Hace algunos domingos, al salir de casa, me topé con una pordiosera. Estaba sentada en el suelo, sobre una manta roñosa, probablemente atestada de chinches. Se acurrucaba, parecía pedir perdón por existir. Atravesaban su cara los restos de un llanto reciente. Comía un yogur de limón sin cuchara, sorbiendo, como lo hacíamos nosotros cuando éramos niños para irritar a nuestras madres. Los hombres que pasaban junto a ella apenas desviaban la vista, sin duda demasiado tímidos para decirle «hola» o demasiado apresurados para arrojarle una limosna.
Me avergüenzo de mi réplica ante aquel drama. Tras unos segundos en los que me debatí entre la opción de acercarme a la menesterosa y la tentación de ignorarla, entré en mi coche, encendí la radio y me puse a canturrear. No es que la escena no me conmoviera; gracias a Dios, no me encuentro entre esas personas que han desarrollado una insensibilidad hacia la injusticia o el sufrimiento ajenos como quien desarrolla una competencia profesional. Fue algo más complejo que eso, quizá similar a lo que sintieron el sacerdote y el levita cuando pasaron de largo en la archiconocida parábola. Me aguijoneó la resignación, la triste, supuestamente realista, conciencia de que mi ayuda, mi consuelo, mi compañía habrían sido insuficientes. Recordé por un instante que el mal tiene los mismos años que el mundo y que cualquier intento de sublevarse contra él es necesariamente estéril, ridículo como las pataletas de un niño caprichoso.
Navidad o barbarie
He pensado recientemente en esta mujer. ¿Qué importancia pueden tener para ella las sesiones del Congreso, las elecciones, los gobiernos? ¿Cómo detenerse a debatir sobre el sexo de los ángeles cuando ni siquiera una supervivencia digna está garantizada? ¿Cómo hablar de las finanzas, del crecimiento económico, de las tasas de empleo, del control de la inflación cuando hay una mujer tendida en el suelo, forzada por un destino sañudo a comer como las bestias? También he pensado en la Navidad. ¿Puede celebrarla alguien como ella?¿Acaso nuestra pordiosera tiene algo que festejar? La Navidad ―me he repetido estos días― ya no es para personas así: no les ofrece consuelo, sólo frustración. Hemos excluido de la Navidad a los enfermos y a los desvalidos; a todo aquél que no pueda participar del frenesí festivo, lúdico, consumista; a todo aquel que, zarandeado por la vida, golpeado inmisericordemente por los acontecimientos, ya no se tenga en pie. Antes era una época de consuelo y esperanza para los afligidos; ahora es tan sólo la frívola apoteosis de los afortunados.
Esa mujer desamparada, abandonada a su suerte por los poderosos, maltratada por una vida que parece idea de un genio maligno, es ahora el centro del universo.
Se dice con feliz frecuencia que la Navidad ha perdido su sentido, que deberíamos regresar al origen, a la mujer exiliada que pare en un establo, entre un buey y una mula, al Señor de los cielos y de la tierra. Es verdad. Aquel día las pétreas jerarquías del mundo se invirtieron, los principados y las potestades vacilaron, Dios dio la vuelta a la realidad como a un calcetín sucio. La lógica imperante devino ilógica, la razón trocó en irracional. Lo más pequeño era por fin lo más grande, lo más débil era lo más fuerte, lo más insignificante era lo único verdaderamente significativo. El eje del mundo ya no era su centro, sino su periferia; ya no estaba en un palacio, sino en un establo. Los planetas, las estrellas, las constelaciones, los sistemas, las galaxias orbitaban en torno a él.
Cicatrizada ahora mi culpa, cuando pienso en la lastimosa pordiosera que me conmovió, la recuerdo distinta, paradójica. Ya no solloza; sonríe. Ya no se encoge, sino que se arrellana. Su manta es una alfombra persa, su yogur es un banquete, el Rey de reyes está sentado a su lado. Tras el nacimiento de Cristo, las cosas no son más como fueron. Esa mujer desamparada, abandonada a su suerte por los poderosos, maltratada por una vida que parece idea de un genio maligno, es ahora el centro del universo. Ante ella deberían estremecerse las certezas y las seguridades del mundo, prosternarse los príncipes y los potentados, caer los imperios y las repúblicas.
Sé que un trueno estalla en el cielo cada vez que Fátima llora. Sus lágrimas están contadas por un ángel meticuloso. El Dios omnipotente se ha hecho mortal para salvarla.
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