Dejar a los niños en el campamento fue agradable para los cuatro. Ellos se reencontraron con amigos del año pasado y en el acto se olvidaron de los nervios y de nosotros. Lo retomaron donde lo habían dejado: el balón que alguien lanzó al aire hace doce meses no había dejado de botar. Un tormentón refrescó el ambiente en la sierra y nos sirvió a mi mujer y a mí de tránsito hacia dos semanas libres de obligaciones parentales, que recibíamos como nuestro propio campamento.
Volvimos a Madrid con el primer plan de pareja ya hecho: iríamos al cine a ver Una vida no tan simple, de Félix Viscarret, porque Alberto Olmos había dicho que era un peliculón. Parte de la acción sucede en el parque infantil, allí donde los padres nos asomamos al abismo. En casa, puedes inventar juegos divertidos para todos, puedes ver las pelis de Pixar o hacerlos reír con tonterías. En el parque estás vendido: ellos se divierten y tú ni siquiera puedes distraerte, por si se desnucan o los rapta un traficante de órganos.
La película, que es estupenda, también sabe recoger los sonidos de una casa con niños: esos juguetes como minas antipersonas, dispuestos a que los pisemos y nos sobresalten con su soniquete; y el propio rumor de los niños jugando, peleando, quejándose o -lo más corriente- exigiendo algo. Con los años, ese ruido de fondo se transforma: las voces se agravan y el horrible Cantajuega (música del infierno que sonará el día de mi funeral, cantará Tangana cuando sea padre) es sustituido por los gritos de afectada sorpresa de los youtubers reaccionando. Fantaseamos con el sosiego que disfrutaremos mientras dure el campamento: ¡verás lo rápido que escribo el próximo artículo para Vozpópuli!
Lo que ocurre en realidad es que, al segundo día, el silencio se convierte en pesadumbre y estamos deseando que nos llamen. Los móviles están prohibidos en el campamento y sólo se permite una breve llamada a la semana. Cuando por fin suena el teléfono, Álvaro, mi hijo, me pide los resultados de la Kings League. Protesto, pero poco. Se asombra de que el Jijantes haya perdido y yo de que haya un equipo llamado Jijantes. Le pregunto qué tal y me responde como merece la pregunta: con vaguedades. Me dice que me quiere y cuelga.
El sonido de los niños
El protagonista de Viscarret es un hombre que acaba de descubrir que no se va a comer el mundo. O sea: cualquiera, yo mismo hace quince años. Saberlo atenúa pero no extingue la inquietud ante los cambios profesionales, el miedo a quedarte descolgado y sin respuesta para la pregunta de a qué te dedicas, que en la cabeza de un hombre siempre suena como: ¿qué eres? Cuando estamos así, el silencio de la casa sin niños nos vuelve melancólicos y anticipamos el día en que se marchen y esta calma ya no sea paz, sino vacío. ¿Por qué?
Los niños no son sólo un ruido de fondo ni una carga. Su mirada nos cambia y nos permite digerir el mundo que no nos hemos comido
Mi hijo mayor nació en uno de esos momentos de crisis, en el que yo trataba de encontrar respuesta a la pregunta de qué era. Un sábado por la mañana, estaba en el suelo de la habitación con el niño, que quizás no había cumplido un año. Yo hacía como que jugaba con él, pero no estaba allí, sino aislado en mis preocupaciones. Al cerrar un armario, me pillé los dedos, grité y me sentí muy infeliz. Álvaro me miró, gateó hacia mí, me tomó la mano y me dio un beso. No se me olvida la cara que puso: como si le doliera a él. Desde entonces, he comprobado mil veces que se podría decorar Versalles con las neuronas espejo de mi niño.
Esto es lo que echo de menos en Una vida no tan simple. Los niños no son sólo un ruido de fondo ni una carga. Su mirada nos cambia y nos permite digerir el mundo que no nos hemos comido. Cuando oigo a jóvenes decir que su máxima aspiración es tener “impacto” pienso que yo he tenido dos, de doce y catorce años, niña y niño. Cuidarlos y acompañarlos no es sólo nuestra obligación, también es una maravilla. Y esto es algo que me gustaría decirle a esos jóvenes: no os vais a comer el mundo, pero es posible que el mundo trate de comeros a vosotros. Si esto sucede, existe un conjuro que no soluciona los problemas pero disipa la oscuridad. Cuando os pregunten a qué os dedicáis, contestad: soy padre.
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