Le quedaba menos de un año de vida y el presidente francés François Mitterrand se despedía en enero de 1995 del Parlamento Europeo alertando del eterno peligro que había desangrado y aniquilado Europa: "Le nationalisme, c'est la guerre" (El nacionalismo es la guerra). Un cáncer de próstata estaba devorando la vida del presidente francés que moriría once meses más tarde. Consciente de su cuenta atrás, el socialista pronunció un emotivo discurso que quedó como su testamento político sobre el proyecto europeo.
El también presidente de turno de la Unión Europea se despidió de los diputados comunitarios recordando su pasado en el ayer reciente europeo: “Resulta que los azares de la vida quisieron que yo naciera durante la Primera Guerra Mundial y que hiciera la segunda. Así que me pasé mi infancia con familias desgarradas que lloraban sus muertos y guardaban un rencor y a veces odio contra el enemigo de ayer. ¡El enemigo tradicional!”. Desde Estrasburgo, ciudad fronteriza entre su país y Alemania, Mitterrand recordaba la anomalía que suponía medio siglo de paz entre las dos potencias, acostumbradas a sacarse los intestinos generación sí generación también.
Mitterrand fue capturado y hecho prisionero por los alemanes, pero fue capaz de ver que hasta en el contexto de la guerra total, sus enemigos no dejaban de ser semejantes y no aquella raza que odiaba a todo lo que sonara a francés: “Conocí a los alemanes y luego me pasé algún tiempo en Baden-Württemberg, en la cárcel, y las personas que estaban allí, los alemanes con los que hablé, me di cuenta de que amaban Francia más de lo que nosotros amábamos Alemania. Digo esto sin querer abrumar a mi país, que no es más nacionalista que cualquier otro, sino para entender que todo el mundo ha visto el mundo desde donde estaba, y estos puntos de vista han sido generalmente distorsionados”.
El fondo del discurso era un llamamiento a espantar todas las veces que sea necesario al espectro del nacionalismo que en los comicios de este fin de semana parece que volverá a ganar peso. Un fantasma siempre latente que propició Auschwitz y Srebrenica, que amenaza el mayor periodo de paz y prosperidad en la historia del continente y cuyas cadenas tintinean en el resto del mundo de India a Estados Unidos con discursos esencialistas e iliberales.
¡El nacionalismo es la guerra! La guerra no es solo el pasado, puede ser también nuestro futuro, ¡y son ustedes, señoras y señores, que ahora son los guardianes de nuestra paz
Narcisismo de las pequeñas diferencias
Este espectro aprovecha siempre los momentos de crisis para presentarse con más fuerza, para recalcar el ‘ellos y el nosotros’. El narcisismo de las pequeñas diferencias. "En todos los sitios en los que he estado, el nacionalismo es más violento allí donde el grupo frente al que te defines es más parecido a ti" alertaba Michael Ignatieff.
Es la sombra que susurra al oído la pertenencia a un pueblo o una raza, que señala a los enemigos y hasta propondrá echarlos. El fantasma siempre va de la mano de sus ‘rivales’, meros espejos en los que reflejarse y fortalecerse. El señalamiento del independentismo a los “ñordos” castellanoparlantes en Cataluña revitalizó a la ultraderecha españolista que apunta a la población de origen musulmán. “Más muros, menos moros”, ha llegado a decir el representante de la tercera fuerza política de España durante esta última campaña electoral.
El sueño que nació del horror más absoluto de la Segunda Guerra Mundial se sustanció en el periodo más pacífico, libre y democrático de la historia europea, ahora amenazado por los mismos bajos instintos de los que alertaban las últimas palabras de Mitterrand: “Señoras y señores: ¡el nacionalismo es la guerra! La guerra no es solo el pasado, puede ser también nuestro futuro, ¡y son ustedes, señoras y señores, que ahora son los guardianes de nuestra paz, de nuestra seguridad y de su porvenir!”.
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