Cultura

La nación como trampa: ¿es posible sacar a España de la hoguera?

¿Existe alguna opción política en España, a derecha o a izquierda, nacionalismos subestatales incluidos, que pueda llegar a construir una nación política efectiva? La respuesta es un 'no' rotundo

Los españoles parecemos extras de una versión de El juego del calamar en clave patriótica. Escapamos de una trampa nacional para meternos en otra porque aquellos que dirigen la farsa creen engañarnos, seamos catalanes, gallegos, andaluces, vascos, murcianos o manchegos, al jurarnos que la nación es una estructura de defensa común, cuando en realidad la han diseñado como una jaula de engorde y hormonación ciudadana. Todos estos burladores -auténticas sanguijuelas de la industria político-cultural nacionalista- son, sin embargo, los burlados, pues haciéndose trampas al solitario no parecen querer ver que los ciudadanos cambian continuamente de bando porque aunque buscan la liberación que toda nación debiera facilitar, escapan con hastío de las lógicas exclusivistas del nacionalismo. El mensaje ciudadano es claro: la nación es indispensable como una estructura política que nos permita proteger derechos y formas de vida pero el nacionalismo es incapaz de dar voz a la nación real existente en España.

Esta consigna parece no ser entendida por quienes, aspirando a representar al pueblo, demonizan sin más al trumpismo o lamentan una supuesta extrema-derechización de las mayorías, pero tampoco por los que proclaman que la patria es la única posesión de los humildes. Cualquiera que tenga dos dedos de frente debiera darse cuenta de que gran parte de los que apuestan por opciones “extremas” lo hacen en defensa de valores democrático-republicanos que les permitan resistir a la presente situación de expolio e indefensión ciudadana. Si cada vez más personas votan a Vox no es porque concuerden con su excluyente nacionalismo legionario, ni porque se emocionen ante las arengas que con voz gangosa, cual teleñeco falangista, lanza Jorge Buxadé después de haberse bebido el mundo, sino porque identifican en este partido a un salvavidas con el que creen poder salvaguardar ciertos derechos básicos en los que se les va literalmente la vida.

Por ejemplo, tengo amigos y vecinos que han pasado del independentismo catalán, del nacionalismo gallego o de los rosales artificiales del PSOE a Vox por haber perdido sus derechos ciudadanos y gran parte de su seguridad material al experimentar un kafkiano divorcio siendo hombre (es decir, criminal por nacimiento) o por dedicarse a la pesca y tener que sufrir los vetos del capitalismo verde de la UE.

La pregunta es: ¿existe alguna opción política, a derecha o a izquierda en España, nacionalismos subestatales incluidos, que pueda llegar a construir una nación política efectiva? La respuesta es un no rotundo que pasamos a desmenuzar. Un no que parte de no haber entendido, ni en un primer momento, qué es una nación política.

La doble ceguera nacional de la derecha

Es justo reconocer que en los últimos años ciertas facciones de la derecha española han estado en la vanguardia de la defensa de derechos ciudadanos ante la rapiña a la que nos somete el capitalismo de moderneo formado por los capitalismos digital, sanitario y verde (que el lector liberal sustituya, si lo desea, capitalismo por comunismo, pues estamos hablando de lo mismo). En este sentido, la oportunidad que la derecha española está teniendo para forjar una nación política real no tiene precedentes, pues votantes de los nacionalismos subestatales están acudiendo a su redil al sentirse traicionados por la sumisión de sus antiguos partidos a la agenda global woke y a todo lo que dicte la OMS, el Foro Económico Mundial o la ONU. Estos votantes pareciesen entender que una nación como la española está en mejores condiciones de resistir el embate globalizador que pequeñas naciones obsesionadas en legitimarse en los grandes foros mundiales a costa de su soberanía y su población. Sin embargo, el nacionalismo español de Vox o Ayuso no puede ser más que una canalización transitoria de esta plebeya indignación porque adolece, como los nacionalismos subestatales, de dos grandes males que le impiden ensanchar su base: identificar fatalmente lengua y nación y querer implantar un triste centralismo jacobino.

La izquierda oficial está aún en peores condiciones que la derecha para resistir al embate tecnócrata pues constituye la vanguardia del capitalismo actual

El caso gallego explica el primero de estos errores. Tanto el nacionalismo español como el gallego parecen no entender que la lengua materna (sea gallego o castellano) es una estructura afectiva de comunicación contra la que no se puede legislar. El intento de politizar la lengua ha llevado a que Vox sea de manera justa inexistente en Galicia pero también ha creado una controvertida paradoja. En tiempos de Franco el gallego, pese a no tener presencia institucional y no formar parte del currículo educativo (los maestros pegaban a los niños para que dejaran de hablarlo en clase) era la lengua habitual de casi la totalidad de los gallegos, incluidos aquellos más “españolistas”. La entrada del gallego en las instituciones, necesaria pero pensada contra toda lógica sociolingüística real, ha supuesto un salvaje retroceso de su uso que se explica, en parte, por la politización a la que se ha sometido y por su transformación en una lengua de élites culturales con las que cada vez menos población se siente identificada. (Ergo: una nación política tiene poco que ver con la lengua y una nación cultural no suele ser política).

