotipos a tutiplén incluidos, que diga algo así: «Los mexicanos, que somos muy machos, esperamos al Cano tan panchos, comiendo unos nachos». No está ni a tu altura ni a la del «pachín pachín, canto una de Machín» que nos regaló tu hermano y por cuya autoría yo hubiera matado, pero le voy pillando el tranquillo…
Nacionalismos, los injustos
La pandemia ha hecho mucho daño al mundo: no sólo en términos de muertos, ha exacerbado los peores instintos del ser humano, las pasiones más deleznables que causan las guerras. Todas las naciones están convulsionadas por el regreso desmadrado de su fervor nacionalista, que alimentan desde las conquistas de Putin (¡defiende esas!) al delirio trumpista, pasando por el alucinante rearme reaccionario de la cultura de cada país: sólo hay que ver el último cine comercial británico (ese King’s Man: El origen que justifica el belicismo como medio de asegurar la paz y miente descaradamente en los roles de las figuras históricas determinantes en el desencadenamiento de la Gran Guerra… ¡o esa hagiografía de un Churchill enrollado en El instante más oscuro!), chino (Zhang Yimou creando sublime belleza al servicio de la propaganda comunista) o ruso (esas pelis de guerra sobre lo fundamental que fue la intervención soviética para acabar con Hitler, coronadas con publirreportajes sobre cómo el imperio del pueblo ruso renacerá para regir en todo el mundo… glups).
¿Y vas tú y te unes a ese insoportable ruido nocivo? Sí, yo sé que estamos en una coyuntura donde nuestra cohesión como país hace aguas y que nos mantenemos paradójicamente unidos gracias a quienes desean un desmembramiento que nunca llega, porque «contra España vivimos mejor». ¿Que te joden esos nacionalismos internos? Lo siento, están ahí, no se pueden ignorar o pisotear para que desaparezcan, ya forman parte intrínseca de nuestro tejido natural. Se convive con ello con buen ánimo o, antes de contribuir a una mayor crispación o antagonismo, se marcha uno, simplemente. No cuesta tanto y menos a un ricachón. Pero no tiene ningún sentido responder a la irracionalidad romántica abrazando otra irracionalidad romántica. Sigue dándole al teclado y deja la opinión política para las gentes sin ningún talento.
Sí, también sé que los que vamos de progresistas en España lo tenemos fácil: te sacudimos a ti en un pimpampum incesante, pero luego nos tragamos embelesados una cinta glorificadora de la expansión estadounidense firmada por Clint Eastwood, lloramos viendo al blanquito anglosajón Indiana Jones salvando al asiático, africano o español de turno (bueno, al español no lo salva), coreamos enardecidos «Born in the USA» y no precisamente por su presunto contenido antiestablishment, ponemos en un altar los cómics de Frank Miller haciendo la vista gorda a sus sinfonías visuales islamófobas, nos hacemos la colección entera del Capitán América y le doramos la píldora a James Ellroy mientras brama que Bush fue el mejor presidente que ha tenido su nación. Y nos quedamos tan panchos ante tamaña conducta incongruente. Los excusamos y hasta los veneramos. A los mismos que tendríamos vetados o cuya cabeza exigiríamos en redes de ser españolitos. ¡Todos ellos serían Bertines en nuestro país! Pues no. Hacemos gala de un doble rasero para las potencias francesa, británica y yanqui. Pero así funciona el colonialismo económico y cultural: rozarse intelectualmente con el facherío de ellos no es delito, es supercool. Porque en el fondo los consideramos superiores. Porque ejercen el poder y eso nos fascina, por más anticolonialistas que nos vistamos. Porque todos queremos pertenecer a Roma.
¿Eso justifica afirmar que estamos en una dictadura como la de Franco? Hombre, por favor, un poco de por favor. ¿Cuántos cientos de miles de personas mató Franco? Lo que trajo consigo fue una dictadura real de cuatro décadas, Nacho, instaurada sobre un sinfín de sangre vertida en una guerra civil. Tú eres (justamente) famoso y millonario: ten un poco de respeto y responsabilidad al hablar en público. Estamos en democracia, con todos sus peros. Y por más imperfecta que sea, no es una dictadura y menos la franquista. Y por menos ideal que llegue a ser nuestro sistema, por más que no nos soportemos entre nosotros ni a nosotros mismos, las locuras y los demonios deberían seguir vehiculándose a través de la ficción. En tu caso, en tus composiciones.
Cualquier tiempo pasado fue mejor
Por mi parte, como fan de su repertorio, supongo que es mucho desear que Nacho Cano vuelva atrás en el tiempo y recupere el duende para componer pequeños temas pop de sustrato pagano, que tanto bien harían en una cultura oficial española cada día más falsamente laica, demasiadas décadas basada en un buenismo de sustrato catolicista y sentimentaloide, la mejor herencia del meapilismo santurrón porque está camuflada de atea y moderna. Necesitamos más danzas paganas de tres minutos. Necesitamos más frivolidad en el arte. Necesitamos esa frivolidad estética con la que los protestantes sí supieron imbuir su cultura pop y por lo que es predominante.
Hasta el mismo Nacho lo reconoció sin darse cuenta cuando hace nada respondió tajante a Bertín Osborne en la tele respecto a la imposibilidad de una reunificación de Mecano, enunciando otro verso impactante para uno de sus nuevos posibles éxitos:
«(No podemos volveeeer) porque no somos ingleeeeses, que los ingleses se ponen de acuerdoooo».
¿Lo ves?
¡En el fondo la historia de la caída de Mecano es la historia de España, Nacho!
Hernán Migoya es escritor, guionista de cómic y cine
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