Cuando pienso en la Navidad, la primera imagen que me viene a la cabeza es la de una noche nevada en Palencia. Mi hermano y yo éramos pequeños, y recuerdo que fuimos en tren al pueblo de mis abuelos, en Venta de Baños. Había una capa de hielo en la pasarela que debíamos cruzar y el frío se agarraba en lo más hondo de nuestro esqueleto infantil mientras exhalábamos vaho como dos locomotoras. Llegamos a casa de los abuelos empapados de nieve. Atravesamos el umbral de la puerta y enseguida nos invadió ese olor tan característico a hogar, a consomé caliente, a sábanas con suavizante. El primero en recibirnos fue mi abuelo Boni, que nos acompañó al interior con algún comentario jocoso sobre la pinta de muñecos de nieve que traíamos. Ese gesto de alegría en su mirada nunca se me olvidará.
Las pasadas fueron las primeras Navidades sin abuelos en Palencia y estas fechas lo tiñen todo de nostalgia. Con cada rito, cada tradición navideña, es inevitable que regrese a la memoria el recuerdo de un rostro, un gesto, un momento de complicidad. La Navidad está hecha para los niños, pero también para los abuelos. Es su último reencuentro con la infancia antes de dejar este mundo para siempre.
Sin niños, y sin abuelos, la Navidad pierde su sentido. Este año, España estará llena de hogares que celebren estas fechas por vez primera sin los patriarcas de la familia. Es ley de vida que desaparezcan los más mayores, pero el vacío que dejan es irremplazable. Sí, Jesús sigue naciendo en un portal de Belén, y las uvas siguen siendo doce para la noche del 31, pero faltan los protagonistas de la velada.
El abrazo de un abuelo
Después de las campanadas, cuando se produce esa tradición tan solemne y noble que es desearle feliz año a cada persona con la que estás compartiendo el momento, no puedo evitar detenerme unos instantes más en mis otros abuelos, que aún perduran. Les abrazo con fuerza, les miro a los ojos y no puedo evitar preguntarme si estaré celebrando mi última Navidad con ellos.
También me ocurría con los palentinos, y en una ocasión acerté. Mi abuela Guiller siempre fue muy navideña. Le encantaba todo lo que tenía que ver con la Navidad. La alegría, el jolgorio, la ilusión de los niños… Su última Navidad no fue la más alegre, pues faltaba una persona en aquel comedor, y era mi abuelo. Aun así, tuvo la ocasión de celebrar una última Nochevieja con su familia. De echar un último bingo después de las uvas. De que le diera la turra el pesado de su nieto. Poco después, el Día de Reyes, falleció.
Con ella se fue una de las personas más cariñosas que he conocido nunca. La única que me idolatró como nunca lo hizo nadie. Era una de esas abuelas que da la paga a escondidas, como si fuera un crimen, como si te estuviera dando una bolsa de jaco o estuviera defraudando a Hacienda.
Perder a los abuelos es también perder el superpoder de hacer feliz a alguien con solo decir 'te quiero'
En mi casa, el menú de Nochebuena y Nochevieja es, salvo ligeras variaciones, siempre el mismo. Y a mi abuela le encantaba explicarlo cada año como si se tratase del menú degustación de una estrella Michelín. La echo de menos. Igual que a mi abuelo Boni y su incansable afán por hacernos felices o, al menos, estar a gusto. Echo de menos su mirada de agradecimiento por el más mínimo detalle, el más pequeño elogio, una simple llamada de teléfono de cinco minutos para ver qué tal está.
Es la segunda Navidad sin abuelos en Palencia, y hay algo extraño en el ambiente. Hay ilusión, sí, pero las ausencias pesan, pesan tanto que creo que solo se solventarán cuando haya nuevos nietos y nuevos abuelos para dar el relevo a los anteriores. Perder a los abuelos es también perder el superpoder de hacer feliz a alguien con solo decir 'te quiero'. Cuando nos quedamos sin abuelos, somos menos útiles, desaparece una importante misión en nuestra vida, que es alegrar a aquellos que tanto nos han querido. La existencia pierde otro poco de sentido.
No puedo evitar sentir envidia cuando veo a algún niño caminar por la calle de la mano de su abuelo. No puedo evitar sentir una punzada de nostalgia. Pero como bien sabía Don Quijote, las únicas causas que valen la pena son las imposibles, y bien merece la pena honrar cada día el cariño que nos dieron nuestros hidalgos abuelos. Aquellos que pasaron hambre, enfermedad, la muerte de los seres queridos, la marcha del mundo que les vio en sus mejores tiempos… y que, aun así, sonríen y se conforman con un beso en la mejilla y una palabra de aliento.
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