Sin embargo, el elemento que hace imposible la expansión del nacionalismo español (o de los nacionalismos subestatales) es su afrancesado y antiespañol afán jacobino. Es tan triste que da vergüenza ajena. No se trata solo de que el centralismo vaya en contra de la estructura política de la nación española, sino que es imposible presentarse como freno del autoritarismo tecnócrata por medio de un mando único que suprima las autonomías como ansía Vox. La dimensión práctica del federalismo nos muestra que este, sea en versión americana, proudohniana o incluso en su almibarada forma española a modo de autonomía, es el único instrumento para una política ciudadana que permite idear alternativas a una gestión vertical. 

De hecho, si la derecha ha podido ensanchar sus bases es porque Ayuso ha podido crear un efecto especial libertario proponiendo en Madrid medidas contra el covid-19 alternativas a las catalanas, a las gallegas del tecnócrata Feijóo o a las sugeridas por el Gobierno de España. ¿Significa esto que el PP autonomista está en condiciones de cohesionar a esa nación política latente en España que pide constituirse como estructura visible ante los desafíos tecnócratas? Radicalmente no. El PP es un partido sin más ideología que la de conservar el status quo del momento, sea este LGTBI+, homófobo, otanista, rusófilo o evangelista. En este sentido el PP es tan peligroso como el PSOE de Sánchez, pues sus políticas parten de un complejo nacional que busca contentar a los grandes amos del mundo para así ser los primeros en adoptar la sumisión (recordemos que Feijóo quiso aprobar como presidente de la Xunta una ley de pandemias que vulneraba derechos ciudadanos básicos pero hacía las delicias de los mandatos del capitalismo sanitario, digital y poshumano defendido autoritariamente por el Foro Económico Mundial).

Podríamos pensar, pese a todo, que Ayuso o una figura similar emergiese en el ámbito de la derecha dispuesta a saltarse los tabúes y proponer un nuevo marco nacional. Nada más fantasioso. Igual que la tecnócrata Meloni, Ayuso ha movilizado de manera inteligente ansias libertarias básicas de la ciudadanía pero las sumerge a tumba abierta en un proyecto maoísta liberal que desvela el alma irremediablemente tecnócrata de cierta derecha. El liberalismo maoísta de Ayuso externaliza la riqueza española ofreciéndosela al mejor postor extranjero e implanta, en nombre de la libertad del otro, medidas antisociales travestidas de doctrina hayekiana como el intento de implantar el sistema de propinas americano en Madrid. No hay política populachera que promueva a la larga tanto el control social como esta, pues el pago de propina como sueldo real del camarero convertiría el consumo de hostelería en un producto de élite, como sucede en EEUU, rompiendo además toda la red de sociabilidad popular española. 

No menos importante es destacar que tanto el ayusismo como otros proyectos “españolizadores” (pertenezcan a la denominada extrema derecha o la minoritaria izquierda jacobina o gustavobuenista) despliegan estrategias de concienciación nacional propias de un nacionalismo minoritario que solo pueden llegar a beneficiar a nacionalismos subestatales dopados de un inocuo capital político-cultural como el vasco, gallego o catalán. En lugar de reclamar un pasado selectivamente glorioso que obligue a la ciudadanía a sentirse orgullosa de la memoria imperial, el nacionalismo español debiera enfrentarse a los actuales amos del mundo en defensa de los ciudadanos y, a partir de ahí, intentar recuperar, a modo de cimiento nacional, una mítica de resistencia al poder que, desde el Mio Cid, Hernán Cortés, Santa Teresa, Hurtado de Mendoza o Juan de Mariana es también -o sobre todo- desafío al cerril poder imperial-estatal.

La deriva globalista y antinacional de la izquierda

La izquierda oficial está aún en peores condiciones que la derecha para resistir mediante un proyecto nacional al embate tecnócrata, pues como señalé en su día, constituye la vanguardia del capitalismo actual. La difunta izquierda de Podemos, nacida de la sustitución de la figura del trabajador politizado por la del activista y de la sumisión al mundo de las emociones de Internet que resultaron del Foro Social Mundial y del 15-M, ha implantado un ethos tecnócrata. Su delirante obsesión en aplicar una versión para dummies del marxismo al análisis de las relaciones personales más estrechas con el fin de denunciar hipotéticos abusos de poder, ha resultado en una glorificación del Estado y de los grandes poderes digitales y sanitarios como agentes interventores en la vida pública y privada de los individuos. Este terreno tecnócrata está siendo aprovechado por ese gran meteorito a punto de autodestruirse contra sí mismo que es Sumar.

Los dirigentes de izquierda son fanáticos de la gobernanza global que quieren desmantelar el tejido productivo español para transformarlo en verde, como muestra su alianza con los parlamentarios alemanes en el ataque al sector de la fresa

Estamos ante el descafeinado retorno de la vieja receta eurocomunista oficializada por Carrillo, Berlinguer y Marchais en 1977 como acto de sumisión a la metadona socialdemócrata, justo cuando esta ya había dejado de estar disponible ante la fulgurante irrupción del neoliberalismo. Es la “izquierda Santiago Carrillo y cierra España” de Yolanda Díaz que en su intento desesperado de reconquista se constituye como un instrumento de alienación tecnócrata. Enfrascada en un modelo analítico marxista no adaptado al contexto actual, esta izquierda produce en las distintas revistas y medios que le son afines análisis de una realidad que ya no existe, mientras que no solo se niega a ver el expolio provocada por el capitalismo digital, sanitario y verde, sino que colabora con él. Es la izquierda OMS, que es lo mismo que decir, que es la izquierda Bretton Woods, atlantista y antilatina, confiada en la benignidad de instituciones añejas como el FMI o el Banco Mundial. Sus dirigentes son fanáticos de la gobernanza global que quieren desmantelar el tejido productivo español para transformarlo en “verde”, como muestra su alianza con los parlamentarios alemanes en el ataque al sector de la fresa o la obsesión con americanizar la dieta española señalada recientemente por Hasel-Paris Álvarez en La Gaceta.

Esta ansia tecnócrata que nutre a Sumar implica, además, en una relación de continuidad con Podemos, un pastoreo vertical de las almas que convierte la democracia en una diagnosticracia controlada con mano de hierro, como evidencia la obsesión del mediocre Errejón con convertirse en el Irene Montero de la salud mental. Es el sueño último del capitalismo (diga, si usted quiere, lector liberal, comunismo): cada ser humano convertido en un diagnóstico que lo encierra dentro de una paródica jerarquía de seres que mezclan la lógica posmoderna del Super Mario Bros con la ligereza new age de un neoplatonismo a lo Paulo Coelho para participar así en una competición sin fin por ser un enfermo sin más voluntad que la del estado reinante.

En este escenario, parece evidente que el PSOE no puede ofrecer ninguna innovación, pues en relación con la tecnocracia es aún más maléfico en su epidermis de consenso que el PP. No se trata de una particularidad del socialismo español, sino que se da a nivel global por medio de socialistas autoritarios de rostro amable y hermoso como la exprimera ministra neozelandesa Jacinda Ardern o su homóloga finlandesa Sanna Marin. El papel del PSOE como mamporrero tecnócrata es, con todo, de vanguardia mundial. Pensemos en el frustrado intento de Pedro Sánchez de acabar de un día para otro con todo el dinero en metálico en la Unión Europea e imponer ese control absolutista que acabará encarnando, si no lo evitamos, la moneda digital.

¿Es posible, entonces, una nación política española?

Hecho este pequeño recorrido por el fracaso de la política española hegemónica para alumbrar una nación política que dé forma a la estructura de defensa común que la ciudadanía está pidiendo, podríamos concluir erróneamente que no hay solución. El sistema de idearios políticos español está sufriendo una violenta reestructuración que más pronto que tarde dará a luz a una agenda frontalmente antitecnócrata que no le haga a primera vista el juego al poder y que, además de crear mecanismos de conciencia ciudadana ante la expropiación de salud y riqueza que el capitalismo sanitario está produciendo, reclame, por ejemplo, ante una crisis energética, la necesidad de recortar el uso doméstico de Internet (diferentes estudios muestran que su consumo es insostenible) en lugar de apagar la calefacción o acabar con sectores estratégicos.

Hay que tener, sin embargo, mucho cuidado. La tecnocracia está produciendo una estamentalización en clave poshumana de la antigua sociedad de clases que puede contaminar de manera fatal toda estrategia de combate. De hecho, los partidos políticos que han surgido en los últimos años, sean Ciudadanos, Podemos o Vox, son, pese a su apariencia popular, mucho más estamentales que la mezcla de sectores plebeyos y oligarquías de baja intensidad que dan forma al PP y al PSOE. Esta inercia estamental parece estar contaminando la resistencia más mediática a la tecnocracia. Pensemos en la apología de las viejas jerarquías que propone desde la izquierda el puritanismo marxistavaticano de Diego Fusaro y su creencia, pipa en boca (¡ay, el intelectual del siglo XIX!) en la infalibilidad papal, que no en el catolicismo popular, o el sueño hayekiano (¿dictadura electiva?) de Jano García de restaurar, desde la derecha, la antigua sociedad estamental del mérito heredado por un sudor que ansía ocultar la sangre y el apellido.

Es difícil saber cómo manejarse, pero en la lucha que viene contra la tecnocracia debiéramos quizás exigir a nuestros políticos que fuesen como los sabios populares que han llegado a formular máximas vitales dignas de preservación, es decir, seres que han sufrido en la cotidianeidad invisible de la existencia y que desde el largo anonimato de una vida única pero desconocida se han politizado. La bestia tecnócrata del poshumanismo solo puede detenerse con una nación de alma irremediablemente federal como la española, comandada por ciudadanos alérgicos a la mediocridad de las élites que impongan la vida a la dictadura tecnológica y huyan por plebeya sabiduría de toda fantasía neoestamental. Es tan complejo pero tan sencillo como atreverse a dar voz a una nación que ya existe.

David Souto Alcalde, doctor en Estudios Hispánicos por la universidad de New York, es escritor y profesor

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